Entretextos: tres relatos sobre Mar del Plata y una crónica de Ivo Marinich
El autor de la novela "Casa Güerci" comparte con LA CAPITAL tres relatos breves en torno a la ciudad y un texto, entre el ensayo y la crónica, que parte de una frase que escucha caminando por la calle: "Llegó la hora de la verdad".
Ivo Marinich.
Por Ivo Marinich (*)
Colón, avenida sinfónica
Mar del Plata tiene una avenida sinfónica: Colón, arteria inevitable que en su vasta extensión ofrece una experiencia musical. Nace en las orillas de la ciudad, al oeste, junto al hipódromo, en un allegro de sonidos más bien leves, tenues y monótonos, marcados por árboles ermitaños y casas desperdigadas como pecas en un terreno abierto que, por ausencia aún de edificios, magnifica la amplitud del cielo. Melodía que sin embargo no hace más que incorporar instrumentos y tonos conforme se alzan los barrios a los lados de la calle, con sus casas multiformes, sus negocios, escuelas, bares y departamentos que después de la Avenida Champagnat parecen disputar una competencia de altura.
Pasada la intersección con la calle Bartolomé Mitre tiene lugar el scherzo de esta sinfonía que es Colón. Allí, los carriles que hasta el momento corrían en ambos sentidos, pasan a tener una orientación única hacia el este, es decir, hacia el mar. En la cadencia o el ajetreo de esta sinfonía, uno anticipa la apoteosis musical cuando ve la elevación del terreno en el horizonte, esa rampa de cemento entre edificios mastodónticos que parece conducir ni más ni menos que al cielo.
La intersección con la calle Buenos Aires da comienzo al final. Último tramo de sonidos vertiginosos, adrenalínicos, consecuencia de los semáforos sincronizados que animan el avance como si fueran puertas que de pronto se abren, del motor que ruge a medida que se dibuja la vertical. Y por fin llega la explosión instrumental, el cénit de esta magnífica pieza, cuando, tras unos metros finales de ascenso, el cielo se funde con el mar en una perfecta línea horizontal que, por un instante, a través de la belleza indómita, transporta a los oyentes observadores a la musa, el infinito, la divinidad.
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Juan José Paso y General Rivas
Juan José Paso y General Rivas, Mar del Plata, 14 horas. El bar se anega de luz a través de los amplios ventanales que dan sobre la calle Rivas. Me distrae de la computadora la voz de una mujer que minutos antes se ubicó junto a su padre en la esquina opuesta, a mi izquierda. La escucho porque solo tres de las veinte mesas están ocupadas. Le pregunta si reconoce esta o aquella foto. Lo alienta cuando acierta; lo alienta, también, cuando duda y calla, cuando titubea o dice un nombre por otro. Le explica que es su madre, su esposa, su otro hijo, su sobrino, su amigo, y acompaña cada fotografía con una historia, una anécdota, un detalle de color. Sus palabras inflan globos de recuerdos que su padre apenas logra contener. Pero ella insiste, cariñosa. Lo vuelve a intentar hasta hallar en la mirada de él un ápice de reconocimiento. Le habla como yo a Beltrán, me digo. Los roles parecen invertidos: ella, la hija, parece la madre. Y otra vez, amorosa, llena de dulzura maternal, embiste sobre los silencios de su padre. Me digo, antes de volver a la computadora, al trabajo, que la paciencia es una de las formas del amor.
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El mar
La sabiduría del mar reside en su despliegue de metáforas. De ahí nuestra inevitable contemplación: hay más verdades en sus aguas que en cualquier libro abierto al azar.
Al primer vistazo nos sentimos diminutos. Esa perfecta línea del horizonte, prueba de su absurda vastedad, nos arrastra a la insignificancia. Y en ese estado de indefensión, afloran, cautivas, las preguntas por la vida y la muerte, por los vericuetos del Ser, por la equívoca existencia, preguntas que censuramos con las distracciones de la cotidianidad.
Y el eterno vaivén de las olas, ¿no es, acaso, signo de inclaudicable persistencia? Como una cortina que se desenrolla, el agua, en cada ir y venir, pareciera querer ganar un centímetro más de playa, y luego de cada intento, ajena al concepto de éxito o fracaso, se repliega sobre sí, toma impulso y vuelve a intentarlo.
Estas olas que se alzan en poderosas crestas y estallan en remolinos de espuma, evidencian, a su vez, el avance sin tregua del tiempo, mientras uno, insípido observador, no puede más que sincronizar sus latidos y balancearse en la fina cuerda del presente que, como las olas, una y otra vez colapsa sobre sí mismo.
