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Cultura 29 de mayo de 2016

Caminante

Por María Marta Ferro

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Las mariposas volaban brillando al sol de otoño.
Todo invitaba a disfrutar, con ánimo festivo, si se estaba en paz con uno mismo y con el entorno.
¡La naturaleza es tan pródiga y generosa, tan cambiante, llena de matices y armonía para quien la pueda gozar!
A veces, el mundo que llevamos en nuestro interior alberga fantasmas, oscuridad, tinieblas y tan pesado y sórdido es, que nada del afuera puede interesarnos, conmovernos.
Eso le pasaba a él que caminaba lentamente, encorvado, con pesadumbre pese al día que era una explosión de rojos, ocres, verdes, amarillos, azules… rivalizando con la paleta más atrevida del mejor colorista.
Se alejaba haciendo un sonido ronco de zapatillas bigotudas, arrastradas en terreno polvoriento.
Años parecían pesarle, años de trabajo rudo, manos encallecidas, piel apergaminada y ese sol que acentuaba los surcos de su rostro como esculpiéndolos de manera macabra.
Un perro lo seguía, en realidad dos, pero que de tan flacos parecían uno solo. De esos perros sarnosos, pulguientos, que saben mucho de rascarse y poco de caricias y de comer seguido.
El anciano, a veces, saliendo de su sopor, alejaba con gritos destemplados a los cuscos. En general, hablaba solo, murmuraba, subía la voz, peleaba con seres imaginarios, gesticulando y mostrando los puños. Los transeúntes ocasionales que lo observaban, miraban rápidamente para otro lado, ignorándolo.
Ya sabemos cuánto los humanos tememos a la locura. No queremos hablar de ella y menos tenerla cerca. A ver si nos contagiamos.
En lo más recóndito de nuestro ser una vocecita nos dice que, si somos sinceros, debemos reconocer que de locos todos tenemos un poco.
Pero, hagámonos los distraídos, que así está mejor.
Él no tiene amigos, los tuvo, todos se fueron alejando desde que perdió el trabajo y ya no pudo invitarlos a tomar esa grapa mañanera que le daba bríos para enfrentar la jornada bruta que le iba consumiendo su cuerpo, su vida.
Pero era infinitamente mejor lo que tenía, a esto, caminar desorientado hacia ninguna parte.
De tan pobre que era, se había quedado sin casa y usaba los portales para guarecerse del frío y la lluvia, que en muchas épocas del año, lo hacían blasfemar, tiritar, empaparse.
Hoy va sucio, con hedor rancio, un abrigo oscuro demasiado grueso y grande para su cuerpo menudo, un pucho apagado en la comisura de sus labios finos, resecos y con esos dos perros que al doblar una calle, y sin conocerlo, decidieron seguirlo.
Tuvo mujer, pero ella se cansó y lo echó después de tanto tiempo sin hacer nada útil ni conseguir trabajo. Sus hijos viven lejos, y se desentendieron de él cuando ya no le pudieron pedir nada más y lo empezaron a ver raro.
Ahora camina cada vez más cansado. Abre la botella oculta en un papel madera muy ajado y da un largo trago en un intento por sentirse mejor. Tal vez, eso lo ayude. Sigue andando, al rato tropieza y un poco más tarde vuelve a caer sin poder ya levantarse.
Los perros que lo seguían, se acercan, lo olfatean una y otra vez y comienzan a aullar de manera lastimera.