Aprendizaje reprobado
Por Marianela Balanesi
Nada nos iguala más como especie que cuatro sucesos vitales como son el nacimiento, el dolor, el amor y la muerte. Ningún ser humano escapa a experimentar estos sucesos, sea que los acepte o los rechace, los parchee o los evada.
Ocurren, llegan. Inexorablemente. Son inherentes a nuestra existencia. La pandemia vino a recordarlo, sobre todo y muy especialmente al dolor y la muerte. Con esto, puso en jaque todas nuestras estructuras. Nos recordó nuestra finitud y lo efímero de nuestra existencia. Vino a hacernos repensar nuestras formas de experimentar el dolor y la muerte. Frente a esta evidencia, tuvimos la oportunidad de reconocer nuestra vulnerabilidad compartida.
Parece que no estamos listos para semejante ejercicio de humildad.
Me tocó vacunarme hace algunos días. En la primera convocatoria, dejé pasar mi inscripción dado que -aun cuando soy enfermera-, consideré que era prioritario, en el contexto de la escasez de vacunas disponibles al comienzo, ceder mi lugar a favor del equipo de salud que se venía exponiendo día tras día desde que todo empezó.
La ambivalencia de emociones que por diferentes razones me provocó el “acto vacunatorio” se expresó en lágrimas que no he podido aún decodificar: ¿Serán de tristeza por quienes no lo lograron a tiempo? ¿De impotencia frente a la naturalización de la inequidad evidente? ¿De alegría porque al menos puedo ahora pensar que “si me toca” estoy parcialmente cubierta de contraer formas graves de la enfermedad? ¿De escepticismo porque me resisto a creer que la salida a todo este gran lío sea tan simple y excluyente como rendirse a la inoculación de la inmunidad activa mediada por las vacunas? (Dije excluyente porque las vacunas salvan vidas y no dudo de su eficacia como estrategia de salud pública. Solo me resisto al análisis tan superficial y lineal de una cuestión que, desde mi punto de vista, es mucho mas compleja y profunda).
Advertí al momento de vacunarme, cuanta información había circulado por mi cabeza desde que todo esto empezó. Cuantos pensamientos se habían ido acumulando, sin que yo supiera muy bien como rotularlos. Empleos que se perdieron. Despedidas precoces e inesperadas. Personas mayores privadas de la posibilidad de recibir el vital e irreemplazable afecto de sus seres queridos. Matrimonios que se quebraron frente a tanta dosis de realidad sin posibilidad de escape. Aquella consulta informal sobre un bebé prematuramente nacido, y fallecido al nacer, cuyos padres no pudieron siquiera despedirse porque estaban gravemente enferma su mamá y “aislado” su padre. Infinidad de duelos truncados. Muertes y mas muertes absurdas, cada una de ellas con nombre, apellido, biografía, y vínculos irreemplazables. Cada muerte es un abuelo, madre, hermano, tío, amigo, conocido, vecina, amiga, colega, hijo, ahijado e infinidad de roles más que nadie mas ha de reemplazar.
Sigo cuestionándome cual es la razón mas profunda (que trasciende la epidemiológica de grupos de riesgo o de trabajadores esenciales) que me coloca en la situación privilegiada (una vez aplicada la segunda dosis y transcurrido el tiempo de 14 días necesarios para generar inmunidad) por la cual yo sí y otros no.
No lo sé. Solo sé que algunas cuestiones se van aclarando con contundencia a esta altura de las circunstancias:
La inequitativa distribución de la carga de las consecuencias que esta pandemia viene generando: la pesada mochila que cargó y sigue cargando el equipo de salud (la magnitud de su impacto apenas se vislumbra, las consecuencias serán devastadoras en muchos casos).
Las ganancias que los laboratorios y las farmacéuticas no renunciaron a cobrar, sometiendo al mundo entero a su poder, dan cuenta de lo infinito de la ambición humana.
El agravamiento de la pobreza y el inequitativo impacto en los grupos mas vulnerables.
La mirada miope de quienes creen que nacer en un ambiente que les otorga posibilidades y oportunidades es mérito adquirido y merecido quien sabe en virtud de que prerrogativa divina o ancestral. La imposibilidad de mirar a quien no tuvo, no tiene y nunca tendrá esas posibilidades con un sesgo de “superioridad” basado en la creencia íntima de que efectivamente dicha condición existe (la superioridad, claro está…)
No entendimos nada.
Si realmente lo hubiésemos entendido, un hecho contundentemente cierto y tangible, como es el de que un 90 por ciento de la producción mundial de las vacunas se destinó a ser aplicadas a la población de los países con mayor poder adquisitivo, y el 10 por ciento restante, a todo el resto del mundo, nos generaría cierto espanto.
Si realmente lo hubiésemos entendido, quizas nos hubiésemos puesto a reflexionar acerca de nuestra insaciable sed de tener y pertenecer que domina al mundo, y que sigue favoreciendo a un grupo muy reducido y selecto (por selección exactamente opuesta a lo “natural”), y cuya creencia en el “sálvese quien pueda”, no parece estar siendo revisada ni aun frente a la contundencia con la cual este virus se impone: por mas protegido que estés, nadie estará verdaderamente a salvo hasta que todos lo estemos.
La intolerancia hacia las necesidades mas elementales de cualquier otro y la proyección colectiva e inconsciente de que con la vacunación podremos, finalmente, ser “salvados” para retomar nuestra egoísta vida individual siguen rigiendo nuestras decisiones. Seguimos sin advertir la infinita cantidad de filtros que condicionan nuestra percepción de la realidad y no advertimos que los filtros que condicionan la percepción del otro son tan validos y “reales” como los nuestros. El otro también soy yo. Como nos cuesta aprenderlo.
Como profesional de la salud debo decir, para que no se preste a equívocos: sigamos vacunando. Es una herramienta que, salida del dios de la sociedad contemporánea, la inefable ciencia, salvará muchas vidas.
No obstante, la humanidad como especie, necesita mas lecciones para seguir aprendiendo. En esta, lamentablemente y aunque era una excelente oportunidad, hemos reprobado todos.
(*) Abogada. Licenciada en Enfermería. Docente de la ESM de la UNMdP.
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