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Cultura 30 de junio de 2024

A un siglo y medio de su nacimiento: Chesterton, el hombre que borró los límites del arte

El 29 de mayo de este año se cumplieron 150 años del nacimiento del escritor, filósofo y periodista británico. Un repaso preciso por su vida, su obra y el legado de un artista que trascendió a su tiempo.

G. K. Chesterton, filósofo, escritor y periodista británico, nació en 1874 y falleció en 1936.

Por José Andrés Bonetti

El hombre

Decía Martin Heidegger, al iniciar una lección sobre Aristóteles: “Nació, trabajó y murió”. El verdadero autor se retira tras su obra. Sin embargo, brindaré algunos datos biográficos: nació en Londres el 29 de mayo de 1874 y murió el 14 de junio de 1936. Y en el medio de ambas fechas desplegó el trabajo de su vida. Recibió su educación formal en St. Paul’s School, aunque en su “Autobiografía” (1936) evocará aquellos años como un período de somnolencia constante, una duermevela que le reveló el secreto de la educación: “Ser instruido por alguien a quien no conocía, acerca de algo que no quería saber”. Más tarde, asistió a clases de arte en la Slade School of Art.

Toda esta etapa está marcada por una profunda crisis espiritual: “A los doce años era pagano, a los dieciséis era agnóstico”, dirá en “Ortodoxia” (1908). Pero a los diecinueve años, en 1893, había retrocedido aún más: como tantos otros victorianos tardíos, cedió a la tentación del ocultismo. En su “Autobiografía” caracteriza esta época como un momento en el que había perdido la voluntad de vivir. En este bajo nivel de vitalidad se producirá su encuentro con el mal, que al parecer descubre su fundamento en la nada. De su educación artística, Chesterton conserva esta memoria: nada era más difícil de aprender que la pintura y, por consiguiente, muy pocos alumnos se esforzaban por aprenderla. De esta manera, la escuela era un mero refugio para los haraganes, salvo por casos excepcionales: los de aquellos pocos que se concentraban hasta tal extremo en el problema técnico que perdían el don del habla. Es que el secreto del arte que estos estudiantes querían adquirir era incomunicable. Chesterton dejará la Escuela de Arte sin obtener un título, afirmará que no ha aprendido nada ahí; pero había descubierto su vocación: ser escritor. Ese fue su oficio y su servicio: entre 1895 y la fecha de su muerte, dio a luz con constancia ejemplar ochenta obras, poemas, centenares de cuentos, artículos, fieles testimonios de su salto olímpico de la nada al ser.

Un paso decisivo en su mutación alquímica lo dará en 1922 con su conversión al catolicismo. Pero todo lector atento que lea las obras anteriores a este año decisivo, es decir, “Herejes” (1905), “Ortodoxia. Lo que está mal en el mundo” (1910), etcétera, se dará cuenta de que la conversión se había producido mucho antes de su ingreso formal en la Iglesia de Roma. A fin de cerrar este apartado, diré algo a modo de conclusión: Chesterton no necesitó graduarse en artes porque ya era un artista. Nunca dejó la práctica del dibujo, ilustró por ejemplo con treinta y cuatro imágenes la primera novela de su gran amigo Hilaire Belloc, titulada “Emmanuel Burden” (1904). Pero también tenemos que tener en cuenta que toda su prosa es pictórica. Quien quiera tener el placer de leerla podrá captar lo que afirmo. La estética moderna, Lessing en particular, procuró trazar los límites entre poesía, pintura y escultura.

Chesterton los borró con una risotada magistral. La magnitud de su obra dificulta en extremo su presentación en los límites de este artículo. Procuraré, por lo tanto, concentrarme en los siguientes puntos: su estilo de escribir, su carácter nacional, la precisión de su lenguaje, el empleo del paralelismo en su búsqueda de la verdad y el fundamento histórico de su labor. Finalmente, haré una referencia a la teoría de la historia implícita en “El hombre que fue jueves” y pondré la atención en la superación metafísica de Chesterton del cósmismo carcelario de su juventud, en procura de la libertad, esa otra cara de la verdad.


G. K. Chesterton, ilustrado por José Andrés Bonetti.

G. K. Chesterton, ilustrado por José Andrés Bonetti.


El estilo es el hombre

Desde “El Napoleón de Notting Hill” (1904), pasando por los ensayos citados más arriba, y su conversión al catolicismo, corren dieciocho años, en los cuales Chesterton se convirtió en el Caballero del Espíritu Santo, como lo llamó Walter de la Mare. Y fue esta una conversión por el arte. Su visión artística lo llevó a renunciar a la sinrazón de un universo infinito, sin autor ni finalidad, un mero juego de partículas, y restauró la idea de un Orden que tiene un autor: el Gran Artista que crea y que no es, sin embargo, todas sus estrellas. Esta distinción de sentido común entre el autor y su labor permite a Chesterton impugnar al panteísmo y restablecer, por lo tanto, las relaciones entre hombre y naturaleza, una de las claves para la cabal interpretación de su obra. Veamos a continuación algunas de las características de su estilo, que le otorgan un meritorio puesto en las letras inglesas, como escribirá Hilaire Belloc en “About the Place of G. K. Chesterton in English Letters” (1940).

