Por Julia Van Gool
“Súbanse a la ola verde o vean cómo los aplasta”. La frase es de Ofelia Fernández, de 18 años. La dijo este miércoles al mediodía, sobre el escenario número 2 de avenida de Mayo, y la multitud que la escuchaba atenta explotó en aplausos y gritos de euforia.
No le importó la lluvia, no le importó el frío. A esa “ola” tampoco le importó que hacía varios días que los números no auguraban un desenlace a favor del aborto legal, seguro y gratuito. Las calles se inundaron, por más de doce horas, por mujeres y hombres de todas las edades y orígenes, para enviar un mensaje claro al Congreso: nosotros ya lo despenalizamos, ahora ustedes legalícenlo.
Es que el debate no solo se abrió en el recinto, sino también en las charlas entre amigos, en los cafés en el trabajo, en la sobremesa familiar. Descubrimos historias de amigas, de tías, de abuelas; historias que no conocíamos y que se nos habían ocultado por el mero hecho de dejar en lo privado lo que otros -con o masculino- decidieron condenar.
Pero este miércoles la realidad desbordó de tal manera que lo que sobraron fueron historias. Hasta las había en cartelitos en las paredes, con nombres y edades. También las escuchamos a través de sus protagonistas, que las contaban entre mates y glitter verde, con el alivio de encontrar del otro lado un abrazo, y no la cárcel o la muerte.
Al final de la jornada, y sobre todo con el rechazo del Senado, lo único que se señaló con el dedo fueron las coincidencias: todas esas historias repetían un mismo camino de miedo y dolor, los cuales nunca eran provocados por la decisión, tan personal, de la mujer. Eran, en cambio, inculcados por el médico o médica que juzgó, el hombre que no acompañó, la familia que se desligó y ese lugar, siempre oscuro, al que acudieron en soledad por un conocido de un conocido. A los peores casos, esos que no lograron salir de la oscuridad, solo accedimos y accedemos por familiares valientes o las páginas de policiales de los diarios. Tras la decisión de los “38”, lo seguiremos haciendo así.
Quizás por eso, por esa obstinación de no querer ver lo que explota en la cara, la esperanza de muchos de los miles que estábamos esa madrugada bajo la lluvia dejó de estar en una clase política vetusta para pasar a depositarse en esos otros miles que no abandonaban la calle y eran, en su amplia mayoría, jóvenes mujeres. Tendrían que haberlas visto, no dejaban de saltar pese al frío y la lluvia. Tampoco dejaban de cantar, aún cuando las intensas horas de movilización comenzaban a mostrar sus consecuencias. Tendrían que haberlas visto. “Que sea ley, que sea ley”, repetían, una y otra vez, con un puño en alto y la mirada fija en la pantalla donde se transmitía la sesión. No pestañaban, se los juro. Tampoco bajaban el ritmo, cuando algunos buscábamos algún espacio seco para sentarnos a descansar las piernas. “Que sea ley, que sea ley”, seguían.
En sus discursos, y ante la consolidación del “no”, senadores como Cristina Fernández de Kirchner, Miguel Ángel Pichetto y Luis Naidenoff, entre muchos otros, advirtieron algo: más temprano que tarde, el proyecto va a ser ley. Afuera, nos lo venían diciendo desde temprano.
Cuando la vicepresidente Gabriela Michetti anunció el rechazo, ellas, las pibas, no nos dejaron volver con las manos vacías y nos tiraron una muestra de lo que será el futuro: “Va a ser ley, va a ser ley”, cantaron. Y todos nos volvimos a nuestras casas un poco menos tristes y pensando en la futura composición de las cámaras.
Cuando me hablen de revolución, diré que yo la vi esa madrugada de jueves, repleta de ilusión, vestida de verde, llena de glitter y manejándose con la impulsividad de la adolescencia, la despreocupación del triunfo garantizado y la perseverancia de quien sabe qué es lo que busca y dónde está. Cuando me vengan a hablar de cómo encabezar cambios, les hablaré de esa ola verde a la que Ofelia hacía referencia y advertía que había que subirse. Porque a diferencia de las del mar, esta ola no se va, solo viene. Siempre viene. Solo habrá que aprender a nadar.