Itinerarios de lectura: un cumpleaños al estilo Black Mirror
Un análisis minucioso de “Fiestita con animación” de Ana María Shua. Por qué se trata de un cuento hecho y derecho, construido mediante una técnica precisa con la que logra transformar una ingenua fiesta de cumpleaños en un escenario terrorífico.
Ana María Shua (Buenos Aires, 1951) es autora de poesía, novelas, cuentos y microrrelatos, así como ha publicado libros para público infantil.
Por Nomi Pendzik (*)
Como al momento de esta publicación festejo mis flamantes sesenta y ocho añitos, decidí trabajar sobre un texto “cumpleañero”. Y recordé la maravillosa “Fiestita con animación”, historia brevísima publicada originalmente en “Viajando se conoce gente” (Sudamericana, 1988). Es de Ana María Shua, prolífica escritora argentina, dotada de un particular sentido del humor -ya lo notarán ustedes cuando lean su relato-.
En menos de dos páginas, Shua nos ofrece una historia concluida, un cuento hecho y derecho. Y esto es de destacar, en una época en la que se le llama “cuento” a cualquier planteo de una situación que no presenta un conflicto o que, habiendo encontrado un conflicto, no lo resuelve. Los cuentos sin final, mis amigos, no son cuentos “de final abierto”: no son cuentos, sencillamente. Y no es ningún mérito del autor no haberlos sabido concluir.
En el cuentazo de Ani Shua, aun tratándose de una autora contemporánea, encontramos una estructura bien clásica. Primero se presenta la situación inicial, que nos muestra el marco de la historia: la fiesta de cumpleaños de la pequeña Silvita, un festejo común y corriente en nuestros deprimentes tiempos. En un ruidoso preludio, y no sin cierta ironía referida a los adultos, y en especial a las animadoras del cumpleaños, el narrador en tercera persona introduce a los personajes. Los principales son la protagonista, Silvia; Carolina, la hermanita menor, y sus padres. Y conste que las dos nenas son los únicos personajes que tienen nombre propio, porque los apodos de las animadoras no cuentan como nombres verdaderos. Los invitados a la fiesta, al igual que Ratón y Conejito, son más bien figurantes de escena, que sólo sirven como telón de fondo.
En ese cuadro de infantil inocencia bulliciosa se plantea el conflicto, elemento que no falta en ningún buen relato. Es decir, el hecho que cambia totalmente la situación inicial y, en consecuencia, la vida de los protagonistas. El conflicto es el motor de todo relato. Y, en este caso, altera tanto el curso de la historia que incluso trasforma la visión del mundo que sostenía el lector. El universo lógico, lo común y lo corriente, se tambalea. Los chicos alborotados y aturdidos en juegos absurdos, los adultos que no saben o no pueden manejarlos, la homenajeada que es dueña y señora de la situación, la omnipresencia de la televisión -cuya información nunca es debidamente procesada-, todo eso se torna de pronto en un escenario perverso. Como si la música, habiendo crecido hasta un extremo insostenible, se quebrara de golpe en un acorde desafinado, y después reinara el silencio más desolador. Pero esto no lo comprendemos a primera vista: hay que leer todo el relato para darse cuenta de la dimensión del horror.
En la primera lectura, la situación nos provoca por lo menos una sonrisa. Las excusas de Silvita son, como mínimo, atendibles y sumamente corrientes: “papá me cambió de canal porque quería ver el partido”; cosas que suceden en cualquier familia. La descripción de la casa colabora con la sensación de que estamos frente a algo que no tiene nada de extraordinario. Esta circunstancia habitual, frecuente, profundiza el horror. Nos revela a gritos que hay atrocidades que pueden ocurrir en cualquier lugar, en cualquier momento. Hasta en el menos pensado, hasta en el menos esperado.
Y ahí está la clave de lo fantástico. Uno de los primeros estudiosos del género, el famoso lingüista y filósofo búlgaro Tzvetan Todorov, en su “Introducción a la literatura fantástica”, lo definía así: “En un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos, sílfides ni vampiros, se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar”. Hay muchas cosas que nos horrorizan -muchas más de las que quisiéramos reconocer, me temo, y gran parte de ellas provienen de la más cruda realidad-, pero el horror más grande procede de lo que Sigmund Freud llamaba “lo familiar desconocido”. Esto es, la transformación inexplicable de aquello que nos resulta cotidiano, usual, acostumbrado, en otra cosa. Y esa otra cosa nos arranca abruptamente de la rutina, de la naturalidad de lo ordinario, y nos instala en una dimensión diferente.
