Las películas están equivocadas, nadie muere de la manera que lo filman. Al menos nadie muere asfixiado como muestran que se mueren en las películas.
Yo lo sé. Cuando maté a Gracielita Furillo lo aprendí. Ahora lo sé. En las películas mueren de manera… “diferente”. Son películas.
Abría las manos como garras, para afuera y para adentro, cada vez más rápido, se le veían los tendones forzando la piel de las manos hasta las muñecas. Como garras; para afuera… para adentro. Así, así se movía Gracielita, pero lo conseguí.
Eso nunca sale en las películas.
No es que yo quisiera matarla, fue un deber, un favor.
Abren las manos como garras y tuercen los dedos. Si tienen uñas hay que cuidarse, porque arañan. Eso hacen. Hay que estar atentos, es todo. Nada es fácil, ni matar a una flaquita entecada. Nunca.
En realidad creo que el clima del barrio y la fecha, setiembre, cuando florecen los jacarandás, ayudó a que me decidiese. Nada más lindo que calle Gobernador Vera cerrada en un puente de celeste y el pavimento alfombrado, que si uno mira de lejos parece una calle celeste, un túnel celeste que la siesta pone deslumbrante y que el atardecer deja con aromas, suaves aromas, perfumes que vienen de miles de flores que estallan al pisarlas con un “flop” mortecino apagado, pero audible.
Por calle Gobernador Vera pasaban pocos autos ese día de setiembre de 1955, pero su “flop-flop” parecía un pequeño gorgoteo del celeste, como si jugase una garganta celeste liláceo de jacarandás, florecidos para una despedida, en Santa Fe, tan húmeda, tan santa, tan descreída en setiembre de 1955 (esa era la fecha, la dije, pero es importante, no puedo olvidarme el mes y el día). Cierro los ojos y allí estoy yo.
Sobre calle Gobernador Vera pesaba el silencio primaveral y yo apretaba. Al principio quieren respirar y parece que pueden, hasta uno puede confundirse, porque las almohadas no son absolutas, dejan pasar el aire, pero poco, muy poco. Después advierten, sus pulmones, que con ese aire no alcanza para renovar el oxígeno de los glóbulos rojos en los alvéolos pulmonares y mandan la orden al cerebro: más aire, por favor… Y el cerebro responde casi binariamente. Impulso, “zap”, respuesta. La primera es la respuesta natural, abrir la boca, ensanchar el tórax y allí aparece -lo sé, lo sé muy bien- el problema.
Cuando está la boca abierta y el pecho expandido ya nada queda por hacer, hay que cerrarlo e intentar otra vez, es difícil, muy difícil.
Allí es cuando el que va a morir todavía cree, cree que puede, que está aquí. No. Uno ya sabe que dominó la situación. Es una secuencia.
El cine miente, apresura estas cosas, bueno, es cine.
Técnicamente este es un momento clave del ahogo, ya que hay que apuntar muy fuerte con las dos manos y retirar la cara lo más lejos posible, porque los brazos comienzan su aleteo, el último aleteo.
No gritan, los ahogados no gritan y, en todo caso, lo hacen sordamente -me refiero a los ahogados con almohada-, se oye un “jum-jum-jum” y, algunas veces, pocas, un quejido agudo, muy pero muy leve, pero que no inquieta, aun si alguien se encuentra en la habitación vecina el quejido es casi una pregunta y una despedida, nunca una llamada, no llaman a nadie antes de morirse… a excepción que, pieza por medio, duerma una enfermera. En ese caso hay que distraer a la enfermera.
Las enfermeras tienen un oído distinto, oyen quejidos y no bocinazos, oyen alguien que se remueve en la cama y no distinguen un gol de un tiro que pasa cerca del travesaño. Son distintas.
Las enfermeras tienen el oído acostumbrado a escuchar los pasos de la muerte, no la detienen, no pueden pero -con tantos años de cercanía- se tutean con ella. Pueden olerla; en cualquier caso escucharla.
Hay cabas de hospitales y monjitas de la caridad que la oyen hasta con un día de anticipación y comienzan a rezar un rosario, como para distraer (¿confundir?) el destino, el final que saben antes que los demás pero como siempre saben todo de aquello que nadie ataja y eso las hace especiales.
Yo respeto a la gente que sabe mucho de cosas imposibles. Me dan… no sé… miedo.
Una enfermera cuidaba una tía que se murió como se debe, en la cama. Ella lo sabía. Lloró toda la noche anterior. Cuando la veo cruzo de vereda. No quiero que me mire si ya miró la muerte.
