Borges en Mar del Plata: “Me pidió que le dijera el momento en que nos toparíamos con el mar”
El poeta Rafael Felipe Oteriño recuerda los pasos de Borges por esta ciudad, cuando se está por cumplir un nuevo aniversario de su nacimiento, acaecido un 24 de agosto de 1899.
Oteriño, María Esther Vázquez junto a Borges. Crédito: Pupeto Mastropascua.
Por Rafael Felipe Oteriño
¿Qué expresa la palabra Borges? Una primera aproximación nos dice que es un apellido de remoto origen portugués, que se extendió por Cataluña y por diversas regiones españolas, desde donde llegó a América. Pero, en nuestro país, el nombre Borges representa una estatura intelectual que ocupa casi todo el siglo XX. Así como en el siglo XIX tuvimos como modelos culturales a Sarmiento con el Facundo, y a Mitre con las Historias de Belgrano y de San Martín, que establecieron los paradigmas de una Nación en formación, y luego, en las primeras décadas del siglo XX, a Lugones sumando a esos arquetipos la figura del Martín Fierro de José Hernández (que en su tiempo había sido acotada al pintoresquismo de la gauchesca), hoy ese modelo cultural está representado por Borges, que es nuestra figura literaria de mayor relieve.
Algo así como un faro antropológico (la expresión es del poeta ruso Joseph Brodsky). De su lado está la inteligencia, el humor, la curiosidad, la imaginación, el mito del arrabal, la lectura y los libros, el heroísmo y el honor, el infinito, la memoria, la ética. Y del otro está la mentira, la incultura, la picardía, el falso hedonismo, la cerrazón mental, la igualación por lo bajo. De su lado está el espíritu universal que este país supo concebir con figuras como Saavedra Lamas, Fangio, Houssay, Amancio Williams, Favaloro, Vilas, Argerich, Berni, Messi. En el Poema conjetural está planteada –como una fatalidad- aquella dicotomía, aún hoy, desdichadamente, vigente: “Yo que anhelé ser otro, ser un hombre/ de sentencias, de libros, de dictámenes…”
Borges vino infinidad de veces a Mar del Plata. Hay fotos de él, a sus treinta años, paseando por la vieja rambla francesa en compañía de Victoria Ocampo y de Adolfo Bioy Casares. Tiempo después lo vemos retratado en los jardines de “Villa Victoria” y “Villa Silvina”, como huésped de aquéllos (hay, inclusive, una fotografía que lo muestra en traje de baño bajo una carpa de la playa de Punta Mogotes, sonriente y extrañado). También lo tenemos dando conferencias y concediendo entrevistas en el Ateneo del Centro Médico local, y exponiendo sobre sus perplejidades de escritor en el Teatro Auditorium, en diálogo con María Esther Vázquez, su amiga y biógrafa de todos ellos.
Las primeras veces vino en tren y lo he escuchado recordar la emoción que invariablemente sentía, ya en las proximidades de Mar del Plata, al divisar por la ventanilla, hacia el oeste, recortada en el resplandor del amanecer, la mancha azul de las sierras de Balcarce. En la década del ’60, invitado por el rector García Santillán, vino más de una vez a la entonces Facultad de Letras de la Universidad Católica “Stella Maris” a dar clase de literatura (sobre autores, preferentemente), en las aulas de la loma de Santa Cecilia.
Lo conocí en la calle Florida, cuando yo era muy joven. Lo interpelé: “-Borges: soy un poeta platense, le dije”. Y él, condescendiente y no sin una chispa de humor me contestó: “-Ah, yo también soy poeta”. Años después lo he llevado en automóvil al aeropuerto de Camet, y fue entonces cuando me pidió que le dijera el momento en que nos toparíamos con el mar (sabemos que estaba ciego), porque quería “sentir el impacto de su presencia”. Y ya frente al mar, animado, se puso a susurrar milongas de cuando el tango aún no se había desprendido de la canción criolla y era una “musiquita de arrabal”.
