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Cultura 25 de diciembre de 2022

Branco Troiano: “En la novela hay un trabajo con un cuerpo que se deteriora”

De futbolista a escritor, el marplatense parece entrar en algún lugar reservado de la literatura con su reciente novela "El cielo de los monos". Una historia sobre un cuerpo que soporta una enfermedad degenerativa, una mente que transmuta en una locura difícil de encasillar. En entrevista con LA CAPITAL, cuenta cómo fue llevar a cabo su primer libro.

 

Por Dante Galdona

“No me resulta placentero escribir”, dice Branco Troiano y enciende una contradicción entre la lectura de su novela y su producción. Nadie que lea “El cielo de los monos” (Cordero Editor) puede decir con seguridad que no disfrutó su lectura. Desde ya que no es lo mismo leer que escribir, pero quien goza de un libro mantiene la ingenuidad de que su autor sintió algo parecido, o quizás mejor.

Branco Troiano amanece a la literatura, pero lo hace como si fuera un escritor consagrado, con un acervo de lecturas enorme y una capacidad infinita para descubrir las más grandes ideas de los más grandes pensadores. No es casual que “El cielo de los monos” sea una novela para leer como quien descubre a un talento. Como a los pibes del fútbol, como a los pibes de la pluma.

-¿Cómo llegaste a la idea de la novela?

-Trato de escaparle a la idea de la escritura como algo ligado a puntos de llegada, de partida, progresiones. Más bien lo que identifico es un cruce de obsesiones, un momento singular en que estas obsesiones tienen que empezar a ceder, o a transformarse en otra cosa. Una necesidad, algo que no se tolera más. Con esto no pretendo ningún lugar romántico ni mucho menos, pero al menos en mi caso no suele haber búsquedas concretas, zonas a las que llegar: hay necesidad y punto; un fulgor, algo que si no va al papel se agota (y me agota). En este caso fue el cuerpo, la sensación del cuerpo como índice de verdad, como la más precisa de las referencias, algo muy revisitado por quizás uno de los tipos que mejor pensó en Argentina, León Rozitchner. Hay, en la novela, un trabajo con el cuerpo, en este caso un cuerpo que se deteriora. Ese podría ser, si vamos a pensarlo en estos términos, al punto al cual llegué y en el cual hice base para escribir este texto, que luego devino novela. En principio eso, y después el cruce con las otras dos o tres obsesiones que me han marcado estos últimos tres, cuatro años. El fuego, por ejemplo. La maravilla que es el fuego. Y el tiempo: cómo pensarnos en el tiempo que nos toca, tan absurdamente vertiginoso, tan devorador; cómo habitarlo.

TROIANO 01 copia

-¿Cómo fue el proceso de escritura?

-Jodido, como siempre me sucede. No me es placentero escribir. Es algo que durante muchos años trabajé en terapia. Quise “solucionarlo” hasta que entendí que justamente no había nada por solucionar, que ese malestar era un índice con el cual tenía que ponerme a laburar. Jugar con él, ponerlo al servicio de alguna producción. Y, bueno, defectuosa, renga seguramente, pero acá está la producción, la novela. Ahora bien, trabajo sí, tuvo mucho, casi tres años. Y mucho laburo de edición, sobre todo con Pedro Yagüe, otro de los autores de la editorial. Pedro, como todo buen escritor, es un gran lector. Y ayudó mucho a que este texto sea algo un poco más digno de lo que era. Así que sí, laburo tuvo mucho. Y como te decía antes, no creo que haya algo que viene, una llegada, ni de golpe ni paulatino. Quizás se pueda presentar de esa manera pero es algo ilusorio. Prefiero pensar que se trató de algún bullicio que siempre estuvo ahí y que necesitaba de un movimiento para tomar forma, para develarse. Me gusta pensar ciertos procesos así, me divierte y por momentos me salva.

-La relación de los monos con los humanos, ¿qué es lo que nos interpela y nos atrae de los monos? ¿hay alguna metáfora ahí? ¿Somos lo mismo, evolucionamos, involucionamos?

