Enfrento la abulia y el maltrato cada vez que voy a comprar un libro nuevo. Ellos, del otro lado del mostrador (porque claramente un mueble nos separa y delimita en bandos contrariados) me miran con fastidio y recelo, intuyendo tal vez con la primera mirada que no es un chiste, que les estoy hablando en serio.
Espero que sus dedos hábiles coloquen el señalador. Hay una pausa dorada, una niebla que me subyuga, un punto límite en que debo hacerlo: “No me pongas el sticker, por favor”, les digo. Y decirlo es bello e hiriente. Sé que les duele esa contravención a las normas del local, porque ellos son un pedazo de local humano. Pero, ay, yo sé que me comprenderían fuera de todo ámbito de transacción económica, fuera de los roles de vendedor y comprador; hasta me tomaría un café con ellos. Charlaríamos sobre escritores norteamericanos…Algo siempre interesante.
Pero ahora ellos me odian. Saben que sé que me odian y por un instante todo es muerte prematura, la confianza se hace añicos en sus manos impávidas, sosteniendo con firmeza la plantilla de stickers con el sello de la casa. Me repiten lo de siempre: si no le ponen el sticker no voy a poder cambiar el libro. Es LA frase de ellos (lo dicen como con espadas ninjas en los ojos), la barrera que pocos se atreven a franquear. Por dentro me río, porque sé que con el ticket me basta y me sobra. Pero digo que no importa, que no hay problema y ellos obedecen. Declaran tablas sobre un silencio de compra-venta huidiza y maquinal.
Cuando me entregan la bolsa con el libro y la boleta, algo se limpia en mi corazón. Como cuando un domingo soleado, al mediodía, gatillo el limpiavidrios sobre las ventanas opacas y las repaso con papel de cocina. Los balcones de enfrente son distintos: las flores brillan. Es cierto que esta felicidad es una felicidad egoísta. Pero sentirse más bueno –sobre todo con uno mismo- es un arte arduo y a menudo peligroso. Me despido de ellos mirándolos a los ojos. Y los míos son los ojos de mi libro intacto. Caminata triunfal hasta la puerta, aire de la libertad… corriente continua de todos los lectores obsesivos.