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Cultura 27 de junio de 2016

Cambio de escenario

Por Ricardo Calcabrini

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No sé cómo disculparme, señora. Francamente, no sé.
Sería injusta si carga la culpa sobre sus secretarios. Ambos, la señorita rubia y el joven de camisa arremangada y corbata, trataron de disuadirme -de manera más lejana al respeto que a la grosería- que sería inútil conversar con usted, que una vez que el caso cerró ya no tiene caso y que su tiempo…
Por eso lo intempestivo de mi ingreso en su despacho después de dos largas semanas de venir penitentemente a la puerta del juzgado.
Le ruego, entonces, que antes de que me expulsen los guardias a los que acaba de llamar, me responda solamente una pregunta…
Asumo totalmente que soy un hombre grande y, a los hombres grandes, el sentimentalismo no es una actitud que nos haga ver enteros ni dignos.
Debo confesarle, señora, que aquella vez que entré por primera vez y seguí, por tortuoso y gris pasillo, a la señorita que me precedió hasta su despacho, me sentí como un niño arrastrado a uno de esos lugares a los que no se quiere ir, pero, alguien decidió que nene te portaste mal y ahora tenés que ir adonde yo te digo porque por más que me expliques y re expliques, patalees, llores y me hagas mohines para tratar de endulzarme, nada, me entendés, nada, y cuando digo nada es nada porque yo no me retracto ni doy marcha atrás ni me vuelvo a mirar lo transitado así que…
Perdón, me dejé llevar por ese sentimentalismo del que le hablaba y que tan horrible me hace ver ante el espejo.
No, por favor, no mire la hora. Ya sé que está muy atareada y pretendo llegar al asunto que, fuera de mis prolegómenos, es, como le dije una pregunta. Una simple y vulgar pregunta.
Ocurre que cuando llegué a su oficina, me senté al lado de un joven que dijo ser mi abogado. A la vera de mi abogado, estaba una pareja, un señor y una señora, que la representaban -ambos con gestos muy adustos en sus rostros (que si alguna vez guardaron cierta belleza, el tiempo se hubo encargado de borrar todo vestigio)- y al costado de sus inmaculados portafolios, ella.
Usted leyó unas formalidades que resumían casi toda mi vida en dos carillas. Sólo levantó la vista para buscar la aprobación cuando citó ambos números de documentos de identidad. Ante mi silencio y su inclinación afirmativa, cuntinuó la lectura de forma gris y monocorde.
Ahora, quizás usted que acostumbrada está a impartir justicia, podrá responderme: ¿por qué si se dividieron nuestras vidas en el breve espacio que duró su lectura?, ¿por qué, si esa división se llevó la mitad de mi corazón sin consultarme si me sería posible vivir con el resto?, ¿por qué, si nos dimos la mano a la distancia, con un formalismo tan absurdo como vergonzante, que hizo que ese último roce haya sido sin mirarnos a los ojos?, ¿por qué, señora, explíqueme usted, por qué, ella rompe todos los protocolos, destroza los acuerdos derivados de aquél documento e, inexorablemente, cada noche se desliza en mi cama, me atormenta con sus labios y su perfume, me abraza tierna, dulcemente, para esfumarse al despertar dejándome desamparado en el eterno pasillo que me arrastra a este despacho?
Le pido que tenga a bien hacer algo en busca de remediar esta angustiante situación. Le estaré eternamente agradecido y, además, -créame señora- será justicia.



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