Entretextos: “Último adiós”, una crónica de Carolina Favini
La autora de "Correr el telón” y “Diario de Caza” comparte una crónica con los lectores de LA CAPITAL.
Carolina Favini.
Por Carolina Favini (*)
Pocos minutos después de las nueve de la mañana de un sábado lluvioso de diciembre, la casa velatoria de la avenida Libertad, entre Jara y Primero de Mayo, abrió sus puertas para la despedida de Andrés, de treinta y cinco años. Días atrás, había sido encontrado sin vida dentro de la celda de la Unidad Penal N°44 de Batán que compartía con otros cuatro internos. Enseguida comenzó a llenarse de amigos y familiares. Algunos de los pibes estaban armados, otros llegaban en cueros por el calor. Zapatillas de marca, con cámaras de aire o resortes, equipos deportivos y viseras en las manos, todos se apuraban por entrar mojándose lo menos posible.
La puerta de entrada se abre con fuerza para, luego, cerrarse como una pluma. Susana sale a fumar, pero antes abraza a cada una de las personas que la saluda. Se nota que ha llorado, y mucho. Espero hasta que advierte mi presencia para acercarme.
—Dicen que siempre llueve cuando muere un pibe bueno —lanza al aire al tiempo que enciende un cigarrillo. Le miro los ojos rojos e hinchados. Su pelo, que he visto apenas en fotos, en otro tiempo hermoso y brillante, le cae ahora en mechones consumidos. Sigue llegando gente que se acerca a abrazarla o a tomarla de las manos y darle el pésame por la temprana muerte de su hermano.
Días atrás, Susana estaba cocinando cuando oyó el llamado telefónico y tuvo, inmediatamente, la certeza de que todo podía empeorar aún más. Ese 10 de diciembre, apagó las hornallas, agarró sus cosas y se subió al primer taxi que encontró.
—Ahí está. ¡No lo toque! —indicó el oficial. En la fría mesa de Morgagni yacía Andrés, con la piel pálida y los labios resecos.
Otro oficial le acercó a Susana una hoja y una lapicera y le pidió que firme. Se mostraba apurado, impaciente, pero ella se tomó el tiempo necesario para leer. Cada tanto, levantaba la vista de aquellas letras para observar el cuerpo sin vida. Si firmaba el acta, avalaría la versión oficial de que su hermano se había ahorcado, pero ella estaba segura de que él era incapaz de hacer algo así. Ante la negativa de firmar lo que le pedían le informaron que no podían entregarle el cuerpo y que recién lo tendría unos días después. Así, sin más precisiones.
Arroja la colilla a la vereda y entramos. Hay gente en los pasillos y dos coronas enormes de flores. Todos se dan vuelta a mirarla y, algunos, le pasan la mano por el brazo. En la sala número 3, más flores y más gente. El olor de las flores me marea del asco. Con Susana nos acercamos hasta donde descansa el difunto con una camiseta de Boca Juniors y sus manos cruzadas a la altura de la panza, sosteniendo un rosario. Ella se sienta a mirarlo. Llora y le roza la cara rígida apenas con la punta de los dedos.
—El día anterior a que lo encontraran colgado hablamos por última vez. Me llamó, como cada vez que podía, y entonces yo le conté lo que había dicho el abogado, y me dijo que estaba bien, que no me preocupara, que lo de la paliza ya había pasado —Susana hace una pausa para limpiarse la nariz. —Después nos cagamos de risa de sus ocurrencias. Yo sabía que esto podía pasar, pero no tan rápido y menos así. Esto lo van a pagar, ya vas a ver.
—Más vale que esos giles la van a pagar, má —interrumpe una adolescente que la abraza por la espalda. Es Brenda, su hija y la sobrina preferida de Andrés. Debe tener quince o dieciséis años. Mi atención se centra en sus pestañas exageradamente largas y en el piercing en la mejilla.
—¿Sabés? —comienza a hablar. —El día antes de que caiga preso estábamos tomando una coca y le dije que quería comer empanadas y fue a comprar, y la volvimos loca a mi mamá porque ella no quería cocinar, y después nos comimos toda la picada de las empanadas y le dijimos a mi mamá que fue el perro. —La mira cómplice Susana y las dos sonríen— Lo voy a extrañar tanto, la puta madre. Me voy a fumar afuera, mejor. —Le da un beso a Susana y se aleja.
—Estos días estamos fumando mucho las dos. Ella más, pero ¿qué le voy a decir? Me da una pena, pobre hija. —Me dice Susana, observando a su hija alejarse.