El anteúltimo párrafo de “Fiestita con animación” nos da la resolución del relato. Pero los lectores no estamos seguros de que ocurrió lo que sospechamos, hasta que llegamos al párrafo final. Este, irónicamente, evalúa toda la historia, ubicándonos en un tiempo muy posterior al marco inicial del cumpleaños de Silvia. Y, en esa evaluación, además de garantizar, por vía del humor negro, que todos nuestros actos tienen sus consecuencias -concepto que muchos de nuestros contemporáneos parecen ignorar-, nos confirma que ese horror sin explicación ni causa, aparecido de la nada dentro de una situación placentera o típica, puede acecharnos en cualquier rincón de nuestra vida.
***
“Fiestita con animación” de Ana María Shua
Las luces estaban apagadas y los altoparlantes funcionaban a todo volumen.
—¡Todos a saltar en un pie! —gritaba atronadoramente una de las animadoras, disfrazada de ratón. Y los chicos, como autómatas enloquecidos, saltaban ferozmente en un pie.
—Ahora, ¡todos en pareja para el concurso de baile! Cada vez que pare la música, uno abre las piernas y el otro tiene que pasar por abajo del puente. ¡Hay premios para los ganadores!
Excitados por la potencia del sonido y por las luces estroboscópicas, los chicos obedecían, sin embargo, las consignas de las animadoras, moviéndose al ritmo pesado y monótono de la música en un frenesí colectivo.
(…)
Silvita, la homenajeada, se las había arreglado para atravesar la loca confusión y estaba hablando con otra de las animadoras, disfrazada de conejo. Se encendieron las luces. —Silvita quiere mostrarnos a todos un truco de magia —dijo Conejito—. ¡Va a hacer desaparecer a una persona!
—¿A quién querés hacer desaparecer? —preguntó Ratón.
—A mi hermanita —dijo Silvia, decidida, hablando por el micrófono.
Carolina, una chiquita de cinco años, preciosa con su vestidito rosa, pasó al frente sin timidez.
Era evidente que habían practicado el truco antes de la fiesta, porque dejó que su hermana la metiera debajo de la mesa y estirara el borde del mantel hasta hacerlo llegar al suelo, volcando un vaso de Coca Cola y amenazando con hacer caer todo lo demás. Conejito pidió un trapo y la mucama vino corriendo a limpiar el estropicio.
—¡Abracadabra la puerta se abra y ya está! —dijo Silvita.
Y cuando levantaron el mantel, Carolina ya no estaba debajo de la mesa. A los chicos el truco no los impresionó: estaban cansados y querían que se apagaran las velitas para comerse los adornos de azúcar de la torta. Pero los grandes quedaron sinceramente asombrados. Los padres de Silvia la miraban con orgullo.
—Ahora hacela aparecer otra vez —dijo Ratón.
—No sé cómo se hace —dijo Silvita—. El truco lo aprendí en la tele y en la parte de aparecer papi me cambió de canal porque quería ver el partido.
Todos se rieron, y Ratón se metió debajo de la mesa para sacar a Carolina. Pero Carolina no estaba. La buscaron en la cocina y en el baño de arriba, debajo de los sillones, detrás de la biblioteca. La buscaron metódicamente, revisando todo el piso de arriba, palmo a palmo, sin encontrarla.
—¿Dónde está Carolina, Silvita? —preguntó la madre, un poco preocupada.
—¡Desapareció! —dijo Silvia—. Y ahora quiero apagar las velitas. El muñequito de chocolate me lo como yo.
El departamento era un dúplex. El papá de las nenas había estado parado cerca de la escalera durante todo el truco, y nadie podría haber bajado por allí sin que él lo viera. Sin embargo, siguieron la búsqueda en el piso de abajo. Pero Carolina no estaba.
A las diez de la noche, cuando hacía ya mucho tiempo que se había ido el último invitado y todos los rincones de la casa habían sido revisados varias veces, dieron parte a la policía y empezaron a llamar a las comisarías y a los hospitales.
—Qué tonta fui esa noche —les decía, muchos años después, la señora Silvia, a un grupo de amigas que habían venido para acompañarla en el velorio de su marido—. ¡Con lo bien que me vendría tener una hermana en este trance! —y se echó a llorar otra vez.
(*) Nomi Pendzik es profesora de Literatura, capacitadora docente y autora de Troquel, Colihue y Sudamericana. Trabajó en todos los niveles de enseñanza y publicó una veintena de libros de texto, ensayo y narrativa. Dirige el periódico cultural Fin e integra el equipo pedagógico del Taller de Corte y Corrección. Es la esposa de Marcelo di Marco, con quien se radicó en Mar del Plata en el verano de 2023.
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