Entretextos: Tuve que irme preso para darme cuenta
Ángel Eduardo Benítez Campos (Asunción, 2000) cursó la carrera de Cinematografía en la Universidad Columbia del Paraguay. Se especializó en formación profesional de escritura y análisis de guion cinematográfico en la escuela audiovisual La Lumiere (Argentina) con su largometraje en desarrollo "La última parada".
Por Ángel Eduardo Benítez Campos
La noche del 21 de septiembre del 2018, Charlie Braun -así lo habíamos apodado por el barrio- era procesado en la Comisaría Cuarta Metropolitana de Asunción de Paraguay, por violencia doméstica contra su expareja.
La verdad es que él era inocente. Pero poco le importó eso a los botones que habían dejado el festejo del día de la primavera y la juventud por atender este caso. Para ellos, Charlie era uno más de los desgraciados que, de haber sido ésta la época de Stroessner, estaría bien muerto con electrodos por todo el cuerpo, flotando en alguna tina rebosante de agua sucia.
Los botones le propusieron entonces a Charlie Braun dos opciones: o liquidamos acá el asunto con un millón cada uno o te acomodás bien en el calabozo hasta que llegue tu abogado. Charlie Braun les dijo que no tenía ni un peso partido por la mitad, y que tampoco tenía un abogado.
—Dejame llamarle a mi papá —siguió Charlie—, y vamos a solucionar.
—Rápido pues.
Llamó a su papá. La conversación no duró ni dos minutos. Charlie Braun volvió junto a los uniformados y le devolvió el celular a uno de ellos.
—¿Y después? —el botón miró su celular, revisando si genuinamente llamó a alguien.
—Para que aprenda, me dijo.
Así, tres días después, Charlie Braun fue transportado a la Penitenciaría Nacional de Emboscada donde pasaría el peor año de su vida por un crimen que, según él, no cometió.
—Vos sabes bien —me dice hoy mientras compartimos una gaseosa en un copetín de la avenida Chiang Kai-shek, cuando le pregunto por primera vez acerca del tema—. Yo soy boca floja, mecha corta, borracho —riéndose—, pero jamás voy a tocarle a una mujer o a una criatura. Y todos los que me conocen saben eso.
Yo me limito a responder con gestos y a tomar mi gaseosa sabor pomelo.
—Mi error fue meterme con cualquiera por calentón —continua—. Y como soy viejo conocido de los polis, y encima pobre, directo me mandaron al hoyo.
La anécdota se interrumpe por el mesero que nos trae la merienda: empanadas. Charlie le agradece extra cordial y procede a bañar una de sus empanadas con picante casero.
No me habla, le da en seco un mordisco y reflexiona en el proceso.
—No le deseo el mal —me dice con la boca llena, retomando la conversación, hasta que termina de tragar—. Dios le va a cobrar todo lo que pasé por su culpa. Pero bueno, yo también ligué mi parte por gil. Seguro también me merecía según Dios.
Mientras comemos me doy cuenta de que su transformación no fue para menos. Habla ahora con una humildad y paciencia que te hace cuestionar que alguna vez haya sido un desbocado prepotente. Se nota en su mirada que está cansado y que valora hasta la gaseosa de cuarta que compré. Y siempre que jugamos al fútbol él se ríe de más y repite cada vez que puede que estos son los momentos, loco.
Pero él no era así y le pregunto qué fue lo que le pasó para que tuviera que cambiar tanto.
—No es joda eso de que la cárcel te cambia —me contesta en seco.
Después de haber sido transportado a Emboscada, me cuenta que lo ubicaron en una zona relativamente tranquila, en comparación con las otras secciones. La sección, si la memoria no le falla a Charlie, era apodada “Cacerolita”. Y Cacerolita era algo así como una correccional para delincuentes que, a los ojos de la ley —porque acá la Ley no está vendada—, no representaban un peligro extremo.
Pero Cacerolita no era un paseo por el parque, que ahí no haya violadores o miembros del narcotráfico no significa que no haya criminales. Y sí que había, pero también Charlie se encontró con víctimas del sistema: travestis que eran invisibles para la sociedad y que eran el juguete favorito de algunos policías aburridos, indígenas que intercambiaron su cultura por la cola de zapatero o “paco” para aguantar en la ciudad y un muchachito que la primera noche que llegó por tráfico de drogas -me cuenta Charlie- lo agarraron en el pasillo y lo faquearon cinco veces los miembros de una aparente banda rival.
—Ahí supe que no iba a aguantar si dormía en los pasillos —me dice—. Pero no es que entras nomás a una celda y te dan un lugar.
Le dimos otro trago a la gaseosa. Pedí otra por las dudas: me daba la espina que esto recién comenzaba. Liquidamos lo que sobró de las empanadas, bromeamos un poco acerca de un amigo que contó en el grupo de WhatsApp que le habían choreado la moto y retomamos la conversación.
