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Cultura 7 de noviembre de 2016

Arte y horror, conceptos universales

Por Pablo González Aguilar

Reflexiones a la hora de escenificar el Stabat Mater de Pergolesi en Arte por la Identidad, que se presentará el viernes 11 de noviembre a las 21 en el Auditorium.

El memorial de Berlín

Hace unos meses tuve la suerte de conocer Berlín.
En esos días visité el memorial de los judíos asesinados en Europa (Denkmal für die ermordeten Jüden Europas) un conjunto impresionante de bloques de cemento, de altura mínima, imperceptible en la periferia, que iban creciendo hacia el centro del terreno, generando una pendiente de progresiva profundidad -y encierro- en quien caminara por las estrechísimas callecitas que dichos bloques delimitaban. En el corazón de ese espacio, la altura de esos prismas producía una sensación de opresión difícil de explicar con palabras.

De hecho, de eso se trataba este monumento a la memoria. Luego de permanecer allí por unos cuantos minutos, la sensación fue de a poco reemplazada por un cierto fastidio que llegó por momentos a la indignación. Alemania -y Europa- lucía con orgullo pontifical, un monumento al “nunca más”, mientras decidía con crueldad, fríamente, la muerte de centenas de miles de refugiados de medio oriente, cerrando fronteras y creando cupos. Me sentí atrapado en una perfecta coartada. Diría Europa: “Con este monumento, que pesa toneladas, pagamos la deuda que nos liga con un pasado monstruoso y de paso adelantamos el pago por los crímenes de hoy y por los que hemos de cometer en el futuro”.

De ningún modo negaba la buena intención de muchos en su empeño de hacer concreto un sentimiento genuino de compasión y conmisceración, de empatizar con el sentimiento de persecución, con el “no encajar”. Entendía por supuesto, que la memoria necesitara de anclajes en el espacio. Pero al mismo tiempo pude sentir cómo esas toneladas de hormigón aplastaban lo más valioso del recuerdo. Me enojaba el orgullo de la exhibición. Me preguntaba una y otra vez, cuáles habían sido las verdaderas razones de la génesis y construcción de esa obra.

En eso andaba, cuando unos chicos a los gritos cruzaron corriendo, jugando a las escondidas. Corrían por esas grietas sin el más mínimo respeto, en plena diversión. Excelente antídoto, pensé, contra la solemnidad, contra la vacuidad, contra muerte bastardeada.

El veredicto de Adorno

En relación con este uso, digamos, sospechoso del arte, surge una pregunta que es consecuencia de la famosa frase de Theodor Adorno: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”.

No hay, no debe haber poesía, ni arte luego del infierno. Y el infierno ya ha sucedido. Eso nos viene a decir este veredicto. Se trata de un enjuiciamiento moral hacia el artista. Veo una clara advertencia en su frase: barbarie posiblemente quiera decir entre otras cosas, ignorancia, desprecio por lo sagrado del saber, por el ethos humanista. Denuncia la puerilidad de la alquimia: no intenten lograr belleza en este basural. La humanidad ya ha llegado al abismo monstruoso desde donde no se vuelve.

Pienso en la responsabilidad de la humanidad entera por la sencilla razón de que los genocidios -la Shoa, el nuestro y muchos otros- no sólo fueron posibles como consecuencia de quienes actuaron activamente en las acciones de exterminio, sino -y sobre todo- por el consentimiento, más o menos tácito de una gigantesca mayoría que no quiso enterarse de lo que ocurría, o lo que es peor, porque enterada, guiñaba asintiendo dichas acciones, siempre y cuando no se dieran demasiados e incómodos detalles.

Entiendo que eso sucedió en Alemania y también en la Argentina. Y probablemente suceda en cualquier impulso genocida en el que la omisión y la distracción de las mayorías, de los testigos, le permita tomar proporciones dantescas.

Razones para crear: luminosas y oscuras

Todo esto me sucedía mientras tenía en la cabeza la idea de escenificar el Stabat Mater de Pergolesi, como un homenaje a nuestras madres y abuelas de Plaza de Mayo. Desde hacía mucho tiempo se me había hecho evidente la fuerte similitud entre María, una madre aguantando frente a una cruz en donde moría su hijo, y la tozudez incondicional de las madres de la plaza, leprosas, e ilegales, aparentemente ajenas a cualquier cálculo de sensatez y de racionalidad.
(En ambos casos, la admiración y el reconocimiento popular vinieron después, y es posible que el sentimiento de culpa por no haberlas comprendido en su momento o aún peor, por haberlas violentado con la palabra o con la sordera, haya inducido en muchos cierta sobreactuación a posteriori).