Andrés, el menor de tres hermanos y el único varón, abandonó la escuela en segundo grado porque se aburría. Años después, en una de sus primeras borracheras adolescentes le confesaría a Susana la verdad. No aguantaba más las cargadas de sus compañeros, que siempre terminaban en peleas a las piñas. Cuando no se reían por el barro que mordía el borde de sus zapatillas, era por ese padre que los dejó tirados, o por esa mamá ausente repartida en casas de familia en las que sí preparaba almuerzos para los niños, por su delantal sin botones, o por el pase escolar colgando de su cuello. Ni su madre ni Susana pudieron convencerlo ni siquiera de conocer otra escuela, y ahí empezaron los problemas. Quedó al cuidado de Juan Cruz, su tío materno de dieciséis años que tampoco estudiaba. Así conoció a los pibes de la esquina, la cerveza, el porro, el paco y a las tres banditas que se disputaban el poder en el barrio.
A sus quince años, ya ladrón experimentado, con cierto renombre y cansado de andar siempre con las mismas zapatillas y sin un mango, decidió dedicarse a lo que se dedicaban los pibes más grandes del barrio: la venta de drogas. Vinieron así épocas en las que alternó entre el “Batancito” (NdeR: Centro Cerrado de Menores, ubicado junto al complejo carcelario de Batán) y algún hogar de tránsito. A estos últimos solo los usaba para comer, bañarse y descansar un poco. Una vez recuperado y, al ser instituciones de puertas abiertas, se iba y todo volvía a comenzar. Ni siquiera llegar a la mayoría de edad y conocer de cerca la Unidad Penal de Batán, ni la muerte de, en lo Juan Cruz que se creyó fue un ajuste de cuentas, hizo que se atreviera a intentar burlar su destino.
Uno de esos destinos con procesos penales por amenazas, portación ilegal de arma de guerra, resistencia a la autoridad, evasión, robo, tenencia ilegal de arma de fuego de uso civil y, en varias oportunidades, infracción a la ley de estupefacientes. Era buscado por ser considerado el posible autor del crimen de un hombre en el barrio Libertad y, después de permanecer prófugo durante dos semanas fue detenido mientras caminaba por las calles de su barrio con un .38.
Se negó a declarar y fue trasladado a la Unidad Penal N°44 de Batán donde lo esperaba un grupo de internos. En el video que se viralizaría apenas horas después de su ingreso se observa cómo uno de ellos se le tira encima y le encaja una trompada seca, precisa. Andrés cae, pero enseguida se levanta y le pegan entre todos. Lo tiran sobre una cama y después al piso sin dejar nunca de golpearlo. Mientras tanto se oyen frases como “¿te acordás de mí?”, “gato de mierda”, “dame las zapatillas” y “dame los dientes”. Inmediatamente, su abogado realizó una presentación que culminó con una medida de resguardo, siendo trasladado del pabellón F al pabellón D, donde dieciséis días después de su detención fue encontrado colgado en el interior de su celda.
—Ese día, antes de que lo agarren, me pidió que le saque una foto y se la mande a la novia. Se nos pasó el rato volando, y cuando nos rescatamos ya era de día. Me dijo tantas cosas, y yo le decía que no dijera boludeces. Y mirá: no eran boludeces. El no mató a nadie, pero estaba seguro de que se lo iban a cobrar los del barrio porque él no dejaba vender —Susana hace el gesto de que aspira por la nariz —a la de las hijas de uno de los fantasmas que le pegó en la cárcel. Me dio un beso en la frente y me dijo: “Hermana, mañana vengo de nuevo y a ver si el perro no se come el relleno de las empanadas”. Le dije que se calle, que era un mentiroso y él salió riéndose. La otra vez que lo vi, estaba muerto. —Susana finaliza el relato en el momento justo en que su hermana se acerca a avisarle que el velorio está terminando.
—Saludame al Juan Cruz y a mamá, y danos fuerzas a los que nos quedamos acá para buscar justicia, hermanito —balbucea Susana, antes de darle un beso en la frente. Algunas personas se aproximan a darle un último adiós y lo acarician. Otros guardan un poco más de distancia, pero se quedan siempre en la sala. Alguien deja a su lado una pequeña imagen del Gauchito Gil. Todos lloran cuando el cajón es cerrado.
Llovió todo el día y toda la tarde, y, a pesar del tiempo enfurecido, no dejó de haber deudos, amigos y compañeros en la casa velatoria y en la puerta esperando la salida del cuerpo de Andrés. Dicen quienes lo conocían que era bueno y que tenía una risa clara y contagiosa que aparecía en los momentos más inoportunos. Que siempre andaba metiéndose en bardos: quilombo que había, ahí estaba él.
Voy a la intersección de las avenidas, y le hago señas a un taxi. Antes de subirme, observo la organización de la caravana fúnebre. Susana, con aspecto de zombie, camina de la mano de su hija.
Qué triste diciembre para morirse tan solo. Ojalá hubiera otra vida, aunque más no sea para cumplir todos esos sueños que quedan en el cuerpo.
Carolina Favini (Mar del Plata, 1983) es acompañante terapéutica y trabaja con niños y adolescentes en situación de vulnerabilidad. Publicó “Correr el telón”, “Diario de Caza”, y participó de las antologías “La voz que nos habita” y “Mujeres Empoderadas, Vol. IV”.