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Cultura 5 de septiembre de 2016

Borges poeta: el enamorado de la música de las palabras

La riqueza que contiene el trayecto en el que Borges se dedicó a escribir poesía, según el especialista Rafael Felipe Oteriño, quien integra la Academia Argentina de Letras.

Por Rafael Felipe Oteriño

Los poetas que mueren jóvenes son los que suscitan mayor atención de los lectores. En mi ciudad natal, La Plata, todavía se hace un respetuoso silencio cuando se habla de Francisco López Merino, quien se cubrió “por deliberada mano de muerte”, según escribió Borges.

Una frase del dramaturgo ateniense Menandro lo consigna de manera elegante: “Los amados de los dioses mueren jóvenes”. No es el caso de Borges. Nuestro principal poeta vivió una larga vida y en ella varias y fecundas vidas literarias: de poeta, ensayista, cuentista, conferencista, viajero (hay una fotografía que lo muestra con María Kodama dando un paseo en globo por los valles de California).

Y aunque se lo vea como el poeta ciego, de andar inseguro y voz monocorde, que decía sentirse más orgulloso de los libros que había leído que de los que había escrito, es reconocido en forma unánime como el gran escritor del siglo XX.

Comenzó como poeta (Fervor de Buenos Aires, 1923; Luna de enfrente, 1925; Cuaderno San Martín, 1929) y murió como poeta (Los conjurados, 1985), dejando una ancha avenida de ensayos y de cuentos ejemplares, y ediciones y reediciones de sus libros de poesía corregidos con suerte variada.

Siempre recordó que la poesía se le reveló al oír (no dijo al “escuchar”, pues la comprensión no era, para su fe literaria, lo relevante) dos lecturas en la casa familiar: “El misionero” de Almafuerte, recitado por Evaristo Carriego, y la “Oda a un ruiseñor”, de Keats, leída por su padre. En ambos casos dijo haberse dejado poseer por el influjo de una música portadora de conceptos que no llegaba a descifrar, pero que le hizo saber que el lenguaje era algo más que una manera de comunicarse: “era una música y una pasión”.

Nació en Buenos Aires, en 1899, en casa de su abuela materna, calle Tucumán entre Esmeralda y Suipacha. Cuando tuvo dos años, sus padres se mudaron a Palermo, calle Serrano (en la manzana de “Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga”, apunta en “La fundación mítica de Buenos Aires”).

En 1914, poco antes de la guerra, viajó con su familia a Europa (París, norte de Italia, Ginebra; en esta última hizo el bachillerato); en 1919 se trasladaron a España (Barcelona, Palma de Mallorca –en la que residieron 10 meses-, Sevilla, Madrid), donde tomó contacto con Rafael Cansinos-Asséns, integrándose al movimiento literario de la revista “Ultra”.

Con el regreso a Buenos Aires, en 1921, redescubrió la ciudad, formando parte de los fundadores de la revista mural “Prisma”. En 1922 fundó la revista “Proa” y a partir de 1924 comenzó a colaborar en la revista quincenal “Martín Fierro”.

Por influjo de la época y por la primacía en sus versos de la imagen sobre la música, sus comienzos fueron vanguardistas y barrocos (aunque no tardó en lamentarse del “error ultraísta” de su juventud). Luego de aquellos tres primeros libros, su obra poética es clásica, llana y confidente, por la preferencia de la música sobre la imagen y su abierto rechazo de la desmesura verbal.

En rigor, la poesía de sus comienzos fue vanguardista solo en su modalidad expresiva, ya que en sus versos prima la adaptación al país, el redescubrimiento de la llanura y de las casas bajas del barrio y, de su mano, la entonación rioplatense, austera y contenida, en un movimiento nada herético (“quise ser argentino, olvidando que ya lo era”, confesó años después).

Luego vino un largo período en el que se lo leerá como narrador (Discusión, 1932; Historia universal de la infamia, 1935; Historia de la eternidad, 1936; El Aleph, 1949; Otras inquisiciones, 1952), y colaborador de la revista “Sur” en la que da a conocer sus ensayos, reseñas de libros y de filmes.

Treinta años después, en 1960, regresa a la poesía con El hacedor, libro en el que deja atrás el criollismo y la metáfora sorprendente. La ceguera le ha ido en aumento y en ese libro de miscelánea, alterna en su poesía el verso medido con el versículo libre y enumerativo de aire whitmaniano.

