Itinerarios de lectura: Del barro al oro, en alas de la no ficción
Nomi Pendzik nos introduce en un relato aún inédito de Didier Rodríguez Robles: O-fu-jung".
Por Nomi Pendzik
Con apenas algunos trazos negros contrastando en la blancura del papel, la magia de la literatura puede emocionarnos o hacernos conocer mundos inaccesibles. Incluso puede cambiar nuestra visión de la vida, de nosotros mismos o de nuestra historia.
Eso es lo que logra el panameño Didier Rodríguez Robles con su relato, aún inédito, “O-fu-jung”. Veamos cómo.
A mediados del siglo XIX ocurrió en Panamá, durante la construcción del ferrocarril, uno de los hechos más pavorosos y menos conocidos de la historia de América —a España la historiografía oficial le achaca miles de iniquidades en dicho continente; pero vean esta, y después me cuentan—. Por falta de mano de obra local, la Panama Railroad Company (EE.UU.) importó trabajadores de China: esperanzadas gentes que huían de las malas condiciones de vida en su propia tierra, y que al llegar a Panamá descubrían las condiciones terribles que les esperaban en tierra ajena. Entre el clima inhóspito, los peligros y enfermedades de la selva, la incomunicación, la semiesclavitud, la soledad y el racismo, muchos sucumbieron. Primero, al opio, y después a una depresión irremediable: no se conocen cifras exactas, pero se calcula que, en un mes, se suicidaron alrededor de mil desdichados chinos.
El doctor Alonso Roy, destacado médico e historiador panameño, cita textualmente al Ingeniero Jefe de los trabajos del ferrocarril, George Totten: “…nunca olvidaré la escena que mis ojos encontraron esa mañana. Más de un centenar de chinos colgaban de los árboles, sus anchos pantalones moviéndose al soplo de una ardiente brisa. Algunos se habían ahorcado con pedazos de soga y gruesos bejucos. La mayoría, sin embargo, usó su propio cabello, dando vueltas a sus largas trenzas, y amarrando sus extremos a la rama de un árbol”.
Totten es un testigo de los hechos, los consigna desde afuera: espantado, sí -el literario “soplo de una ardiente brisa” suma horror-, pero es un mero espectador.
Con este material verídico trabaja Didier Rodríguez Robles su cuento “O-fu-jung”. Se basa en un hecho históricamente comprobable, y esto incluye al relato dentro de una interesante categoría: la de las narraciones de no ficción, en la línea trazada por Rodolfo Walsh con Operación masacre, o Truman Capote en A sangre fría, por poner sólo dos ejemplos renombrados.
La no ficción toma como materia narrativa hechos reales, pero los cuenta utilizando técnicas propias de la ficción literaria: diálogos creíbles, vocabulario preciso y sugestivo, imágenes sensoriales, metáforas. El autor organiza los elementos caóticos, disformes, de la realidad, los circunscribe en un comienzo y un desenlace, les da tensión dramática. Crea un artefacto estético que les confiere a esos hechos una hondura “épica o intimista” de la que carecían en la realidad.
Y uno de los recursos más ricos a los que acude Didier es la individualización: no es lo mismo saber que algo horrible les ha sucedido a tantos chinos, que sentir lo que le ocurre a Lao Xim, el protagonista de “O-fu-jung”. Didier no necesita incluir el testimonio de Totten, como haría obligatoriamente un cronista: elige contar desde adentro.
El narrador omnisciente, testigo privilegiado pero invisible, nos sitúa dentro de la interioridad de Xim: sabemos qué piensa, qué siente, olemos lo que él huele y nos duelen las heridas que él sufre. Nuestra visión del mundo se transforma cuando nos preocupamos por alguien que hasta ahora era apenas un número en un libro de historia. Y el relato -que, sin declamar ni extraer conclusiones, nos muestra lo que le sucede al personaje- resulta un contundente alegato contra cualquier forma de segregación y esclavitud. Aquí los recursos de la ficción colaboran para recrear en nuestra mente el hecho que la realidad proporcionó; pero la noticia nos llega trascendida, alumbrada por una nueva luz. Como dice el profesor Eduardo Jordá, el autor de textos basados en hechos verídicos es “una especie de alquimista que convierte el barro de la vida diaria en el oro de la buena literatura.”
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Dos fragmentos de “O-fu-jung”
Hacía sólo dos lunas que Xim había oído hablar, por primera vez, de un sitio ignoto llamado Panamá, y tal nombre evocaba para él misteriosas resonancias.