El precio de mirarle los ojos al mar.
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La hora de la verdad
Camino por la calle y oigo fragmentos de conversaciones ajenas, palabras sueltas y onomatopeyas. Es inevitable. El oído funciona como una red de pesca que arrastra sonidos hasta su seno para que el cerebro los decodifique en signos y representaciones.
Escucho que alguien dice: “Llegó la hora de la verdad”. La hora de la verdad, me repito, y dejo que el cuerpo camine en modo autómata durante las siguientes cuadras para tener una conversación con mi pensamiento.
Llegó la hora de la verdad. Lógica básica: existe una “hora de la verdad”, ergo, el resto de las horas son “mentira”. Sometamos esa frase al rigor cotidiano. Que haya una hora de la merienda o la cena quiere decir que uno no toma el té (la chocolatada, se queja mi niño interior) a las diez de la mañana o cena a la una y media de la tarde. Estamos todos de acuerdo. Una merienda o cena por fuera de su horario habitual (léase “hábito”) no son tales, es decir, son mentira, son otra cosa. Como si esto no fuera poco, la frase viene acompañada del verbo “llegar”. Algo que arriba, que enciende o estimula un estado diferente de la realidad. Digamos que la verdad viene a echar luz esclarecedora sobre un periodo oscuro e incierto (la mentira, por oposición).
Otra cuestión: “llega” en una hora o momento específico, como el canto del gallo, el amanecer o el cometa Halley.
Debo ir tres cuadras de caminata cuando me digo que tal vez la frase, en apariencia inofensiva y desapercibida, nos ofrezca una verdad (valga la redundancia) sobre esto que tan ingenuos, tan diminutos, tan orgullosamente ignorantes llamamos realidad: que todo en primera instancia es mentira, falso, embustero, y que la “verdad” es una aparición espontánea y providencial.
Tropiezo, por poco termino en el suelo, me distraigo, retomo. Siguiendo el ejemplo del cometa Halley, pienso que, si todo es mentira, habría que hacer una cosmología de la verdad de manera que podamos anticipar su manifestación, descubrir la elipsis de su órbita, calcular su periodicidad. ¿No sería fantástico trazar su itinerario? Que no nos tome desapercibidos. Permanecer expectantes a su mágica y reveladora aparición como niños en navidad. Podríamos diseñar un calendario para conocer la fecha exacta de la verdad llena, creciente o menguante y aprovechar su energía a través de todo tipo de ritos, ofrendas y mantras.
Pero, pensándolo mejor, desecho toda posibilidad de anticipación o cálculo porque la hora de la verdad es, ante todo, impredecible. Surge como un amor que dobla la esquina o se sienta en la mesa de un bar. Es esquiva y algo histérica. “Llega” solo cuando dejamos de buscarla. La pregunta es: ¿qué es la mentira del resto de las horas? Pienso en las jeringas de ácido hialurónico, la pose en una fotografía, la palabra de un mandatario; pienso en los “ismos” y la publicidad y el virulento organismo de las redes sociales; se me ocurre que mentira es el ego y las jerarquías, es la mentira disfrazada de verdad, los programas de chimentos y mercenarios del micrófono; pienso en las bombas nucleares, las ínfulas, el estrés laboral y el dinero; en los gurúes y los imbéciles desvergonzados de su imbecilidad y la música hecha en cadenas de montaje. La hora de la verdad es una estrella fugaz que raya el cielo, es la muda contemplación de la luna, el vuelo de un colibrí; llega cuando abrazamos a un ser querido; aparece, súbita, en la risa de un bebé, en la espumosa cresta de una ola o el ronroneo de un gato; se manifiesta en las cuerdas de un violín, en la metáfora, en un viento fresco de verano.
Por fin llego a casa. Giro la llave en la cerradura y me digo que debo estar más atento a las esporádicas apariciones de la verdad. Me obligo a recordar que todo lo demás es relativo. Que así tal vez logre entender por dónde pasa la vida.
Ivo Marinich estudió licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. En 2018 publicó su primera novela, “El publicista”, en Ediciones Camelot (España). Ese mismo año ganó el primer premio de relato de la SADE Zárate por el relato “Derrame”, mérito que volvió a obtener en 2019. En 2022 fue seleccionado por la Editorial Orsai para participar de una antología literaria con los mejores relatos digitales del 2021. Además, resultó ganador del primer premio nacional de novela corta “Luis José de Tejeda” con “Casa Güerci”. Sus textos también fueron publicados en antologías literarias y académicas de Latinoamérica y España.
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