En primer lugar, Chesterton fue un escritor nacional, a la manera del Dr. Samuel Johnson, tan apreciado por Bioy Casares. “Escribe con acento inglés”, dice Belloc. Pero se trata de una Inglaterra oculta, eclipsada por un proceso que arranca en 1530, se consolida en 1688 y se afianza con la revolución industrial y el imperialismo. Chesterton nunca se identificó con esta mutación y procuró mostrar a sus conciudadanos lo que era evidente con solo contemplar el paisaje: las raíces romanas de Britania. La Inglaterra de Chesterton no es el avasallante imperio que tiraniza los mares (Leviatán), sino que es la Britania de la Cristiandad, que lejos de ser un “régimen”, es una cultura incardinada por una religión.

T. S. Eliot resaltará esta interpretación en sus “Notas sobre la definición de la cultura” (1948). Si la amistad de Chesterton con Belloc lo llevó a forjar el Napoleón de Notting Hill, es decir, la defensa de la Patria Chica, su amistad con la Historia lo presenta a él mismo como a un moderno Arturo, luchando y defendiendo el territorio romano contra las nuevas invasiones anglosajonas. Será por estas razones que se diferenciará del imperialismo y de su bardo, Rudyard Kipling, quien tuvo muy poco de Inglaterra y mucho de Asia. Sólo un desconocedor del pasado inglés podía ser el vocero de “The White Man’s Burden” (1899). El Imperio era una forma errónea de ser inglés, una metástasis maligna. Chesterton le dedicó un genial cuento a este tema, “El pozo sin fondo” (en “El hombre que sabía demasiado”, 1922). Otro ejemplo del tono inglés y de su estilo nacional es el rasgo central de su prosa: la palabra surge de la palabra, el uso del retruécano o efecto de palabras, producto de la lectura de la Biblia Jacobina desde el XVII en el alma inglesa. En lengua castellana, contamos nosotros con un maestro en este arte: Guillermo Cabrera Infante, quien no casualmente morirá en Londres. Y otro rasgo inglés de la literatura de Chesterton, señalado por Belloc, radica en la preferencia por connotar, es decir, ir a lo concreto, “a las cosas” diría Ortega y Gasset, en lugar de abstraer. Este es el rasgo central de la verdadera tradición literaria inglesa, desde Chaucer hasta Dickens: habla de hombres y de mujeres de carne y hueso, no de ideas.

La localización nos lleva al segundo punto destacado de su obra: la extrema precisión de su pensamiento. Por ese hábito de pensar y de pensar bien (deductivamente, como quería Arthur Conan Doyle; toda nuestra dignidad reside en el pensar, había dicho en el XVII, Blas Pascal), Belloc llama a Chesterton un ‘revenant‘. Este vocablo francés ha sido rescatado del olvido por la película de 2015, dirigida por Alejandro González Iñárritu. Originalmente, ‘Revenant’ designa la fase más elevada del pensamiento cristiano y europeo, el equivalente al acmé griego del Siglo de Oro. Revenant es alguien que vuelve, que reaparece. Pero desgraciadamente, anota Belloc, también es fantasma; y es que nuevamente una palabra llama a la otra. Zeitwidrig llamará Nietzsche a esta posición del espíritu que lleva a un pensador a enfrentarse con su propio tiempo y que busca resucitar un estilo de perfección intelectual perdido por sus contemporáneos. Chesterton se presenta como un filósofo, puesto que busca la verdad, con la esperanza cierta de encontrarla y huye, así, de la desesperación escéptica de Schopenhauer. Esta es la marca de su estilo, que se presenta como un estilete: una lucidez meridional que brota de su absoluto rechazo a la ambigüedad.

El siguiente rasgo de su manera a destacar es su capacidad para el paralelismo. El paralelismo es un método para llegar a la verdad y consiste en la ilustración de una certeza inadvertida, por su consonancia con la reflexión de una verdad ya conocida y percibida previamente. La verdad se esconde, y puede permanecer oculta por varias razones: por familiaridad (por un uso demasiado constante); por falta de conocimiento (el peligro opuesto) o por haber sido desechada. Si la verdad queda desapercibida, se la recuerda y se la fija mediante el empleo del paralelismo. Método que tiene, claro, relación con las parábolas del Nuevo Testamento, pero con una diferencia: en la parábola encontramos el artificio de introducir una narración destinada a captar la atención del lector. El paralelismo cobra singular importancia en una sociedad que ha perdido el hábito de pensar. Ilustra Chesterton nuevamente como pintor de la prosa y, por lo tanto, fija en la mente una verdad o una experiencia, como un cuadro fija un rostro o un paisaje. Belloc concluye: “Hacía ver a los hombres lo que no habían visto antes, los hacía saber”.

