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Cultura 13 de junio de 2024

Itinerarios de lectura: palimpsestos borgianos

Un análisis de uno de los relatos más conocidos de Jorge Luis Borges: "El brujo postergado", publicado por primera vez en "Historia universal de la infamia" (1935).

Jorge Luis Borges, en su casa del barrio Recoleta, con su gato Beppo. / Foto: Salvador Santoro.

Por Nomi Pendzik

“El brujo postergado”, de Jorge Luis Borges, es uno de sus relatos más conocidos. Figura en innumerables publicaciones, y le dedicaron infinitos estudios; hay incluso una “explicación” en internet, que le atribuye -muy erróneamente- una moraleja contra… ¡la procrastinación! Fue publicado por primera vez en “Historia universal de la infamia” (1935), con la nota aclaratoria de que ha sido tomado “del Libro de Patronio, del infante don Juan Manuel, que lo derivó de un libro árabe: Las cuarenta mañanas y las cuarenta noches”. Como es habitual en él, Borges no sólo no niega la procedencia de su inspiración, sino que la declara desembozadamente. Y así nos tienta a hacer una comparación.

En el Libro del conde Lucanor, el Ejemplo XI se titula “De lo que aconteció a un deán de Santiago con don Illán, gran maestro que moraba en Toledo”. El título de Borges, en cambio, resulta deliberadamente ambiguo: ¿quién es el “brujo postergado”? ¿Es don Illán, a quien nunca le agradecen los favores recibidos, o el deán, que jamás será brujo? Desde el principio, esa ambigüedad irradia nuestra lectura.

En don Juan Manuel, la historia del deán de Santiago y don Illán de Toledo se enmarca en una conversación entre el conde Lucanor y su consejero Patronio sobre una situación concreta planteada por el conde. Está claramente orientada hacia la enseñanza de actitudes del gobernante, y concluye con una moraleja sobre la ingratitud. Borges elimina ese marco narrativo: su relato comienza directamente con la historia del deán. Al eliminar la relación con la realidad, diluye la intención didáctica. Desde el primer acercamiento, al mencionar la magia, nos ubica en un universo enigmático, misterioso. Esta atmósfera equívoca se acentúa después, con el imposible descenso de los personajes (“al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos”), y más aún, con la hipnosis que nos provocan las reiteradas fórmulas que marcan los ascensos en la carrera del deán. Las frases son similares; apenas cambia el tiempo transcurrido y cómo los reciben en cada oportunidad -cosa que también va en gradación creciente: honores, honores y misas, honores, misas y procesiones…-. Se mantiene el modo en que don Illán reclama su merecida compensación: “le recordó la antigua promesa”. Las fórmulas reiterativas, tan habituales en los relatos folklóricos, le dan al relato un sabor casi mítico, y crean un ritmo que nos lleva de las narices hasta el brusco final.

¿Por qué nos sorprende ese final? Porque Borges ha elegido para esta historia un narrador que, si bien está en tercera persona y se encuentra fuera del relato, se ubica en el punto de vista del deán. En el texto de don Juan Manuel, el narrador cuenta la historia desde el punto de vista de don Illán -“don Illán vio cuán mal galardonaba el papa lo que por él había hecho”-: el mago sabe que ha creado una situación ficticia para poner a prueba a su alumno. Al situar el punto de vista en el deán, el desenlace nos causa la misma impresión que a él: una violenta caída en la cruda realidad. Y destacamos algo más: la puntillosa mención del tiempo transcurrido entre una situación y otra: tres días, seis meses, dos años… Podríamos hacer la cuenta de cuánto tiempo pasó desde que llegó el deán a Toledo hasta que lo nombran papa, pero esa cuenta no tendría ningún sentido. Porque no ha pasado más que el rato que media entre el pedido del mago de que le preparen perdices hasta el momento en que ordena que se las cocinen. La palabra “perdices” es el “abracadabra” de la magia. Y lo que en don Juan Manuel era una prueba, aquí es uno de esos juegos con el tiempo tan caros a Borges. Un juego que -pasando por relatos como “El puente sobre el río del Búho”, de Ambrose Bierce- Borges vuelve a jugar en “El milagro secreto”. Escritura, reescritura, reescritura de una reescritura… Esos son los palimpsestos con los que Borges trama su literatura, y nos demuestran que una obra nueva puede construirse sobre las huellas del pasado.

***

“El brujo postergado” de Jorge Luis Borges

En Santiago había un deán que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó decir que don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo (…) y le rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don Illán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y que temía ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró que nunca olvidaría aquella merced, y que estaría siempre a sus órdenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que las artes mágicas no se podían aprender sino en sitio apartado, y (…) lo llevó a una pieza contigua, en cuyo piso había una gran argolla de fierro. Antes le dijo a la sirvienta que tuviese perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que la mandaran. Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada, hasta que al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera había una celda y luego una biblioteca y luego una especie de gabinete con instrumentos mágicos. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres con una carta para el deán, escrita por el obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo y que, si quería encontrarlo vivo, no demorase. Al deán lo contrariaron mucho estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro por tener que interrumpir los estudios. Optó por escribir una disculpa y la mandó al obispo. A los tres días llegaron unos hombres de luto con otras cartas para el deán, en las que se leía que el obispo había fallecido, que estaban eligiendo sucesor y que esperaban por la gracia de Dios que lo elegirían a él. (…)

A los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y besaron sus manos y lo saludaron obispo. Cuando don Illán vio estas cosas se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego le pidió el decanazgo vacante para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que había reservado el decanazgo para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Santiago.

Fueron para Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses recibió el obispo mandaderos del Papa que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El arzobispo le hizo saber que había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su padre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don Illán no tuvo más remedio que asentir.

Fueron para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años recibió el arzobispo mandaderos del Papa que le ofrecía el capelo de cardenal, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El cardenal le hizo saber que había reservado el arzobispado para su propio tío, hermano de su madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Roma. Don Illán no tuvo más remedio que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores y misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa y nuestro cardenal fue elegido para el papado por todos los demás. Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces don Illán (cuyo rostro se había remozado de un modo extraño), dijo con una voz sin temblor:

—Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche encargué.

La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y tan avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.