En los cines de Gualeguaychú pasaban dos películas, una buena y una de relleno.
La de relleno era una de viajeros y monstruos mal caracterizados.
La buena era E.T.
Fuimos los chicos solos, algunos primos y las hermanas. Mi hermana del medio clavaba los ojos en la pantalla con gesto serio y hacía puchero. Le repetí dos o tres veces que no llorara. Me aterraba que su angustia fuera la mía.
Yo hice fuerza para no llorar. Esa vez gané.
Vecinos III
Doña Ema vivía con su hija y los millones de hijos de su hija, del otro lado de la medianera de nuestro patio.
Hacía plantas que cada tanto le comprábamos en una especie de vivero que tenía en su casa. Mamá amaba sus helechos, creía que Doña Ema tenía magia en las manos y que por eso le crecían tan rozagantes y a nosotros se nos secaban.
Doña Ema era un puñado de arrugas negras y tenía una sonrisa generosa que iluminaba todo en medio de los llantos de la hija y los hijos de la hija, cuando venía el marido a molerlas a palos.
Y los gritos desgarrados llegaban hasta casa por el aire que sobrevolaba la medianera.
Mientras los escuchábamos con miedo, mis padres hacían lo imposible por cambiar de tema.
El 83 II
La primera vez que escuché putear a mamá fue frente al televisor, mi papá, mis hermanas y yo.
Detestaba el noticiero, detestaba esos “Sesenta Minutos” con los que había que convivir durante las cenas, la voz de pucho del periodista y la sonrisa serpentina de su compañera. Sonaba la música de apertura del programa y todo se tornaba denso, mientras comíamos los bifes con ensalada que mamá preparaba seguido.
Mis papás estaban pegados al televisor Ranser blanco y negro que demoraba en prenderse y apagarse, porque entonces las cosas tardaban en pasar y la gente no perdía la paciencia tan rápido. Así que ahí estábamos con mis hermanas, levantando la voz para contar cómo nos había ido en la escuela ese día, y mis padres nos hicieron callar.
Tuvimos que mirar la pantalla.
“Hijos de puta, hijos de puta” repitió mamá con una voz contenida y una convicción que nos asustó, mientras en la tele un militar le ponía la banda presidencial a otro.
Mi papá, con la misma expresión que ella, callado, serio y triste, no decía nada.
Está pasando algo, pensé.
Miraba el plato con asco. No me gustaba la lechuga y la carne era difícil de tragar.
Entendimos que nos teníamos que portar bien, no hablamos más durante toda la cena.
Tomamos soda, hacía calor.
Las primas de Villaguay IV
Lo mejor de Villaguay eran las primas, en primer lugar. En segundo lugar, el boliche bailable. Porque no nos dejaban salir, pero en Villaguay cómo no íbamos a salir si no pasaba nada de nada.
En el cumpleaños de quince de Silvia nos juntamos a comer hamburguesas en su casa y después fuimos a bailar. Siempre se me pegaban los feos; me la pasé huyendo de uno que quería hablar, bailar, casarse conmigo, y así.
El boliche era un ex cine transformado en lugar nocturno. Era moda.
Esa noche Ariel y los amigos tomaron de más, patearon un banco de madera y lo rompieron. Tuve miedo. Quise volver a casa, a mi pieza, encerrada y segura frente a la pared redonda que quedaba al costado de mi cama y donde podía mirar todo el tiempo que quisiera mis posters de rock nacional. Nada de muebles rotos a patadas o chicos lindos rondando por ahí.
La Escuela de Música I
La escuela de música era un dispositivo con personajes que nos enseñaban teoría, solfeo, instrumentos, cámara, dirección coral y muchas otras cosas de la vida. El halo de ajena importancia y orgullo que traían los profesores de
Buenos Aires, convertía a las clases en espacios donde el tiempo y el lugar escapaban a nuestra lógica.
Una vez por semana, paraban en el hotel Carlos Quinto y pasaban el día en la escuela.
Venían de la gran ciudad con sus conocimientos, su cancha y su mirada jocosa hacia nuestra pretendida candidez.
Al principio, nos trataban como material-en-bruto. Después, se dieron cuenta.
Los pianos sonaban todo el día, el cello, las flautas, las guitarras, el oboe, el patio descascarado con el banco de plaza blanco en el medio, la puerta hacia el aula del piano de cola, el órgano con tubos, los ensayos de la orquesta,
Rolando e Iderla haciendo pororó en una sartén chiquita para comer en los recreos.
Entrar en la sala de las partituras era como encontrarse con la caja fuerte de los tesoros. El olor de las hojas, de la madera, de la genialidad. Allí todo era mucho. Allí también se mostraba lo que no había.
La escuela de música siempre multiplicó los espíritus, los excesos y las faltas.
La escuela de música se acentuaba y permanecía, como los mitos, en la palabra indeleble de sus días.
Vecinos IV
Enfrente vivía Mari, que también iba al Sagrado Corazón. Nos enseñó a jugar al culo sucio con unas cartas viejas, en la pieza de sus papás, sobre la cama matrimonial.
No tenían inodoro, había una letrina. No nos gustaba mucho, pero eso era lo de menos.
Sole, su mamá, hablaba fuerte, a lo bruto, su papá tenía una barriga tirante y trabajaba todo el día.
Mari era linda, tenía el pelo largo y lacio y dos hermanos grandes. Un día le tocó llevar la virgen a su casa: una estatuilla que pusieron arriba de una mesita humilde. Le rezaban delante de nosotras, que mirábamos con admiración y un respeto raro. El mismo respeto que le teníamos a la imagen de Cristo de la Basílica. Creíamos que si nos movíamos mucho, Jesús o la virgen nos podían mirar.
“Dios ve todo”, decía Mari.
(*): Fragmento de la novela “Las primas de Villaguay”.
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