La breve ficción de la dedicatoria a Leopoldo Lugones constituye toda una toma de posición, pues en ella -como en un sueño- Borges dice que se encamina a la Biblioteca (de la que en ese momento era director) y le hace entrega del libro a Lugones, como una ofrenda: “Ud. no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío”, señala. “Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz…”

Con ese encuentro imaginario, Borges asume su condición de poeta nacional, ocupando el vacío dejado por el autor del “Salmo pluvial”.

En El hacedor hay dos textos en los que define su teoría poética -“Parábola del Palacio” y “El otro tigre”- en los que enseña que la poesía crea una realidad verbal por encima de la real. Sus reflexiones sobre las modalidades del acto creador –por un lado, la idea clásica de la poesía como un don cedido por la Musa, cuyos orígenes se remontan hasta Platón, en la que el poeta vendría a ser un amanuense, y por otro, la concepción de la poesía como fruto del trabajo deliberado, elaborada por Edgar Allan Poe en La Filosofía de la composición, dejan ver que Borges opta por ambas modalidades: la Musa (o el sueño como categoría estética) y el trabajo consciente (de la mano de la razón y la experiencia).

Borges dirá que dichas articulaciones permiten efectuar una contención del Yo y de los sentimientos (aunque lo cierto es que condesciende a estos últimos en poemas tardíos como “Remordimiento”: “He cometido el peor de los pecados/ que un hombre puede cometer: no he sido/ feliz…”).

Sus temas poéticos son: los laberintos, los espejos, los tigres, Buenos Aires, el tiempo y el espacio, la biblioteca y los libros, los cuchilleros, la amistad, el honor, los sueños, la inmortalidad, la memoria, el coraje, la ética, los mitos. También los límites humanos frente a lo inconmensurable del universo.

En dos poemas titulados “Límites” explaya esta idea. En el primero, también incluido en El hacedor, escrito en versos libres, enumera hechos y situaciones que no tendrán retorno: una línea de Verlaine que no volverá a recordar, una calle que está vedada a sus pasos, un espejo que lo ha visto por última vez, una puerta que se ha cerrado hasta el fin del mundo, los libros de su biblioteca que ya nunca abrirá. En el segundo, publicado en El otro, el mismo (1964), desarrolla la misma idea en versos medidos y rimados: “De estas calles que ahondan el poniente,/ una habrá (no sé cual) que he recorrido/ ya por última vez, indiferente/ y sin adivinarlo…”.

¿Cuál sería el canon de nuestras letras sin Borges? Digamos, con Beatriz Sarlo, que es imposible pensar la literatura argentina sin Borges. Antes de él, El matadero de Echeverría, El Facundo de Sarmiento y El Martín Fierro de Hernández serían los libros señeros del siglo XIX. Pero ya en el siglo XX -de no mediar Borges-, habría que mencionar el vanguardismo de Oliverio Girondo, el naturalismo vernáculo de Juan L.Ortiz, la crónica urbana de Roberto Arlt y la imaginación joyceana de Marechal, con alguna insistencia en el color local tan presente en estas tierras.

Cortázar es más difícil de encuadrar, ya que compite con la narrativa fantástica de Borges y la imaginación tantálica de Marechal. Pero es otro grande. Y en lo que a poesía se refiere, Molinari y Banchs, luminosos e intimistas, carecen de voz propia fuera de las fuentes de la tradición poética española.

¿Qué representa Borges en la Argentina? Una estatura intelectual, ética y estética que nos fue dada. Algo así como un faro antropológico (la expresión es del poeta ruso Joseph Brodsky). Así como Grecia tiene a Homero, Italia a Dante, Inglaterra a Shakespeare, España a Cervantes, Francia a Montaigne, la Argentina lo tiene a Borges. No para compararnos y concluir decepcionados, sino para exigirnos y crear, lejos de todo pintoresquismo, una literatura que, expresando nuestras marcas, tenga la condición de atravesar fronteras.

Borges es universal (como Amancio Williams y Pelli en la arquitectura, como Ginastera en la música, como Favaloro en la medicina, como Berni en pintura) y hoy es fuente de inspiración para los escritores del mundo que no se privan de señalar su originalidad. Como señala Santiago Kovadloff, “Borges nos ocurrió”. Acaso sea nuestro deber merecerlo.