Deambulaba por los muelles buscando trabajo, cualquier trabajo. Debía alimentar a su esposa Jia y a Lee, su hijito de cinco años y medio, el único que le quedaba con vida. Miles de hambrientos… No: decenas de miles de hambrientos muertos vivos pululaban por las calles, ocupados en el mismo asunto. A veces algunos de esos despojos humanos encontraban algo, pero debían trabajar dieciocho horas y, por pago, apenas recibían una escudilla de arroz con hierbas.
Aunque Xim se topara con algo así, sabía que no sería suficiente para su familia. Una luna atrás había enterrado a su segundo hijo. Yu tenía dos semanas de nacido cuando se los arrebató Yan Wang, el dios de la muerte. La falta de comida hizo que a Jia se le secaran las tetas, y el bebé sólo aguantó día y medio.
La misma noche del día en que murió, esperaron a que oscureciera, y dejaron la casa. Caminaron cerca de doce li, cargando el cuerpecito frío y rígido, y se adentraron en un bosque de cipreses, bien negro bajo la noche. Temían que, si algún desesperado los descubría sepultándolo, vendría después por el bebé. El hambre volvía locos a muchos, y Xim sabía de episodios escalofriantes. Si no encontraba trabajo, pronto moriría también Lee.
En los días siguientes al entierro, y por varias semanas, casi no vio ni perros ni gatos en las calles, y hasta las ratas empezaron a escasear. Y, cuando lograbas atrapar alguno de esos escurridizos bichos, tenías que cuidarte: en cualquier esquina, esqueléticos espectros eran capaces de arrebatarte tus presas a filo de cuchillo.
Una mañana, en la última callejuela del puerto, Xim estaba a punto de cazar un gato con su lazo corredizo, cuando sintió un clamor cercano. Salió del callejón y vio a unos treinta desharrapados rodeando a un hombre subido en un cajón. El hombre, un manchú, les hablaba de un país, “un país tan bárbaro como lejano” en donde había trabajo. Afirmaba que allí se ganaba mucho dinero, tanto que un chino cualquiera podía llegar a convertirse en un chino rico.
-¿Cuánto pagan? -gritó uno de la muchedumbre.
-¿Dónde queda Panamá? -dijo un anciano.
-¿Puedo llevar a mi familia? -preguntó alguien que estaba a su lado.
Y tantos alzaron las manos, ofreciendo sus servicios, que quienes reclutaban se dieron el lujo de escoger. Sólo los más fuertes, los más jóvenes y sanos fueron aceptados.
(…)
Al otro día, a media mañana, cinco se amarraron piedras grandes a la cintura y se lanzaron al río Obispo. En la tarde, uno, frente de los ayudantes del capataz, sostuvo un machete con la punta hacia su estómago y se lanzó de bruces.
Oscurecía cuando unos gritos sacaron a todos de las barracas: uno de los más jóvenes colgaba de un enorme corotú; había envuelto la coleta alrededor de su cuello, había amarrado el extremo a una rama y se había dejado caer.
Se quedaron allí observando al muchacho, que se balanceaba con la brisa. A la luz crepuscular podían distinguir el brillo de los ojos que se abrían al vacío, y oían el zumbido de las moscas que sobrevolaban la lengua azul de tan negra.
Caminando como sonámbulo, uno de los espectadores fue hasta el corotú de donde colgaba su compañero.
Xim comprendió su intención. Otros dos también se alejaron del grupo, y fueron por una escalera para ayudarse a subir a un guayacán que estaba un poco más allá. Xim vio cómo subían de a poco al guayacán. Se quedó mirando la escalera y se acercó.
Él mismo puso la mano en uno de los peldaños, luego un pie. Y trepó. En la penumbra vio que otros hacían lo mismo. Ninguna estrella se veía en el cielo, y la noche se incendió con el croar de las ranas y la intermitencia de las luciérnagas.
Xim cerró los ojos y recordó a Lee, agarrado de la mano de Jia, cuando ellos dos lo despidieron en el muelle. Desde la espesura vino un incesante ulular de búhos:
-Esas son voces de nuestros muertos- aseguraban los viejos de la aldea en donde él había crecido.
Xim dio una vuelta con la coleta alrededor del cuello, y después la amarró a la rama. Apretó el nudo lo más fuerte que pudo. Temblaba, y espasmos de dolor le apuñalaban las tripas. Miró hacia abajo, y volvieron en confuso torbellino los recuerdos de su lejana tierra y los recuerdos de todos aquellos a quienes había amado y los recuerdos de todos aquellos a quienes no volvería a ver jamás.