78 días y 500 noches
Parafraseando a Joaquín Sabina, sería mi forma de arrancar a escribir.
por Santiago Rubiolo
Me llevó casi toda la cuarentena entender, que después de ésto, muchas cosas no volverán a la normalidad ni siquiera dentro de unas semanas, o meses. Muchas, de hecho, no lo harán nunca.
Entre ellas mi trabajo. Muchos saben a que me dedico, y para los que no, tengo un café. Empezó como un sueño propio, y luego se fue compartiendo con mi pareja, aunque terminé apropiándomelo de principio a fin. No porque sea solo mio, sino porque ella me ve feliz y me deja ser, todo el tiempo.
Equivocadamente lo viví como un desafío, como si tuviese que demostrarle a alguien que yo podía lograrlo, o tal vez un poco fue así, por los que no creyeron en mí desde un principio. Pero con el tiempo aprendes, que eso es un problema ajeno, no propio.
Los años pasaron con mucho movimiento, tuvimos momentos increíbles y otros más duros. No es fácil el mundo gastronómico, y más aún cuando no lo conoces demasiado. Es formarse y curtirse con los errores del día a día, en busca de la felicidad del cliente (algo casi imposible).
Cuando lograba tener el local repleto de mercadería como a mí me gustaba, tenía la heladera vacía de casa. Cuando terminaba de pagar mis deudas personales, se me rompía una máquina y me sacaba de eje otra vez. Empecé a olvidarme fechas, momentos importantes, ausentarme en cumpleaños o fiestas, los horarios se mezclaban y mi vida social paso a limitarse a charlas interminables con clientes.
Las cosas se complican siempre un poco más, y ese lugar muchas veces pierde la esencia de refugio, lo que te hace dudar de seguir. Pero seguís igual, hasta donde dé. Eso me pasó con la llegada del coronavirus a nuestras vidas. 78 días sin levantar la persiana, sin horarios, sin clientes, sin presiones o con otras de otro estilo. Seguir cumpliendo con alquileres, servicios, impuestos, aportes, o dejarlos acumulados para en “algún momento” poder hacerles frente.
Así fue, como de un día para el otro mi vida cambió y sentí que me apagaba. Literal. Algo en mí ya no funcionaba como antes. Dejé de dormir, dejé de hacer. Entendí que todo el esfuerzo y el trabajo que había hecho en estos últimos años me habían llevado a un lugar donde, culpa de un virus, me sentía vulnerable. Es lo que nos pasa a los autónomos, a los que apostamos todos nuestros ahorros a un proyecto, a los que no contamos con un sueldo fijo, un día estás en la cresta de la ola, y al siguiente esa misma ola te arrastró hasta la orilla.
Pasé días enteros creyendo que la mejor opción era retirarme, a pesar de saber que cada vez que se cierra un bar se pierden para siempre cien canciones. Se desvanecen mil te quieros. Porque en un bar nos declaramos, escribimos guiones de obras de teatro, y hasta redactamos la Constitución. Acá sos de barra o sos de mesa, pero todos somos de bares, venimos así de fábrica. La red social más grande se llama bar, porque nos gusta vernos, tocarnos, estar juntos. Es el lugar donde siempre somos felices. O así lo fue tiempo atrás, antes de una pandemia que vino para cambiarnos todos los esquemas.
También pensé en vender el fondo de comercio, hasta hace pocas semanas seguía disponible esa idea, pero sentí que el amor y las ganas con las que nació mi café, se irían detrás mío. Para mí los lugares, son las personas que lo habitan. Y no pude desprenderme. Todavía no. Tengo una pelea más por dar antes del nocaut final. Y acá estoy, a punto de volver, en épocas de reinventarse uno tarde o temprano encuentra una salida. Gracias a cada cliente que nos llamó, nos escribió, para darnos fuerzas, para acompañarnos, para seguir presentes pese a la distancia. Si hay algo que no dejó de sonar en esta cuarentena fue mi celular, y ese es el regalo más lindo que me dio este trabajo.
Cuento los días para volver a prender las luces, darle play a la lista de reproducción y que el aroma a café nos inunde los días otra vez.