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Cultura 2 de octubre de 2024

Itinerarios de lectura: Un cuento antes de dormir

Nomi Pendzik propone una visita guiada por el cuento de María Emilia Liedo, llamado "Travesuras", en el que una abuela le narra a su nieto una historia antes de dormir.

María Emilia Liedo.

Por Nomi Pendzik

¿A quién no le gusta que le cuenten cuentos? Hasta las personas más impasibles se conmueven cuando alguien narra una buena historia. Y ni qué hablar de aquellos relatos oídos en la infancia, susurrados por los padres o los abuelos a la tenue luz del velador, relatos que escuchábamos adormilados pero atentos, protegidos por las acogedoras sábanas. Podíamos conocer a los monstruos más temibles entonces, aun a riesgo de soñar con ellos. Qué dulce magia conservan esos momentos. Dulce y también terrible, pues nos marca para toda la vida.

Así es el cuento que les presento hoy. En él, una abuela amorosa le narra a su nieto una historia antes de dormir. Esta relación de la abuela y su nieto constituyen el marco para la historia principal: hay una historia dentro de otra. Esa estructura se denomina relato enmarcado.

El relato enmarcado tiene una larga y fructífera genealogía dentro de la literatura universal, desde la incansable Scherezade de “Las mil y una noches” -que deja cada madrugada una línea narrativa sin concluir, para que su vengativo marido no la mate ese día-, pasando por “La Odisea”, el “Decamerón”, el “Libro del Conde Lucanor” o el “Quijote”. Muchos textos acuden a este recurso de incluir una historia independiente dentro de la narración principal, ya sea para darle dinamismo, para enriquecerla o para enlazar diversas tramas entre sí. Y la multiplicidad de formas que adopta la relación entre el marco y la historia enmarcada aporta una infinidad de variaciones.

Por ejemplo, el marco puede tener un narrador en primera persona, y la historia interior uno en tercera; los personajes pueden ser realistas en una de las historias y fantásticos en la otra; las dos pueden transcurrir en la misma época, o el marco en la actualidad y la historia enmarcada en la Edad Media; los escenarios pueden ser completamente diferentes… En fin, un juego de relatos que implica una amplísima gama de posibilidades.

En el cuento de María Emilia Liedo, la abuela le narra al nieto una historia que le han contado en uno de sus viajes; incluso explicita el lugar. Un marco narrativo así colabora con la verosimilitud. Y como el relato nos llega a través de su nieto, quien de grande narra, desde la actualidad y en primera persona, ese recuerdo vivo, estamos dispuestos a creerle. El marco no se relaciona directamente con la historia central, pero el suceso que la abuela relata es tan impresionante que impacta en el presente del narrador. Ahí radica la magia de este cuento. Y es que las historias que escuchamos cuando éramos chicos siguen reverberando en nuestras mentes y en nuestros corazones durante toda la vida.

***

“Travesuras” de María Emilia Liedo

Cuando era niño, me encantaba ir a la casa de mi abuela, porque había viajado por todo el país y siempre tenía una historia para contarme. Yo la escuchaba con atención mientras devoraba sus galletitas de miel caseras. Así que todos los sábados mamá me dejaba en casa de Abu -así la llamaba, con el respeto que me generaba esa mujer de rulos canosos y mejillas maquilladas con una leve brisa de colorete-. Yo era bastante travieso, y solamente me quedaba quieto si Abu me entretenía con sus relatos.

Cierta noche le insistí para que me contara alguna historia nueva, una de terror -Abu no solía contarme historias de terror-. Ella se sentó al costado de la cama. Me acobijó en las sábanas y asintió con un suave movimiento de cabeza. El velador iluminaba apenas el cuarto; las sombras se proyectaban en las paredes rugosas y parecían avanzar sobre el acolchado. Por la ventana, la luna orquestaba la noche. Abu comenzó el relato con su voz calma.

Doña Amelia vivía en una granja cerca de General Villegas y, a pesar de haber criado a sus siete hijos, renegaba mucho con sus nietas. La madre de las gemelas había fallecido en el parto, y el padre -un camionero con debilidad por la botella-, apenas vio la oportunidad, encaró la ruta y jamás volvió. Y a doña Amelia no le quedó otra que cuidar a Sofía y a Franca, así que más que nietas eran como dos hijas.