Distraer a una persona, cualquier persona, el 16 de setiembre de 1955 era fácil. El distraído es un atento en otras cosas y todos estábamos atentos, distraídos de lo natural, como la muerte y atentos a otras cosas lejanas, tristes, importantes. Lo estaban echando a Perón. Los milicos estaban volteando al General.
Al “flop-flop” celeste de los jacarandás se le sumaba el ruido de tanques por Avenida Freyre, que allá, sobre la esquina del cruce con Gobernador Vera, servía para cruzar la ciudad (la Avenida) desde la cancha de Unión, odiado club, hasta que se angosta y termina en la cancha de Colón, la querida divisa sangre y luto, ubicada al final de “la boca del tigre” (una rotonda con control policial caminero) y el puente que llevaba, aún lleva a Santo Tomé, la villa crecida después del largo tramo de cemento, un puente de cemento más alto que cualquier inundación. El puente hasta la villa de Santo Tomé, cruzando El Salado, el río.
Los rumores decían que había resistencia armada en “la boca del tigre” y tiroteos en el barrio Santa Rosa de Lima, villa de miserias detrás de la cancha de Colón y que habían ido a reprimir, mientras los tanques y tanquetas patrullaban las calles y se oían lejanas, manifestaciones de voces y bocinas, acaso tiros, sordos, como el “trac” de un martillo contra madera apretada en el suelo.
Sólo bastó decir me parece que vienen por la avenida y Rosita la viuda, la enfermera, la mamá de Pirulo Batistessa se fue a la puerta. Sollozando. No por Gracielita Furillo, lloraba por Perón. Salió a llorar a la puerta.
Cuando uno cierra y vuelve a abrir el pecho y no entra aire hay otros mecanismos reflejos que comienzan a actuar. El primero y más elemental es tratar de encontrar aire en otra dirección, ya el cerebro manda solo, uno apenas si se da cuenta que hace lo que se ordena desde un lugar muy lejano, en medio de la cabeza, de modo que doblan (la cabeza), ya que no pueden doblar el cuerpo (que es lo que quisieran, pero para eso esta uno, para impedirlo), e intentan darse vuelta.
Si uno es más pesado -y yo lo era y lo soy, soy pesado- lo conveniente es sentarse encima de la persona que se va a ahogar, de ese modo girará intentará girar el cuello, pero no logrará torcer el cuerpo, esto es fundamental, porque en un minuto, acaso dos, no más, nunca más de dos y medio de resistencia muy fuerte, después se apaga definitiva, rápidamente… pero no hay que confiarse, faltan hasta cuatro estertores y espasmos. Mientras más firme se mantenga la almohada más inofensivos serán estos espasmos, más espaciados acaso, pero con toda seguridad absolutamente inofensivos. Lo aconsejable es esperar 4 minutos, el tiempo es lo mejor. El tiempo es seguro. Existe. Se sabe que está. Nunca hay que pelearlo. El que pelea con el tiempo lo pierde.
La persona muriéndose al girar la cabeza hacia un costado, por ejemplo… el izquierdo, hay que apretar mas la mano derecho sobre la almohada y, a la vez, ejercer presión hacia abajo con las dos manos y apretar la propia cadera sobre la panza, el abdomen, el diafragma de Gracielita Furillo.
Necesito puntualizarlo: hay una ventaja comparativa que desaparece en este momento. Los débiles, por un instante, aparecen fuertes. Aún los operados con heridas suturando, aún los canalizados con alimentación por suero, todos, absolutamente todos, en ese minuto del que estoy hablando recuperan un aliento que parecía insospechado hasta allí.
En el caso de Gracielita la enfermedad, “cáncer blanco”, la había debilitado tanto, pobrecita, con su piel cruzada de venas y arterias, tan sin sol, tan pálida y breve que uno podía creer que aceptaría suavemente su traspaso pero no, aún ella tuvo ese minuto final de esfuerzo en el que la vida parece que juega una partida al todo o nada. No hay que distraerse. Nunca.
Las escenas filmadas son torpes y extrañas, se advierte de entrada que nunca ahogaron a nadie, que es para imaginación del guionista. Gracielita abrió y cerró los brazos, giró su cabeza primero a la derecho, después a la izquierda y dos veces hacia adelante, eso favoreció las cosas, sus manos se tomaron y se soltaron de mis brazos, me arañaron, no me dolió, empujaron hacia fuera, trataron de apartar la almohada. Cuando vean ahogar a alguien en un filme, con un almohadón cuadrado, es necesario que lo sepan de modo bien claro es absolutamente imposible matar a alguien de esa manera, ni a un gatito. Yo lo sé. Las viejas almohadas caseras son las mejores. Búsquenlas.
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