—No me acuerdo si pasó una semana, pero yo ya había comenzado a hacerme amigo de algunos de los vagos, todo iba bien, hasta conseguí un espacio en una celda con un trava y dos barras bravas.
Destapamos la nueva ronda de gaseosa y Charlie me contó que compartía todo lo que le mandaban sus padres con los de su celda. La yerba mate y la galleta cuartel eran de lo más preciado. Cuando habla de la galleta cuartel enseguida asocio el valor de esa galleta en una situación como la que se encontraban Charlie y los vagos: es un bollo gigante de pan al agua, muy habitual entre los soldaditos -de ahí el mote-, y se dice que con una basta y sobra para aguantar.
Las rondas de tereré alivianaron los días para Charlie, durante esos momentos el grupo compartía anécdotas y bromas.
De repente corta el relato, ¿se había quedado sin algo interesante para contarme?
—Y una noche llegó un tipo a la celda —sigue, pero el tono en su voz me advierte que algo malo está por pasar—, yo estaba sentado en mi cama, que no era una cama, pero era mía. Y me dice en guaraní “salí de acá” y me muestra un cuchillo casero.
Me explica rápidamente que ahí adentro te pueden quitar hasta la ropa interior si te dejás pasar por encima, que tenés que ser duro. Y Charlie era un tipo duro, pero no dejaba de ser una buena persona que no pertenecía a ese submundo. Pero Charlie sabía que no iba a resistir si no se plantaba.
—Me paré, me temblaba la voz, pero le dije que no le iba a dar mi cama, que vaya a otra parte. El tipo guarda su cuchillo, me quita la bolsita donde estaban mis víveres y se va.
Charlie me dice exactamente lo que hizo después: se sentó de vuelta en la cama, abrazó las rodillas y comenzó a llorar. Después de eso me cuenta —entre varias lagunas mentales— que los siguientes ocho meses, más o menos, pasaron en un parpadeo.
Es como si mi mente se pusiera en modo automático, me dice Charlie. Yo creí que no iba a dormir más después de esa noche, pero la verdad no recuerdo si dormí o no. Pero sí recuerdo que mis cosas no fueron nunca más mis cosas.
—Salí de ahí antes de lo establecido, por buen comportamiento. Nadie fue a buscarme, caminé hasta una parada y pedí para mi pasaje —cuando eso todavía se podía pagar con plata, la tarjeta electrónica recién se estaba implementando—, un señor me dio y agarré un bondi que me dejó en el centro, y de ahí caminé hasta casa de papá. Su cumpleaños había sido el día anterior, el 5 de agosto, eso significa que salí el 6 de agosto. El patio estaba repleto de latitas de cerveza, y papá estaba limpiando la casa.
Ya no tomamos la gaseosa, ya no hacemos bromas, él me cuenta y yo escucho.
—Llegué, le saludé, pero no le felicité, él me saludó como si nada. Y no hablamos del tema, pero yo comencé a llorar. Me senté en una silla de cumpleaños y por primera vez desde que pasó todo esto suspiré. Te juro que me sentí como si me acabara de quitar una mochila pesadísima. Y le dije a mi viejo: dame hasta fin de año y el año que viene voy a retomar mi vida.
Así, al año, Charlie Braun renació.
No creo que no se haya merecido aquel castigo, pero él me hizo verlo no como un castigo, sino como una última oportunidad, una oportunidad que supo aprovechar. Y me dice que la vida no es un juego, que todo se puede ir al carajo si no prestás atención. Y yo concuerdo.
—Vos sos capo —me dice—, vos seguro ya sabés eso, loco. Yo tuve que irme preso para darme cuenta.
Hoy Charlie es una persona absolutamente distinta a lo que fue, pero qué sé yo. Seguro que si le calentás te manda a dormir de un derechazo.
Biografía
Ángel Eduardo Benítez Campos (Asunción, 2000) cursó la carrera de Cinematografía en la Universidad Columbia del Paraguay. Se especializó en formación profesional de escritura y análisis de guion cinematográfico en la escuela audiovisual La Lumiere (Argentina) con su largometraje en desarrollo “La última parada”. Certificado en crítica y análisis cinematográfico en la consultora de guiones La Pistola de Chéjov (Paraguay), a cargo de la licenciada en cinematografía Alexandra Vázquez. Escribió, editó, y realizó materiales audiovisuales para cientos de marcas y organizaciones tales como Mercedes Benz y la Unión Europea. Fundó la productora audiovisual Mensú Films, donde actualmente ejerce como director creativo. Y este año estrena su primer cortometraje titulado
“Isla, encerrado en medio de la ciudad”.