Las gemelas eran prácticamente iguales, salvo por una cosa: Sofía llevaba la marca del diablo en la cara -como decían los del campo-: un lunar peludo en forma de pata de cabra, que daba la impresión de caminarle por la mejilla. Durante el día, las niñas cumplían con los quehaceres hogareños que ordenaba Amelia, iban dócilmente a la escuela, ayudaban al abuelo alimentando a los animales. Pero llegaba la noche y parecía que un mal espíritu las hubiera poseído, porque todas las diabluras nacían con el crepúsculo. Les sucedía desde bebés: a las seis de la tarde empezaban a llorar como marranas. Amelia sabía que los niños sufren “la hora de las brujas”, y había probado todos los menjunjes que conocía y todos los que le habían aportado las vecinas: chupetes de ajo, ungüentos de menta y manzanilla, clavos de olor en el té, cucharadas de vinagre antes de la cena, duchas de agua fría y ruda… Las niñas seguían indomables.

Y al crecer, las travesuras empeoraron.

A los ocho años, dejaron escapar a todos los gallos, así no las molestaban por las mañanas. Tremendo susto se dio Amelia cuando desde la ventana de la cocina vio una lluvia de plumas salpicando el vidrio y a las gallinas correteando por el patio en el crepúsculo despejado; las gemelas se desternillaban de risa al verla perseguir a las aves por todo el patio, con su camisón flameando en la brisa. Fue un espectáculo singular, al que le siguió otra cadena de espectáculos singulares: la broma de los caballos, el baño desnudas a la luz de la luna, las correrías por el techo, la persecución de los grillos.

Estas travesuras terminaban siempre con doña Amelia retándolas a grito pelado. Pero antes tenía que encontrarlas, porque Sofía y Franca se las rebuscaban en hallar nuevos escondites: la alacena bajo la mesada de la cocina, el ropero, la mesa de trabajo del abuelo Hermes, debajo de la cama. Los lugares variaban.

Uno de ellos estaba prohibido, por peligroso: el ranchito del fondo. El ranchito se levantaba bastante lejos de la casa, tenía el tamaño de tres habitaciones, y ahí guardaban las herramientas del abuelo Hermes, la cosechadora John Deere, las desmalezadoras, los machetes y las palas. Y, entre todo ese lío, la heladera Siam modelo 75, con cerrojo hermético que, aunque ya no funcionaba, el abuelo la guardaba “por si las dudas”, vacía y cubierta con una lona.

La noche que el pueblo jamás olvidaría, las niñas no tuvieron mejor idea que estallar todos los huevos contra el piso del patio. Eso requería de un escondite superior.
Cuando doña Amelia vio el desastre, salió corriendo a retar a las gemelas. No las vio por ningún lado. El abuelo Hermes recorrió el campo en el tractor; sus hijos limpiaron el estropicio, asegurando que no había de qué preocuparse, que las niñas siempre volvían.

Pasaron las horas. Sofía y Franca no aparecían por ninguna parte.

Se abrió un operativo de búsqueda que incluía a todos los vecinos de las estancias aledañas. Temían que las gemelas pudieran haber sido víctimas de algún lunático, o haber caído en un pozo. Buscaron y buscaron, incansablemente, durante días. No las encontraron.

Con el tiempo, los vecinos se dieron por vencidos, y la policía también. Doña Amelia no. Desconsolada, se consumía en vida: la ausencia de las nietas rasgaba sus entrañas. Y llegó el inevitable momento: pasado un año de la terrible desaparición, el matrimonio abandonaría el campo para instalarse en la casa de uno de sus hijos.

Pusieron todo en venta, inclusive las cosas del ranchito del fondo. Inclusive la heladera. Por eso, un día don Hermes retiró la lona que la cubría y abrió la puerta.

Allí encontró a sus nietas.

No recuerdo si mi abu me contó esto tal cual, o me imaginé yo lo que Hermes descubrió al abrir la heladera: de los huesos se desprendía la carne putrefacta, y ya casi no se sabía cuál era Sofía y cuál Franca, si exceptuamos la pata de cabra, todavía reconocible. El hedor debía de ser espantoso. Un hilo de podredumbre goteaba del bajo estante. El interior de la puerta conservaba impresos los rasguños desesperados de las niñas.

Dicen en General Villegas que cuando un caballo se escapa desaforado es porque las gemelas siguen haciendo sus travesuras, una vez que sus espíritus fueron liberados del ataúd metálico que las cobijó en su último penoso aliento de vida. Y también dicen que Sofía y Franca van por los pueblos buscando a sus parientes para jugarles otra broma.

Era por eso, me contaba Abu, que nunca había que esconderse en la heladera, y que también había que ser buen nieto y hacerle caso siempre.

Aquel día me costó pegar un ojo. Tenía miedo de que las niñas me visitaran, a pesar de ser de tan lejos.
Hoy, ya de adulto y con hijos pequeños, cada vez que voy por las noches a buscar un vaso de agua, chequeo la heladera. Doy unos golpecitos en la puerta de metal duro e impoluto. Pura manía. Pero aun así me quedo esperando, no vaya a ser que alguien me responda desde adentro.