-No sé si hay metáfora. O sí, la hay, pero no sé si viene al caso mencionarla, no se me ocurre una manera piola de traerla al diálogo. Aparte me parece que podría obturar algunas líneas de lectura y eso sí que no me gustaría. A partir de ahora el texto ya no es más mío, eso es lo que más me estimula de publicar: ver qué sentidos se desprenden. En relación a lo otro, no lo sé. Sí que hay un juego en torno a la idea de evolución en la novela, eso sí. Me cuesta entender a la historia como una cadena de continuidades lógicas, ni hablar como una cadena de progresos. No hay evolución ni involución, hay devenires caóticos que, cada tanto y en el mejor de los casos, sientan las bases para que uno o más puntos entren en contacto y generen algo. Desde una revolución hasta un amor (si es que estas dos cosas no son prácticamente lo mismo). Lo que sí me interesaba del elemento de los monos era la vuelta a lo primitivo, al contacto, a la proximidad. Intenté que funcione en ese plano. En ese sentido me marcaron mucho las lecturas de los ensayos de Edgardo Scott, alguien a quien quiero y admiro, y quien tuvo la gentileza enorme de escribir la contratapa. Eso y varias cosas de Spinoza. No puedo pensar esta novela al margen de esas lecturas.

-Los vínculos del personaje llegan a un lugar de la locura difícil de digerir…

-Lo que me interesa de la locura reside en la potencia emancipatoria que guarda. Su drama (porque es un drama, no quiero romantizar tonterías), no quita que haya un velo que se corre, un movimiento que nos permite ver, quizás, alguno de esos bullicios latentes que nos van haciendo. Son verdades. Hay verdad en la locura. Es dramático pero, como tantos procesos dramáticos, es a la vez revelador.

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-¿Cómo llegaste a la literatura, cómo y cuándo se te desertó?

-De chico, una profesora, una muy buena profesora que tuve, Evangelina Aguilera, poeta también, me hinchaba con que tenía que escribir. Había algo que ella identificaba, quizás, no lo sé bien. Tiempo después de terminar el colegio arranqué un taller de poesía con ella y a partir de ahí, cagué, me hice de algo que ahora es imposible zafar. Todo, de repente, tiene potencial narrativo; o lo que es peor, todo carga una narrativa que, cuanto más oculta, más me atrae. Se despertó algo que ahora se me hace difícil disuadir.

-Hay muchos escritores que escribieron sobre fútbol, pero no tantos futbolistas escritores. ¿Cómo llega un futbolista a escribir?

-Me da pudor pensarme como futbolista porque, si bien jugué toda mi vida, los pocos logros que tuve pasaron mucho más por la destreza de mis compañeros que por la mía. Me mantuve, eso sí, fui persistente. Y llegué a vivir experiencias lindas. Cómo llega a escribir alguien que juega a la pelota es un tema que me interesa pero menos como fenómeno singular que como algo feliz: el cruce entre dos sellos muy importantes en nuestra cultura. Somos el pueblo más futbolero del mundo y tenemos a Borges, a Walsh, a Fogwill, a Arlt, a Piglia, a Saer. Las gambetas de Diego fueron milagrosas, iguales de milagrosas que los cuentos de Borges. Los controles que Messi está teniendo en este mundial son iguales de milagrosos que “Cicatrices” y “El limonero real”. Hay milagro porque hay algo que escapa lo aprehensible; y lo sensible, por qué no. ¿Cómo no vamos a forjar cruces con toda esta pasta? Y después, claro, algo más interesante aún: el laburo de este cruce pero en sus aristas marginales; jugadores marginales, experiencias marginales, textos marginales. El canon que, fortuitamente, no fue. Alguien que ha trabajado en esta línea es Agustín J. Valle, y también mi querido amigo Santiago Studer. Pensar al fútbol en otro plano del habitual: proponer las presencias de agujeros negros, de geometrías borgeanas, de guiños ajedrecísticos. Poner a jugar al fútbol en otras canchas y celebrar ese cruce es una de las cosas más satisfactorias que me ha pasado este último tiempo. Por eso, también, disfruto tanto de ser técnico de fútbol en categorías inferiores de mi club, Deportivo Norte. Porque qué mejor que la primera adolescencia, esa zona en donde la magia aún existe, aún resiste, y el fútbol. Y el cariño a un lugar, a un grupo. Me parece una maravilla y una gran zona de combate, también. De combate político. No veo muchas diferencias entre gambetear a un rival y gambetear las mezquindades que nos quieren arrasar una vez pisada la adultez.

