“Auschwitz: última parada”, un antídoto contra el olvido
El campo de concentración de Auschwitz.
por Pilar Martín
Cuando el 27 de enero de 1945 las tropas soviéticas liberaron Auschwitz, el preso Eddy de Wind encontró en los edificios de la SS un cuaderno en blanco en el que decidió escribir “Auschwitz: última parada”, una historia, la suya, de salvación gracias al amor, la solidaridad y un “99 % de suerte”.
Y ese cuaderno, uno de los muchos que usaban los nazis para apuntar los nombres de los que iban a ser gaseados, se convirtió en manos de este médico holandés en este libro de extraña belleza, porque si bien nos tatúa en la retina el horror vivido durante dos años en la mayor máquina de matar jamás existente, también es un canto a esos valores que aniquilan la maldad.
“Mi padre forma parte del 1 % de los afortunados que sobrevivieron. Le pregunté qué habilidades tuvo para sobrevivir y me dijo que en Auschwitz nadie tenía como propósito sobrevivir“, recuerda el hijo de Eddy, Melcher, el encargado de poner en el mercado editorial este libro que será publicado por Espasa.
Una novela demasiado real que anteriormente fue publicada sin éxito, ya que las dos editoriales que se atrevieron a llevarlas a las librerías -De Republiek der Letteren (1946) y Van Gennep (1980)- se arruinaron.
Dos infortunios en la vida de este documento que vuelve a la vida con fuerza, ya que debido a la celebración del 75 aniversario de la liberación de Auschwitz la apuesta en grande: sale a la venta en 20 países.
A pesar de que el tiempo en este lugar de Polonia parece haberse parado y el aire, aunque limpio, a veces se vuelve irrespirable, para Melcher este suelo que pisa -en concreto el que separa el pabellón 9 del 10- es algo más que para el resto de visitantes: “Este trozo de hierba es el lugar donde mi padre mantuvo la esperanza, los que tenían miedo y se rindieron acabaron en las cámaras”, lamenta.
Dos barracones donde lucharon contra lo que parecía una muerte segura, cada uno como supo y pudo, su padre y la que fue su esposa, Friedel, una joven enfermera que logró escapar de los experimentos del mismísimo Josef Mengele.
Una mujer que en las páginas de este libro se muestra débil y fuerte a la vez y de la que se separó el médico holandés doce años después de Auschwitz, puesto que el sufrimiento que ambos compartían consiguió romper ese amor con poderes tan de superhéroes que los mantuvo con vida desde septiembre de 1943 a enero de 1945 en este punto frío y asfixiante.
Una fecha que nunca dejará de ser importante de recordar porque este campo de concentración es el símbolo del Holocausto, el lugar donde el corazón explota debido al silencio ensordecedor que reina en el ambiente pese a que en la mente se empeñen en retumbar esas marchas militares que continuamente sonaban como método, uno de los centenares, que los nazis usaban para torturar a los presos.
Una historia de vida
En esta “máquina de matar definitiva” el testimonio de Eddy se convierte en uno de los más importantes, porque, si bien la literatura nos ha regalado relatos como el de Primo Levi, “Así fue Auschwitz. Testimonios 1945-1986” o Viktor Frankl, “El hombre en busca de sentido”, éste cuenta con la peculiaridad de no estar narrado con la distancia que marca el tiempo.
Porque aunque fue escrito con el campo ya liberado por el ejército ruso, Eddy lo escribió en las “tripas del campo”, en el borde de su camastro durante las noches porque en esos dos meses posteriores a la liberación se ocupó de “salvar” a los que quedaron allí tras la huida del ejercito nazi.
Salvar, porque “curar” era imposible a su parecer y por eso su mantra diario en el campo y tras salir de él fue: “Tengo que seguir vivo para contarlo”.
Contarlo y llevarlo por todo el mundo porque este libro, una de las piezas fundamentales de la exposición “Auschwitz” (en la actualidad en Nueva York tras pasar por Madrid) es un testimonio del horror.