Enfrentado con las sensaciones vividas en el memorial de Berlín, y mirando de frente a las palabras de Adorno, me pregunté si cabía buscar la poesía luego de éste, nuestro horror.
Sentí que había algo extremadamente delicado, que debía tratarse con muchísimo cuidado. Un amigo, un artista de veras, al mismo tiempo, insistía en la necesidad de crear en este -y todos los casos- con absoluta libertad. Y pensé que sólo valía la pena intentarlo, si las razones de la búsqueda creativa eran de algún modo luminosas.

Creamos, por diversos motivos, mezclados y a veces inseparables. Pero en nuestro interior suele haber sensaciones más o menos inequívocas, que nos espejan la luz (el deseo de encontrar lo bello, lo auténtico, lo verdaderamente original, de mostrarlo como quien muestra a sus hijos -maravillado- la luna naranja, rojiza, incandescente saliendo del mar), o que nos devuelven lo oscuro (el deseo del éxito, de la celebridad, entre otras tantas debilidades).

Curiosamente, ha habido muchísimas obras de arte genuinas a pesar de haber sido motorizadas por la ambición o por la simple necesidad de supervivencia. Y también ha habido otras muchas en las que las mejores intenciones, no garantizaron el nacimiento de la verdadera poesía. Pero en la conciencia del artista unas, las oscuras, duelen más que las otras.

Decidí ponerme a trabajar con el Stabat Mater, lleno de dudas, y sin saber del resultado. Pero cuidándome en la medida de mis posibilidades de las razones oscuras. Oyendo en cada momento el decir de Ledda Barreiro, una de las abuelas de Plaza de Mayo. Oyendo su relato del horror.

La búsqueda de lo bello a partir del horror: ¿profanación?

Pero volver a relatar el horror, en este caso, asociándolo a un canto desgarrador, conllevaba de algún modo, volver a vivir ese espanto, aunque más no fuera a través de su recreación. Hacerlo con el mandato de buscar la poesía en la simpatía entre el dolor de la música de Pergolesi, no podría terminar en un acto profanatorio, en un salvaje divertimento estético?

Hablé mucho de esto con Ledda. Y su respuesta fue tan inmediata como categórica: ellos, ellas, sus hijos y sus hijas no hubieran querido quedarse en la tristeza; ellos querrían por sobre todo la alegría de lo bello. Era necesario hacerlo, sobre todo por ellos.

Entre la negación y la melancolía

Y sin embargo había algo que seguía sin respuesta. Cómo cantar la esperanza de la resurrección sin negar el daño implacable de la máquina del terror de Estado, sin desmentir -y vuelvo sobre otra frase de Adorno- “¿Un grito de espanto ante algo peor que la muerte?”.

Nuevamente fue Ledda quien trajo la luz. Y lo resumió con estas palabras: “…porque todo ese horror no pudo arrebatar el amor y la dignidad”. Cantar entonces ese amor que se escapaba entre los dedos mortíferos de hierro, que se liberaba aún más cuanto más apretaban, cuanto más ahogaban. Cantar la dignidad, que se fortalecía en cada acto de violencia.

Cantar la luz de la esperanza de la resurrección en cada uno de los nietos que vuelven a nacer en su identidad genuina, su identidad de siempre, llevando a sus padres/hijos y madres/hijas en su mirada.

El cuerpo, la belleza, la memoria y la vida

No hubo, no hay cuerpo en nuestro horror. No hubo posibilidad de abrazarlo. Pero sus vidas fluyen en la vida de cada uno de nosotros. Y quizá ahí esté la poesía. Ahí esté la belleza.
Quizá por eso el cemento sea tan inútil a la hora de conservar la memoria.

El mejor memorial de una comunidad será el testimonio de sus acciones en el día a día, acciones que impidan que el horror se encarne y se desparrame. Entonces no habrá necesidad de monumentos.
La vida y la belleza posiblemente jueguen, como esos chicos, a las escondidas, junto con el amor y la dignidad de sus padres, de sus madres.
Ledda y las abuelas quieren jugar con ellos.