“Todo, de repente, tiene potencial narrativo; o lo que es peor, todo carga una narrativa que, cuanto más oculta, más me atrae”.

-¿Creés que existe algún prejuicio intelectual con eso?

-No lo sé. Probablemente siga habiendo algo de eso. Hay gente que se ha encargado de ir a problematizar eso. A ridiculizarlo. Kohan, por ejemplo. Me acuerdo de una discusión espectacular con Sebreli. En fin, si todavía hay rancios que tienen esos prejuicios, no me interesan, deben ser personas muy aburridas, sobre todo muy aburridas.

-¿Qué otros géneros frecuentás desde la escritura y desde la lectura?

-Últimamente estoy leyendo mucho policial. Tuve un decimocuarto retorno a Piglia, y estoy encarando algunas lecturas que él recomendaba. Eso, y algo también de lo que dejó Carlos Busqued en una lista. Otro grande, Busqued. Y en otro plano, algunas voces actuales que me interesan por las preguntas que me surgen al leerlos; casos como el de Diego Sztulwark, a quien además aprecio, o Pablo Seman, Alexandra Kohan, Diego Valeriano, Martín Rodríguez, Bifo Berardi, entre otros.

-La literatura marplatense parece estar en su mejor momento ¿Hay un boom de escritores marplatenses? ¿A qué creés que se debe?

-Leí cosas muy buenas en este último tiempo, de autores y autoras locales. Pero no tanto cosas publicadas, sino textos que me han llegado medio de casualidad. De lo que se publica, sí, hay cosas muy interesantes. No me voy a poner a nombrar ahora porque seguramente me olvidaré de alguno que aprecio, pero pienso en Fabián Iriarte y su poesía. Ahí hay algo, en esa persistencia, tan lúcida y descontracturada, está claro que hay algo interesante. O en los textos de Nicolás Clonazepan (como él elige llamarse), finalista este año de un premio nacional importante. O en la poesía de un gran amigo, Emilio Teno, también. Celebro que esté sucediendo. Para esto me parecen cruciales dos fenómenos: la movida impresionante que llevan adelante los chicos de El gran pez, con su librería, y ahora su feria, y todo lo que hacen, por un lado; y el taller de narrativa de Emilio (Teno) y Mariano Taborda, por otro. Me parece que en estos dos fenómenos se explica, un poco, este boom que mencionás. Y es algo feliz, claro. Siempre que haya gente que se quiera juntar a compartir lecturas vamos a tener un motivo para festejar. Reniego de algunos espacios, pero no deja de ser algo lindo.

“No veo muchas diferencias entre gambetear a un rival y gambetear las mezquindades que nos quieren arrasar una vez pisada la adultez”.


-¿Tenés algún autor fetiche? ¿Cuáles son tus preferidos?

-Fogwill, quizás, sea un fetiche. No de mercancía, claro. Me parece que en él hay algo inagotable, y es una tendencia infernal a la desestabilización: del texto, de uno como lector, de los sentidos que se van desprendiendo. Todo parece estar en jaque, y todo el tiempo. Yendo a algo más contemporáneo, no sé si tengo autores preferidos, pero este último tiempo me encontré con textos espectaculares: “Matate, amor”, de Ariana Harwicz, es el primero que se me viene a la mente; “La comemadre”, de Larraquy; “Facsímil”, del chileno Zambra; “Magnetizado”, de Busqued; “El espectáculo del tiempo”, de Becerra. Así, varios más.

-¿Qué libros no podés dejar de releer y por qué?

-El segundo tomo de los diarios de Piglia, los diarios de Gombrowicz y algunos pasajes de “2666” de Bolaño. Hace años que no puedo dejar de volver a ellos. Me parece que de alguna manera justifican mi pelotudez. Me siento, no sé si menos estúpido, pero al menos algo más amparado. Sobre todo con Gombrowicz. Tampoco puedo dejar de volver, ahora que pienso, a los tuits de Busqued (otro de los grandes diarios de nuestra narrativa).

-¿Hay segunda parte de esta novela?

-No. Ya estoy escribiendo otra cosa. Pero de esta novela no. O eso espero.



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