Una pesadilla real que asustó al mismísimo ejército soviético, que cuando entró en el campo Auschwitz-Birkenau, el complejo más grande de todos los que construyeron los nazis, se encontró no sólo la muerte, sino también las pruebas del sufrimiento y las torturas previas a ella.
Amor y solidaridad, las verdaderas armas
Aunque el mayor centro de exterminio masivo de judíos fue creado en 1940, Eddy y Friedel llegaron allí tres años después procedentes de Westerbork, un campo de tránsito e internamiento alemán ubicado en Hooghalen (Países Bajos) que estaba controlado por el Tercer Reich con el objetivo de concentrar a la población gitana y judía durante la Segunda Guerra Mundial.
Allí, Eddy trabajaba como médico en el hospital junto a Friedel, que era enfermera. Pero un 14 de septiembre de 1943 fueron incluidos en un convoy con destino a Auschwitz. Y fue al llegar cuando, según relata en este libro, se separaron con la esperanza, convertida en certeza, de que se volverían a reunir.
Porque si algo es este libro es un testimonio de “la historia de la Humanidad, de cómo sobrevivir en circunstancias difíciles, de cómo el amor y la solidaridad ayudaron”, en palabras de Melcher, hijo de un segundo matrimonio de Eddy y, por qué no, una víctima más de esta crueldad que cuesta explicar y ante la que solo hay una pregunta: ¿Por qué lo hicieron?.
“Mi madre decía que Auschwitz siempre estaba sentada en la mesa de la cocina”, rememora al tiempo que reconoce que su padre logró ser feliz, a “su manera”, hasta su muerte a los 71 años, en 1987 y después de desarrollar una carrera reconocida como psiquiatra y psicoanalista.
Y se entiende esa puntualización porque en este relato en el que Eddy se esconde tras el nombre de Hans -“para él era demasiado duro escribirla en primera persona”, según Melcher- las cifras de los muertos casi se quedan en segundo lugar cuando lees párrafos en lo que las nauseas aparecen sin llamarlas.
“Les aseguro -relata uno de los presos que Eddy se encontró tras la liberación del campo- que he visto con mis propios ojos cómo un hombre que trabajaba cerca de esa hoguera (los crematorios) descendía al canal y sumergía su pan en la grasa humana derretida, que seguía fluyendo hacia abajo. Hace falta tener hambre“.
Auschwitz, una herida por cerrar
Entre cuatro y seis millones de personas fueron exterminados por los nazis en el campo de concentración polaco de Auschwitz, según lo certificaron los documentos de archivo revelados por el Servicio Federal de Seguridad de Rusia (FSB, antigua KGB de la URSS).
Una cifra muy abierta porque en su huida los fascistas lograron destruir gran parte de la documentación en la que estaban anotados los nombres y apellidos de los gaseados con Zyklon-B, el gas utilizado en las cámaras de exterminio.
Pero se ha logrado saber que desde la creación de este campo cada día llegaron una media de diez convoyes ferroviarios con presos de los países ocupados por los nazis. Trenes con 40 o 50 vagones que transportaban entre 50 y 100 de judíos, polacos, gitanos, prisioneros de guerra soviéticos o de otras nacionalidades.
De ellas, el 70 % de los que llegaban a estos andenes de la muerte eran exterminados inmediatamente -niños, ancianos o personas enfermas- y solo seguían respirando los fuertes para trabajar en las fábricas militares nazis o para ser utilizados en los macabros experimentos.
Más del 50 % de ellos murió de hambre, por exceso de trabajo, por el enloquecedor terror, en ejecuciones y también como efecto de las mortales condiciones de existencia, torturas o criminales experimentos médicos.
Desde 1940 y hasta enero de 1945 en este campo funcionaron cinco crematorios con una capacidad de incineración de unos 270.000 cadáveres al mes, según la FSB.
EFE