No tenía miedo de volar ni aprensión a los aviones. En todo caso, la expectativa de que algo pudiera suceder durante el trayecto y de que se viera involucrado en la aventura. Así lo testimonia la fotografía que lo muestra acompañado por María Kodama en el momento de emprender –confiado- un paseo en globo sobre los viñedos de Napa Valley en California, tripulando una barquilla de madera y mimbre (“El globo –dictará en el libro alusivo- nos depara la convicción del vuelo, la agitación del viento amistoso, la cercanía de los pájaros (…) una felicidad casi física”).
Para comer era muy frugal. Recuerdo una cena, algo elaborada, en la que se lo quiso agasajar, y en cuyo reemplazo pidió, sin alternativa: “arroz blanco y un vaso grande de agua de la canilla”. De ahí en más fue muy fácil complacerlo, pues supimos -también de sus labios- que, para otras ocasiones, el arroz podía ser sustituido por “ñoquis con manteca”. Alcohol sólo le vi tomar una o dos veces y fue minutos antes de comenzar una conferencia. “Para darme coraje”, acotó, y la copa requerida fue de jerez.
Cierta vez lo conduje hasta el escenario del Teatro Auditorium, desde donde habría de disertar, y cuando nos encontrábamos entre bambalinas me preguntó si había público en la sala. Corrí levemente el telón y le contesté que podría haber ochocientas personas. “Hablaré como si hubiera una sola” -me dijo- y avanzó resuelto hacia el escenario. Cuando concluyó la exposición, al bajar por la escalera privada que conduce al boulevard, con la excitación por la labor cumplida, fue recitando, escalón tras escalón, del uno al diez, los números en japonés.
Ese día, ante mi afirmación de que la metáfora podría ser el elemento invariable de la poesía, me comentó, con indulgencia: “Ay, yo siempre he creído que era la música”. Releyendo su ensayo “Vindicación de la cábala”, prioriza, en efecto, la música del verso, diciendo que el contenido es azaroso, a diferencia de lo que ocurre con la escritura del periodismo y aun con la novela que, a diferencia de la poesía, nos enfrenta a una realidad que se interpone entre el lector y las palabras.
Lo vi por última vez en la presentación de Los Conjurados, en el “Plaza Hotel” de Buenos Aires. Corría el año 1985 –él habría de morir al año siguiente-, y en la primera página del libro reitera que la cadencia, esto es, la música del poema, y el ambiente de la palabra, suelen pesar más que su sentido. Hay en ese libro dos líneas que son dos glorias de la palabra para discernir el difícil estar en el mundo: “No hay otros paraísos que los paraísos perdidos” (“Posesión del ayer”) y “Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo” (“Cnossos”).
Como escribió Santiago Kovadloff, “Borges nos ocurrió”. “Fuimos contemporáneos de él, como otros lo fueron de Sófocles y de Dante, de Shakespeare y de Pascal, de Camoes y de Goethe”. Retomando la explicación borgeana de la “Oda a un ruiseñor” de Keats, de que todos nacemos platónicos o aristotélicos, opta por definir a Borges con arreglo a la idea aristotélica de la excepcionalidad. “Sólo los hombres como Borges son verdaderamente mortales, porque solo muere lo excepcional” (recordemos que Keats había escuchado cantar un ruiseñor en su jardín de Hampstead, en las afueras de Londres, y contrastó su propia mortalidad con el canto imperecedero del pájaro).
Una maravillosa conjunción de libros, bibliotecas, batallas patrias perdidas y ganadas, metrópolis, desiertos, exilios y desencuentros, Rosas y Sarmiento, Descartes y Schopenahuer, Evaristo Carriego y Almafuerte, el idioma inglés y el español, el sajón antiguo y el alemán, las sagas escandinavas, Londres y Buenos Aires, el porteño Palermo de casas bajas y el mar, “el siempre mar”; todo eso debió alinearse y suceder para que un 24 de agosto de 1899 naciera en Buenos Aires, en casa de su abuela materna, este escritor universal a quien hoy, con reverencia y gratitud, evocamos.
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