No se trata de un adjetivo: en la teoría literaria se les llama cambiante o cambiaformas a aquellos personajes capaces de adoptar cualquier identidad o carácter que deseen. Hay, como siempre, toda una legislación al respecto, elaborada fundamentalmente por fanáticos de literaturas fantásticas y mitológicas: un cambiaformas puede convertirse en cualquier animal, pero hay quienes sostienen que no pueden hacerlo en otro humano; para un sector opuesto de la doctrina, los cambiante son superhéroes humanoides, que no tienen que sufrir la limitación doméstica de no ser cualquier cosa que se propongan, y se transforman en todo lo que se les ocurra. Es el caso de los dioses del Olimpo, por ejemplo.
Toda formulación del lenguaje le debe mucho a la literatura, y la comunicación de asuntos políticos no es la excepción. No me refiero a lo que conocemos como discurso político, sino a esa necesidad cotidiana de funcionarios y referentes públicos de luchar diariamente en la arena de la visibilidad: se sabe que la principal estrategia de quienes ejercen el poder y de los que aspiran a hacerlo es lograr un posicionamiento público, a través de las herramientas donde “está la gente”, sean estos medios tradicionales o las populares redes sociales.
El discurso político es otra cosa, implica otra profundidad e incluye la coherencia ideológica o de principios. El arte del político en acción es lograr que sus apariciones frecuentes (que, en muchos casos se fabrican, se producen como si fueran un programa de televisión, se arman y se planifican en el tiempo) no estén divorciadas de algunas pocas líneas guía, que indican el camino. Notará usted, lector, que hay personajes de la política que mantienen sus presencias en medios en intervalos regulares, con apariciones y desapariciones ordenadas, similares a la respiración natural de un organismo. No hay naturalidad en ello, se invierte mucho recurso intelectual y económico en lograrlo.
Para los asesores en comunicación política, lo complicado de estas apariciones frecuentes es que son vitales, pero pueden convertir a quien se expone a ellas en un referente de todo y, por lo tanto, en un referente de la nada. Pero ese no es único problema; el otro es, precisamente, el de la figura literaria del cambiante: las metamorfosis involuntarias e inevitables.
Esta semana ocurrió la primera de las manifestaciones en contra del gobierno nacional, a poco más de 7 meses de haber asumido. Esto obligó a todos los contendientes de la esfera pública, con pretensiones de posicionarse, a adoptar posiciones y a ocupar un espacio en el tema. El problema es que los obligó, también, a trabajar en un terreno que, hasta hace muy poco, era del enemigo.
Posicionarse frente a un “cacerolazo” primero impone un problema en el nombre: ¿Cómo llamarlo? El término fue denostado en los últimos años con expresiones tales como “son apenas gente de barrio norte”, o “grupo aislado de personas sin comunidad de ideas”, o con aquel “si tienen algo que decir que se postulen a elecciones”, o “no hay convocatoria espontánea, sino que es una operación mediática”. Para evitar eso es que se inventaron algunos “sucedáneos”, tales como ruidazo, 14J y otros nombres para convertir en hashtags.
Superada la cuestión del nombre, el problema es la entidad del acontecimiento. Desde sectores afines al gobierno, el primer gesto fue quitarle relevancia: la línea fue que una protesta así es “innecesaria porque este gobierno está siempre abierto al diálogo.” Para Macri, el cacerolazo del 8N (8 de noviembre de 2012) lo “representaba como argentino” y deseaba que “ojalá el gobierno escuche el mensaje”; mientras que este “mensaje” no mereció una palabra de su discurso en Villa Devoto, el primero luego de la masiva protesta. Pablo Tonelli, diputado del PRO, hizo referencia al motivo de la convocatoria, un asunto espinoso para el gobierno, porque a diferencia de otras oportunidades, aquí sí había una única consigna, y dijo: “resulta más productivo sentarse en una mesa y discutir topes que hacer un cacerolazo.” Como si eso fuera posible.
En tanto, para la oposición lo del otro día implicó un (otra vez) “mensaje” muy contundente: “que a siete meses de gobierno se coman una protesta de estas indica dos cosas: que la ciudadanía está absolutamente consciente de sus derechos y, además, vi bronca en general con el gobierno. Todo lo que está tapado por los medios la gente lo salió a expresar”, dijo el diputado Rodolfo Tailhade.
En este caso, el cacerolazo no fue un armado mediático, sino que fue un grito sincero, a pesar de los medios. Es una operación a la inversa, pero con el mismo resultado: la gente en la calle, con sus cacerolas. En el pasado para combatir la patria y, en este caso, para salvarla.
En este punto vemos el problema en toda su extensión: para aparecer es necesario encontrar un “lugar” discursivo en la agenda pública, porque entre tanta competencia el político debe ganar visibilidad a partir de un mensaje concreto, diferenciador y claro. Esos espacios están más o menos delimitados en grande porciones: el opositor, el que gobierna. Debajo de ellos se encadenan todos los demás.
Lo que sucedió esta semana es que por primera vez, en siete meses, la contienda pública obligó al cambio de roles y a explicitar esa dimensión, que está siempre presente, de la comunicación política: el hecho se impuso, y hubo que tomar riesgos. No hay en esto un problema ideológico, ni el temido travestismo político, es un problema del marketing político: a diferencia de lo que enseñaba Wittgenstein, que decía “de lo que no se puede hablar, hay que callar”, en la escena de la comunicación omnisciente de lo que no se puede hablar hay que hablar igual.
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