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Opinión 1 de enero de 2017

Año nuevo… ¿vida nueva?

Por Alberto Farías Gramegna [email protected]

“Es estúpido esperar resultados diferentes haciendo siempre lo mismo” – Albert Einstein

Borrón y cuenta nueva. Balance de aciertos y fracasos. Año nuevo, vida nueva. Cambios, proyectos. Brindis y fuegos de artificio. En fin, mucho ruido… ¿pocas nueces?

Los ritos consabidos, necesarios sin dudas, nos persuade el sabio zorro de El Principito.

Buen fin y mejor principio. Próspero año nuevo. Todos estos lugares comunes expresan deseos de volver a empezar desde cero, de corregir errores, de olvidar lo malo y potenciar lo bueno. El comienzo de un año es una buena oportunidad para imaginar otra vida haciendo lo que nunca me animé o lo que me demanda mi fantasía. Es de laguna manera un ritual circular pero con dotes de novedad: igual pero diferente. Los años marcan hitos. Son mojones memoriosos en la ruta de la vida, mirados desde el espejo retrovisor de la experiencia o la mera estupidez de la rutina.

Los unos, los otros y nosotros

Dejar de fumar, empezar gimnasia, cambiar de casa, otro estilo de vida, un nuevo trabajo. Muchos de esos cambios se cumplen porque son posibles y han sido preparados desde mucho antes. Otros, en cambio, son expresiones de deseos que no llegan a concretarse o no se mantienen en el tiempo. La verdad es que ninguna vida cambia en las horas que van desde el 31 de diciembre al 1 de enero.
Y con mucha frecuencia, el cabo de los primeros meses, las circunstancias y la fuerza de la costumbre inclinan el plano de los hechos a la inercial recurrencia de lo que se había pensado abandonar.

A las sociedades les pasa lo mismo: algunos quieren cambiar, otros no saben cómo, los más tienen miedo y a pesar de las frustraciones prefieren por ignorancia, prejuicio o comodidad, lo malo conocido…y por fin están los que no quieren ningún cambio porque cuanto peor mejor para ellos.

En general, para cualquier persona de a pie, la tendencia de sus actitudes cumple su papel determinante a la hora de concretar nuevos proyectos, y así después de un “buen intento” se vuelve a la comodidad de lo conocido, en gran medida por imperio de un sistema de necesidades individuales y sociales que presionan y fuerzan intereses. La desconfianza ante lo nuevo, los temores a no poder manejar cosas que exigen mayor compromiso o más voluntad, y el extraordinario papel resistencial que cumplen o que los psicólogos llaman “beneficios secundarios” de una situación dada e instituida, se conjuran para que en muchos casos todo siga como siempre.

El “efecto gatopardo”

Otra vez: la llamada “resistencia al cambio” surge de una configuración de actitudes típicas propias del comportamiento humano, más allá de los diferentes tipos y estilos de personalidades e incluso más allá de las etiquetas ideologías explícitas: el mundo de los intelectuales autodenominados progresistas o revolucionarios está lleno de conservadores enamorados de sus dogmas de museo. La capacidad de revisar las creencias y desterrar prejuicios, de entender que las ideas mutan con las configuraciones sociológicas y las categorías que fueron útiles alguna vez, cien años después ya no los son, no depende de la cognitividad inteligente del coeficiente intelectual, sino de la inteligencia emocional y la elaboración exitosa de la propia identidad adulta, sin necesidad de legitimarla con agregado corporativo alguno. Claro que también, y por suerte, hay muchas personas proactivas más dispuestas que otras a encarar cambios y lidiar con desafíos.

Sin embargo los cambios en general son más resistidos cuando no se eligen, sino que acontecen allende nuestra decisión. En otras oportunidades resulta que nos proponemos modificar algún aspecto de nuestro mundo cotidiano aunque no estemos del todo preparados o nos asalten dudas, ya que deberemos re-aprender rutinas desconocidas hasta ese momento. Es en ese punto donde puede entrar en escena el “efecto gatopardo”, remedando con esta expresión la feliz síntesis de la novela de Tomasi di Lampedusa, que muestra como a veces nos engañamos pidiendo que “cambie algo para que nada cambie”. Porque una cosa es cambiar pagando el precio de abandonar la “zona de confort” y las prebendas, para hacernos cargo de nosotros mismos y otra es jugar a cambiar, pero “animémonos y vayan…la mía no la toquen”.

Es decir, producimos un simulacro de cambio, una mascarada que disimula nuestra negativa a buscar otras formas y otras maneras de ser y estar con el otro, y así logramos quedarnos tranquilos con nuestra conciencia por un tiempo, o quizá negociar con las demandas de los otros hacia nuestra conducta. Por suerte, empero, hay también mucha gente que con voluntad de acero y convicción genuina logra cambiar y sostener en el tiempo un cambio verdadero, que trascienda la trivialidad mezquina de los necios y los oportunismos de opereta. Son los que con orgullo y legitimidad, pueden decir sin temor a desmentidos en plena copa en alto: ¡Año nuevo, vida nueva!
http://afcrrhh.blogspot.com.es