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Cultura 10 de abril de 2016

Al borde del acantilado

Por Gabriela Urrutibehety

www.gabrielaurruti.blogspot.com.ar

El lector que escribe un diario lee “Hacia la boda” de John Berger, una novela narrada en base a voces que son cuadros. Berger es un pintor y eso se nota cuando escribe: la narración tiene la estructura de una serie de imágenes -a veces lejanas, a veces inconexas- que van armando una historia simple y poderosa, como todas las buenas historias: un padre y una madre recorren, cada uno por su lado, Europa para llegar a la boda de su hija en Italia.
Hay un suave y fluctuante hilo tendido para unir las escenas: un griego ciego, vendedor ambulante de objetos religiosos, escucha desde Atenas las voces de los personajes para que el lector vaya armando la historia. “Recuerdo todo lo que oigo y me paso el día escuchando”, dice el ciego. Y para cualquier lector sumar ciego y Grecia es sencillo, porque permite ingresar en el mundo de los posibles míticos. “Lo que se ve está siempre presente. Por eso se cansa la vista. Pero las voces –como todo lo que tiene que ver con las palabras- viene de lejos”, dice el ciego e inicia el conjuro a partir de la voz de Ninon, que le hace ver “rodajas de sandía cuidadosamente colocadas en una bandeja”.
Ninon está enferma, y la boda en la boca del río Po es un peregrinaje hacia la felicidad, momentánea y fugaz, -tal vez la única permitida a los mortales- que se condensa en otra escena: la del baile del final. Ya lo había anticipado nuestro vocero ciego: “cuando bailas rembetiko, entras en el círculo de la música, y el ritmo es como una jaula redonda donde te mueves ante el hombre o la mujer que en el pasado vivieron una canción. Bailando tindes tributo a su pena, la pena que ahora arroja la música”.
Jean Ferrero, el padre, parte de Modane hacia Gorino, la pequeña ciudad donde se realizará la boda de Ninon y Gino. Jean Ferrero es ferroviario y viaja en moto. Cada punto de descanso, cada trayecto del camino es una postal de Europa, compuesta a partir de un lugar y un encuentro. Es decir, un espacio y una voz, la de la persona con la que Jean Ferrero tropieza y la de la parte de historia que, pocas veces, Jean Ferrero cuenta a su interlocutor.
Jean Ferrero viaja, se mueve, mira y ve. El ciego está quieto y oye. Jean Ferrero sobre su moto es “como un dios. El más mínimo movimiento de los ojos, el más ligero gesto de los hombros, la más leve presión de los dedos surte efecto al instante, sin espera, sin demora humana”. El ciego, sin embargo, está por encima porque tiene el dominio total de la historia, incluso cuando aparece algo que forma parte de ella, aunque no sepa por qué.
Zdena, la madre, viaja desde la república Checa y carga culpa y dolor. Viaja en colectivo y encuentra alivio en su compañero de asiento, un desconocido al que, a diferencia de Jean Ferrero, le cuenta con detalles su historia. El hombre, a su vez, también le cuenta un cuento, remedio viejo como el mundo contra la pena de vivir. “Estamos al borde de un acantilado, pero no desesperanzados”, le dice el desconocido y esa frase, piensa el lector que escribe un diario, vale para todo lo que se extiende entre la página 1 y la final como un lema, como un resumen.
Al final llegan todos a destino: “los banquetes de boda son los más felices, porque son el comienzo de algo nuevo, y la novedad abre el apetito”, copia el lector que escribe un diario. Y mientras Ninon y Gino, los novios, bailan hasta extenuarse, mientras comparten la torta con los invitados y también con los chicos que salen de la escuela, el narrador cuela anticipaciones de un final que todos conocen, pero suspenden, porque aún al borde del abismo hay que bailar, hay que prometerse “vivir estos años con arrebato, con astucia y con amor”.
Al borde del acantilado, pero no desesperanzados.