Al rescate del premio Nobel de literatura 1954
Ernest Hemingway (1899-1961)
Por Dante Galdona
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Un hombre se suicida mientras su mujer pare a su hijo.
El niño Ernest es testigo. Se forja el Hemingway escritor y el Hemingway suicida. Porque un suicida se construye mucho antes del disparo o de la soga colgando del árbol. Y entre las paradojas del dolor de la vida y el alivio de la muerte transcurrirá toda su historia, toda su obra.
Cuando decide rechazar el ingreso a la universidad y optar por trabajar como reportero, el joven Hemingway, de apenas 17 años, quizá no fuera consciente de que esa sería la elección más determinante de su vida, la que lo depositaría finalmente en la cumbre de la literatura mundial.
De infancia infeliz y repetidamente traumática, una adolescencia corta y precoz, y una vida adulta errante y misteriosa, en Hemingway hay una sola constante: la muerte contando cada uno de sus pasos.
Abrazó ideas de izquierda sin dejar de ser burgués, fue un errático doble agente de inteligencia capaz de manipular a tan temibles agencias como las predecesoras de la CIA y la KGB, aficionado a la caza y a la pesca, a la aventura y los toros, a la bohemia y al alcohol. Fue reportero de guerra y sin ser soldado estuvo varias veces en el frente, se enamoró durante la guerra, en un dicotómico amor por la vida y por la muerte. Vio morir y matar de un modo tan dispar y cotidiano, y por causas tan distintas, que cuesta imaginarle un final diferente al tiro de escopeta que se dio en la boca.
Testigo del odio
Como si siempre se hubiera preguntado por qué nacer y morir en ocasiones pueden ser sinónimos, como si hubiera querido escapar de aquel nacimiento, se abalanzó hacia todos los territorios posibles de la muerte. Como si estuviera pidiendo que sean otros quienes aprieten el gatillo que finalmente le descerrajó los sesos el 2 de julio de 1961.
Con esa extraña precipitación hacia la muerte que lo acompañó durante toda su vida, recorrió todas las guerras de las que fue contemporáneo. En la primera guerra mundial participó como conductor de ambulancias para la Cruz Roja, donde fue herido de gravedad y selló su primer contacto personal con la muerte. Durante la guerra civil española simpatizó con el bando republicano y actuó como corresponsal. En la segunda guerra fue testigo directo del Día D. También estuvo en China. En todos los frentes del siglo 20.
Su literatura fue la síntesis de estas experiencias extremas, caóticas y macabras. Y síntesis es la palabra que quizá mejor describa su estilo literario.
Lo simple, lo bello
A muchos de los mejores narradores se los ha escuchado decir que sus vidas personales son tan insípidas que no merecen ni media página de literatura, y por lo tanto recomiendan a quienes se inician en la ficción no ser autobiográficos. No es el caso.
Sus experiencias en muchas ocasiones superan a la imaginación necesaria para escribir ficción. Eso forjó en él un estilo narrativo despojado, directo, concreto y económico. No es necesario adornar ni embellecer un texto cuando el hecho narrado es ya de por sí tan fuerte.
Hemingway no era un escritor de ficciones tradicional, quizá por su oficio de periodista sabía encontrar literatura en la vida real, en sus propias experiencias. Y esos hechos ya eran literatura, de modo que agregarles más de lo mismo hubiera sido como limpiar un vidrio con un trapo sucio.
Ese estilo aséptico, despojado y directo lo ubicó naturalmente en el campo del cuento, género cuya teoría indica que en él nada debe sobrar y que todo elemento debe tener su razón de ser.
El mismo Hemingway explicaba este método con la metáfora del iceberg. Así como en un témpano de hielo sólo se ve la mínima parte que emerge sobre la superficie, y la mayor parte permanece oculta debajo, en su narrativa todo lo que se muestra es parte de un todo mucho más grande pero oculto.
Así, “Los asesinos”, publicado en el libro “Hombres sin mujeres” en 1927, se presenta como el ejemplo concreto y fundante de todo su estilo, influyendo notoriamente a escritores de la talla de Raymond Carver.
Pero aún teniendo en cuenta que todo lo que está mal en el cuento está bien en la novela, Hemingway también fue un gran novelista, sin perder el norte de un estilo conciso donde la historia seca es más importante que el adorno literario. “Fiesta”, un relato sobre un grupo de errantes británicos y estadounidenses en la Europa de entreguerras, “Por quién doblan las campanas”, donde a través de una hermosa historia de amor reflexiona sobre el tema de la libertad y recoge sus experiencias durante la guerra civil española, y “Adiós a las armas”, otra historia de amor situada en la primera guerra mundial, son sus tres novelas emblema y lo afirman como un clásico de la literatura del siglo 20.
“El viejo y el mar”, una historia sobre un pescador y su lucha por llevar a costa un gigante pez espada en un pequeño bote, le dio el Pulitzer.
Luego surgen relatos de aventuras, algunos poemarios y más relatos autobiográficos, como el póstumo y melancólico “París era una fiesta”, y una biblioteca amplia y digna que, al igual que su vida, es digna de ser rescatada del olvido.
Las campanas aún doblan desde ese trágico 2 de julio de 1961.
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