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Cultura 22 de agosto de 2016

Al rescate del premio Nobel de Literatura 1956: Juan Ramón Jiménez (1881-1959)

En los caminos de Platero

Por Dante Rafael Galdona
Twitter: @DanteGaldona

Contradictorio y sensible. Altruista y ambiguo. Políticamente correcto y socialmente despreciable.
Un genio poeta. Juan Ramón Giménez está absuelto de sus culpas porque coloreó las infancias de varias generaciones.

A escondidas de la muerte

La muerte aparecía en cada habitación, a cada momento, jugaba con Juan Ramón, lo acechaba, lo acosaba, lo atormentaba. Juan Ramón aprendió a temerle. El álgido despertar de su existencia cercana atacaba al poeta, lo humillaba, lo perseguía para lograr de él algún síntoma de locura. Ella siempre estuvo ahí, dispuesta a matar al poeta de las cosas sencillas, de la belleza breve y cotidiana. El nunca pudo, en esa vida de miedo y angustia, ahuyentarla demasiado, sólo un poco, de vez en cuando, a través de la poesía. Hay quienes hablan de ataques de pánico (bajo la óptica médica actual, claro, ya que en esos tiempos no existía tal denominación), manicomios, depresión. Hay quienes creen que fue la contramusa, que sin ella no fuera Juan Ramón el gran poeta. Porque de cada batalla contra la muerte que Juan Ramón libraba, salía fortalecido y con una fuerza lírica superior a aquella de que gozaba cuando había comenzado.
La muerte pocas veces atacó al poeta, a su propio cuerpo, directamente, más bien se ensañó con su psiquis, y le jugó un juego sucio, de sustos y aparecidas en la oscuridad.
En los períodos en los que la muerte acosaba los débiles nervios del poeta, en los que tuvo que escapar de ella buscando refugio en la cercanía de algún médico, o directamente internarse en alguna institución sanitaria o psiquiátrica, su producción literaria no decayó notablemente y la calidad de sus obras jamás tuvo declives.
La temprana y repentina muerte de su padre provocó en él la primera caída en la guerra contra la parca. Desde ese episodio ya jamás Juan Ramón Jiménez pudo sellar heridas. Si bien logró períodos de calma y cierta estabilidad emocional, fueron recurrentes en él fuertes períodos depresivos. Cuando estos períodos llegaban, la energía vital del vate se consumía, era común que se retrajera a extremos de no socializar ni siquiera en cuestiones nimias y descuidaba su higiene y el resto de su salud.
Se alejó de los círculos literarios que lo habían recibido con honras.

Honras y desgracias

Su método de producción estaba más bien ligado a la tranquilidad de la soledad creativa que al intercambio cultural con sus pares. Dos formas opuestas de creación pero válidas siempre y cuando sus resultados sean buenos. En Juan Ramón, su opción rindió los mejores frutos, el poeta hermitaño supo captar la belleza circundante y recrearla con la más hermosa lírica.
Del romanticismo de Becquer, del parnasianismo y el simbolismo franceses, hasta el modernismo y la generación del ’27, de todo esto se puede encontrar en la poesía de Juan Ramón Jiménez. Incluso la generación del ’27 le rinde constante homenaje y absoluta pleitesía, pues lo consideran el poeta maestro de su generación, el peldaño que une las corrientes artísticas previas al siglo 20 y el futuro de la poesía al que ellos aspiraban. Claro, hasta que se produce un quiebre fundamental en la relación de mentor y discípulos. Es que además de sus problemas psiquiátricos, Juan Ramón Jiménez no era una persona de fácil tratar. Fue una persona de altibajos emocionales, ya lo sabemos, pero además tuvo en su vida contradicciones particulares que nada tienen que ver con sus enfermedades. Además del carácter antisocial, o mejor dicho a pesar de eso, era una persona absolutamente abierta a apoyar a nuevos poetas, colaboraba con el nacimiento de muchas revistas literarias y daba buenas críticas a muchos escritores que por la época intentaban hacerse un lugar en las letras españolas. Pero así como tenía una generosidad inusitada también eran comunes sus arranques de ira, los que incluso lo llevaban a cortar relaciones personales por cuestiones menores. La ruptura con la generación del ’27 fue un caso paradigmático: los acusó de “maricones” (ubiquemos históricamente el término, hoy no sería una acusación, apenas un término discriminatorio). El motivo no queda muy claro pero apunta más a una cuestión de ego que literario, aparentemente la generación del ’27 le estaba dando más importancia a Miguel de Unamuno que a él y a menudo, en la mente desordenada de Jiménez, preferían a uno por sobre el otro. Cuando el arte y la personalidad entran en conflicto suceden estas cosas inentendibles. Y así fue que Federico García Lorca, el otro Nobel Vicente Aleixandre (quien ya tuvo su espacio en esta columna) y todos esos grandes escritores que tanto aportaron a las letras hispánicas vieron cómo su gran mentor, aquel en quien depositaron su admiración, los apartaba de su círculo íntimo con un desprecio y una violencia verbal inesperados.

Platero y él

Dejando esas cuestiones que parecieran discusiones de algún programa televisivo actual, es indudable que debemos volver a referirnos al Jiménez poeta. Y para esto no podemos sino retomar la senda por lo que mejor lo representa, su célebre “Platero y yo”. Un libro que, después del Quijote, es el libro en lengua española más traducido a diferentes idiomas y el más leído por las generaciones posteriores. Una elegía de las más bellas en lengua española, que se cree un libro para niños pero que el autor escribió sin discriminar públicos. Un análisis de esa obra sería escaso en este espacio, por lo que remitimos al lector al abundante material circulante.
También su afamada y tan impulsada poesía pura, que Juan Ramón consideraba una evolución del modernismo, el decadentismo y el simbolismo que anteriormente había abrazado, es ejemplo de su refinada y exquisita sensibilidad y de su interés siempre vigente por llevar a la poesía a recorrer el camino de las vanguardias artísticas.
La guerra civil española lo encontró con ánimos para organizar en su casa un refugio de niños huérfanos, una práctica altruista que sus enemigos no comprendieron pero que muestra el dicotómico carácter del poeta, capaz de mostrarse como un cretino y al mismo tiempo tener la más alta sensibilidad social y humana.
Ideológicamente, no dudó en tomar partido por el bando republicano, y eso provocó su exilio, momento en el cual econtraría en el mar un fuerte símbolo hasta entonces desconocido en su poesía. El mar sería un hallazgo simbólico que llevaría en las entrañas de su obra hasta el final.
Comienza la etapa americana de Juan Ramón en donde, ya consagrado, dicta conferencias y continúa con su búsqueda poética en Estados Unidos, Cuba, Puerto Rico, Nicaragua, Argentina y publica gran parte de su obra.
Recibe la noticia de haber ganado el premio Nobel tres días antes de la muerte de su amada esposa, con quien había mantenido un relación de absoluto compañerismo durante toda su vida. Nunca se recupera de semejante golpe de la muerte y al fin se rinde poco tiempo después.