El último rasgo a destacar es la Historia, sobre la cual basó su trabajo. Como todo hombre interesado en influir en la vida pública, Chesterton desplegó su saber en dos campos: la Historia y la Literatura, que es la expresión de la consciencia. Belloc dice: “Adivinó lo que Europa había sido”. Nadie como él pudo escribir un poema como “Lepanto” (1911) y “nadie lo ha intentado”, señala; o “The Ballad of the White Horse” (1912), que salva de una manera nobilísima a la olvidada épica, como escribirá Borges.


CHESTERTON COLOR


Historia y metahistoria

Termino este escrito yendo, ahora, hacia su singular novela, “El hombre que fue jueves”, ya que en ella encontraremos una teoría de la Historia y de la Naturaleza. El asunto de esta ficción, escrita en un período de turbulencia espiritual, es una excusa para presentar una singular tesis. En su “Autobiografía”, Chesterton dirá que muchos creyeron ver en el personaje Domingo, el titiritero que mueve los hilos de los conspiradores como también los de los agentes policiales, una versión blasfema del Creador. Esa interpretación podría remitir a la idea gnóstica del Demiurgo, fallido creador del tiempo y del espacio con la maligna materia previa, surgida del sufrimiento de Sophia. O mejor aún, Sunday podría ser clave de Abraxas, manantial del que brotan dos fuerzas aparentemente antagónicas: el bien y el mal. Pero encontramos, como en toda gran obra, una clave de interpretación brindada generosamente por Chesterton para sus agradecidos lectores: se trata del subtítulo, al que muchos no le prestan atención, “Una pesadilla” (A Nightmare). Es un mal sueño, un remolino de cosas, no de las cosas que son, sino de las que parecen ser a los ojos de un joven pesimista. Señala Chesterton que ese monstruo, Domingo, que finge bondad, pero que al mismo tiempo misteriosamente es bueno, no es tanto Dios sino la Naturaleza vista por un panteísta enclavado en el pesimismo. Se trata de la “Religio Duplex” de los Ilustrados; se trata del “Deus, sive Natura” de Baruch Spinoza (Ética: Libro IV). Es el dios de Schiller en “La misión de Moisés”, cifrado en la figura de Isis y su emblema: “Yo soy todo lo que es. Lo que fue y lo que será; ningún mortal ha levantado mi velo”.

Beethoven escribió esas palabras con su puño y letra y las enmarcó. Desde Plutarco y Apuleyo, la historia de esta diosa, Madre de todas las cosas, Señora de los elementos, principio y generación de los siglos (es decir, del Tiempo), Reina de los vivos y los muertos, recorre secretamente la Historia y llega hasta el siglo XVIII, pletórico de sociedades mistéricas. La Ilustración hará suyo este secreto: la Naturaleza gobierna a la Historia y a los hombres, meros títeres de un mecanismo que oculta, tras sus fenómenos, su núcleo místico. Pero Chesterton despertará muy pronto de la pesadilla, y en Ortodoxia tendrá una revelación: tomará consciencia de que el punto central del cristianismo radica en no considerar a la Naturaleza como a una Madre, sino como a una hermana. Y así podremos estar orgullosos de su belleza, puesto que nacimos de un mismo Padre; pero ella no tendrá potestad sobre nosotros: la admiraremos, pero no la imitaremos. Para los adoradores de Isis, la Naturaleza puede ser una Madre solemne, al igual que para Spinoza, Schiller, Beethoven, Wordsworth, Emerson o Borges, pero no para San Francisco, al cual Chesterton dedicó una biografía, para quien es una hermana; pero una hermana pequeña, como diría Raymond Chandler.

La versión popular de esta religión secreta de los Ilustrados (Chesterton se anticipa en un siglo a Jan Assmann y su Religio duplex: Misterios egipcios e Ilustración europea, 2010) se llama teoría de la conspiración, consecuencia clara de la renuncia a la fe en un Dios creador, bueno y todopoderoso, que como artista crea su obra y se diferencia de ella: no se identifica con la Naturaleza, y les permite a los hombres crear una segunda naturaleza, que conocemos como el mundo de la cultura, es decir, la Historia. Esto se llama restituir la especificidad ontológica de la Historia, liberándola de la hegemonía de la Naturaleza. Todos aquellos que han pretendido naturalizar a la Historia, creyendo descubrir en ella leyes invariables del comportamiento humano, han terminado por edificar infiernos carcelarios, visibles o invisibles, de los que el prisionero cree escapar mediante el subterfugio de la conspiración. Chesterton, con su sabiduría, concibe esta fórmula fatal bajo el signo de la pesadilla, un mal sueño de la razón, del que muy pronto despertará. La existencia se le revelará, entonces, no como una ciencia, esto es, consecuencia de un plan que finalizará, irremediablemente, de una manera determinada, sino como una Historia, cuyo final no ha sido fijado de antemano y que depende de nuestra acción libre. Pues bien, ahí lo tenemos a Chesterton y su maravillosa literatura para dar el primer paso.