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Opinión 21 de noviembre de 2016

Ahora nos queda que haya mentido

Por Fabrizio Zotta

-Ahora nos queda que haya mentido.
-¿Cómo? – pregunté.
-Creo que no lo van a dejar hacer lo que prometió en campaña. Estados Unidos es una de las democracias más poderosas del mundo, no van a dejar que venga un loco como Trump a hacer todo lo que dijo que iba a hacer…
-Bueno, pero en sus primeras apariciones como presidente electo ratificó el rumbo de sus ideas y propuestas –dije, para agregarle más sospechas a la confiabilidad de sus afirmaciones.
-Es mentira, es puro marketing. Lo que logró fue convencer a lo más inculto de la sociedad, les metió miedo a los trabajadores del interior profundo y ellos compraron la idea de que los extranjeros no les van a robar sus trabajos. Fue inteligente, dijo lo que muchos piensan y no se animan a decir –concluyó él, y dimos por terminado el tema.

***

Este diálogo es una reconstrucción, más o menos textual, de una conversación real. No importan sus protagonistas, si no la síntesis de dos o tres ideas que están implícitas en la opinión de mi interlocutor, y en la de analistas y especialistas de medios de comunicación, desde la victoria de Trump en las elecciones de Estados Unidos el pasado martes 8 de noviembre.

La primera idea es la de que en esta oportunidad la mentira electoral sería algo deseable. Durante años, la burguesía intelectual ha cuestionado la noción de la mentira en la política. Desde un punto de vista moral, se ha criticado hasta al hartazgo al político que miente. Sin embargo, en la ciencia política muchas veces se ha tratado a la mentira desde otros parámetros como, por ejemplo, el de la necesidad política: saber mentir es una virtud de quien ejerce el poder, o de quien pretenda hacerlo: “Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería bueno, pero como son malos, y no observarían su fe en ti, tu tampoco tienes que observarla respecto a ellos”, escribió Maquiavelo en 1513. Y dijo más: “Los hombres son tan simples, y se someten tanto a sus necesidades presentes, que quien engaña, encontrará siempre a quien engañar.” La mentira, entonces, es una herramienta más, una opción a utilizar cuando se precisa.

El problema de la mentira en la política es complejo. Pero lo interesante en los análisis de muchos especialistas que vimos por estos días en medios de comunicación es que siempre han condenado el uso de la mentira, hasta que no pudieron comprender cómo un discurso como el de Trump llegó a los votantes de manera directa, y hasta brutal e imparable. Ante el golpe, la mentira empezó a ser una salida para volver a encasillar el mundo allí donde queda más cómodo.

El segundo pensamiento implícito en el diálogo del comienzo es la naturalización de la idea de que el marketing político consiste en engañar a los electores. Sería algo así como el Maquiavelo del siglo XXI, nada más que no es una persona la que le escribe recetas a su Príncipe, sino una práctica sistematizada: decir lo que la gente quiere escuchar y ganar la elección. Pero el marketing político no es eso.

El marketing político es el gerenciamiento de acciones de campaña y de su comunicación. Incluye, fundamentalmente, la planificación y la conducción del plan de relación con los votantes y otros grupos de interés. No sólo los candidatos lo hacen, también los que ya están en el poder, y los opositores a éstos. ¿Por qué todos acuden al marketing político? Porque responde a la forma de distribución de información en las sociedades modernas: quien no toma el gerenciamiento de su comunicación, es arrastrado por el devenir cotidiano del espacio público, que responde a ciertas reglas que pueden no gustarnos, pero que se presentan hoy bastante bien definidas.

No hay manera de evitar que se hable de los gobiernos, ni de las personas, que se filtren cosas, que se sepan verdades ocultas. No hay manera. Por eso para quien tenga aspiraciones de subsistencia en el escenario público, la gestión de sus mensajes es mucho más que aprender a mentir.

La tercera idea es la de pretender ponerse por encima de lo que votan los que votan, ejerciendo la displicencia del que piensa que todos están equivocados menos él. El andamiaje de lo políticamente correcto se deshace al no poder analizar desde sus fundamentos el triunfo de Trump, y pide que incumpla las barbaridades que prometió. Pero no se puede desconocer la legitimidad popular de su triunfo. Los votantes que más apoyaron a Trump fueron hombres blancos no universitarios (el 72% votó por el candidato republicano), y luego le siguieron las mujeres blancas con educación superior no universitaria (64%), el 54% de los hombres blancos universitarios, y el 45% de las universitarias mujeres. Otro grupo de gran ayuda fue el de los mayores de 45 años.

Podríamos unificar a estos grupos en el criterio racial: son todos blancos, sin embargo no alcanza para describirlos. Se parecen más a grupos diferentes que se unieron puntualmente para que Trump ganara la elección, en función de algún interés propio, pero que es diferente en cada caso, y que posiblemente rompa esa unidad, si es que no se ha roto ya el mismo día en que lograron su objetivo.

Decían que la elección en Estados Unidos iba a ser histórica, y sin duda lo fue. Podemos descansar en la idea de que Trump ganó porque la gente es estúpida y se deja engañar por el marketing de la mentira, o poner en crisis las ideas con las queremos ver lo que pasó, y el tamiz de la corrección política que nos deja atónitos ante lo que no podemos entender.