por Enriqueta Barrio
Se había enamorado de La Chancha Rinaldi. En los mismos tiempos en que las pibas andaban pegando afiches del rubio de La Laguna Azul y de Rob Lowe, ella esperaba la salida de El Gráfico. En esa época se editaba semanalmente, y como La Chancha estaba jugando en Boca, era bastante popular y generalmente aparecía una fotito, aunque sea chiquita, en la revista. Todo había empezado el día que acompañó a su padre a lo de Néstor, el peluquero del barrio. Era un ambiente absolutamente masculino, había brochas de afeitar y navajas, fotos de caballeros impecables en las paredes y olor a mentol.
Néstor tenía alrededor de cincuenta años, estaba siempre limpísimo, con las mejillas lustrosas y las uñas con una leve capa de brillo. Le pellizcó la mejilla cuando la vio, se admiró de cómo había crecido como hacía siempre, sin acreditar que ya tenía veinte años, y le dijo “Sentate, ahí tenés para leer”, señalándole unas sillas de cuerina bordó que rodeaban a una mesa ratona con dos pilas de revistas. Solo había Corsa, una publicación de la época dedicada al automovilismo y El Gráfico, para aficionados al fútbol. No le interesaban en lo más mínimo ninguna de las dos, pero como para no dormirse, agarró una de las futboleras. Y ahí estaba, en la tapa. Sonriente, con el pelo mojada por la transpiración, se ve que festejando algún gol, abrazando a un compañero. Tenía ojos claros y nariz prominente.
Era no digamos gordo, sino medio trastudo, y eso le valió el apodo de La Chancha, pero de esto se enteró después. Era muy parecido a su último amor frustrado, y era muy de ella encadenar los amores uno con otro como si fueran eslabones. Por ejemplo, una vez se enamoró de un flaco que había tenido un accidente en una moto y andaba con muletas por el boliche, revoleándolas por el aire cuando ponían Rata Blanca. El Rengo, como le decían los amigos, se fue a vivir a La Plata y entonces ella se fijó en otro rengo, esta vez un rengo permanente. Y así, siempre conectaba algo del anterior con el siguiente. Rinaldi, entonces, se parecía mucho a El Turco, que se había puesto de novio con otra rompiéndole el corazón. La cuestión que ahí empezó el romance con La Chancha Rinaldi.
Se leyó todo lo que encontró sobre el tema, miró todos los partidos con devoción, esperando el momento en el que su amor miraba a cámara y decía: “Muevo yo, Mauro, Jorge Rinaldi” y el corazón le daba un vuelco de emoción. Por supuesto, se hizo hincha de Boca. Casi todas las cosas que encaró en su vida fueron porque había algún amor cerca. El límite fue haber participado de reuniones de la Ucedé esperando cruzarse a uno al que nunca encontró. Pero bueno, ella era así: puro corazón. Durante la temporada los clubes importantes de fútbol venían a Mar del Plata a jugar los torneos de verano y ese iba a ser el momento en el que conociera a su amor, ya lo tenía meloneado.
Se enteró que el plantel iba a parar en el Hotel Amsterdam, en el centro de la ciudad. Se vistió con esmero, se puso delineador turquesa en los ojos y se fue a la puerta del hotel. Estaba lleno de turistas aburridos, rojos como camarones por el sol, que se empujaban esperando el micro con los jugadores, cantando canciones de cancha. Ella se quedó un poco apartada, pensó que se estaba yendo al carajo, pero no podía volver atrás, quería verlo. Se abrió la puerta del colectivo de larga distancia y un montón de tipos en conjuntos deportivos de siré fueron bajando. El corazón le latía desbocado: ahí venía. Ay, que feo que era fuera de la cancha, pensó.
Era como los médicos: los ves con el guardapolvo y son una cosa, vestidos de calle parecen otros. Rinaldi tenía un jean de tiro alto como se usaban en la época; el pelo corte taza tirando para un costado, una camisa con un estampado multicolor abierta hasta el cuarto botón, dejando ver varios collares, cadenas de metal y uno de mostacillas. Llevaba a la cintura una riñonera que terminó de desilusionarla; pero no se iba a entregar tan fácil. Cruzó a la estación de servicio de enfrente, se sentó y pidió un café. Sacó de la cartera un block y una birome y le escribió a La Chancha Rinaldi una frenética carta de amor de cinco carillas. Le contó como lo quería, lo que disfrutaba viéndolo jugar y cosas de su vida para que la fuera conociendo, entre ellas su número de teléfono. Armó un sobre con otra hoja y le puso “Sr Jorge Rinaldi, Club Boca Juniors”. Entró al hotel y se la dio al sorprendido conserje para que por favor se la diera al jugador.
De más está decir nunca la llamó: la carta tenía un estilo romántico que espantaba, más cerca de Rimbaud que de Guillermo Nimo; le hablaba de corazones latiendo al unísono y de pactos eternos que se prolongarían más allá de la muerte. La Chancha llegó a terminar la segunda hoja y le preguntó al conserje: “¿Estaba buena la piba?”. “Masomenos, poca cosa”, afirmó el maldito poniendo la boca de costado. “Entonces dejá, problemas ya tengo” y se fue con los muchachos al Casino, apestando a Pino Colbert, dejando la carta abandonada en el mostrador.
Ella esperó el llamado un par de días, pero en seguida se olvidó: a la vuelta había abierto un almacén y el flaco que atendía, podés creer, tenía el mismo collar de mostacillas pegado en la piel.
(*): En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected]
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