Entretextos: Un cuento de Franco Dall’Oste
¿Dónde te metiste?, un cuento de Franco Dall'Oste, licenciado en Comunicación Social y docente adjunto en la cátedra Laboratorio Creativo de Escritura I, de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.
Foto: Carla Dall'Oste.
¿Dónde te metiste?
—¿Dónde está el sacacorchos, me podés decir?
Silencio.
Si algo irritaba a Horacio era ese silencio: la ausencia, la tensión, el castigo. Miró hacia la escalera, esperando que por allí baje, que caiga por los escalones, hermosa y un poco disfónica, esa voz que a veces se sorprendía extrañando. Pero nada. Ella no respondió.
Suspiró y dejó la botella de Rutini sobre la mesada, apoyándola con fuerza y fantaseando con verla explotar. Imaginó aquel envase desintegrándose en infinitos pedacitos de vidrio que cortaran el aire; pudo ver el líquido bordó manchando los azulejos impolutos, empapando la vajilla de porcelana que se secaba en el escurridor y tiñendo color sangre el trapo rejilla blanco que descansaba sobre la mesada. Lo imaginó estallando contra ese silencio, astillándolo al menos, abriendo un espacio de algo, lo que sea antes que esa ausencia, esa ley del hielo a la que estaba sometido desde hacía tres semanas.
Abrió un cajón: vio cuchillos, tenedores y cucharas (primero los de “todos los días” y después, guardados en sus cajas originales, los que se usan sólo en ocasiones especiales, cuando hay invitados y vajilla de porcelana); vio un tarro de palillos, utensilios de madera, cucharitas de café, bultos sin forma, sombras que componían una periferia sin importancia. Lo cerró.
Abrió el de abajo: un mantel verde, otros blancos; telas y texturas suaves y coloridas. Lo cerró.
Abrió el de abajo: formas plásticas y metálicas, aparatos desconocidos y secretos culinarios. En fin: cosas que no son un sacacorchos. Lo cerró.
Acá no está.
¿Dónde está?
Abrió el bajo mesada: distinguió apenas la pila de tuppers y las ollas Essen que les habían regalado para el día de casamiento, cuarenta años atrás. ¿Había silencio en esos días? Sus recuerdos eran reemplazados año a año por esas fotos archivadas en una carpeta de cuero negro y letras doradas, pero las fotos no tienen sonido. ¿Alguna vez hubo otra cosa? Detrás de las ollas vio oscuridad: un fondo infinito y una brisa que le acariciaba la cara como una respiración. Cerró.
—¿Me vas a contestar? —gritó, girando la cabeza.
Silencio.
Caminó hacia la escalera.
Silencio.
—¡Irene! Dale, por favor, que quiero tomarme una copa —dijo, acercándose al primer escalón y poniendo una mano sobre el barral.
Silencio.
—¿Y? —dijo, apurando la falta de respuesta.
Silencio.
Miró hacia el costado: el espejo le devolvió un tipo de sesenta años mal envejecido, unas ojeras marcadas, un pulóver amarillo apretado contra la panza, una vida ya vivida. Hizo un chasquido con la lengua y suspiró sobreactuando impaciencia.
Volvió a la cocina y miró la botella, inútil, sobre la mesada. Pensó que sin sacacorchos esa botella era una cosa sin función, sin razón de ser, de existir. Lo irritó la mera reflexión de algo tan absurdo.
Abrió de nuevo el primer cajón y miró otra vez las formas, los brillos, los colores. Todo eso formaba un cuadro inútil también: la ausencia del sacacorchos era determinante.
Repitió, otra vez, la coreografía de abrir cada cajón y ante cada ausencia suspiró ruidosamente. El recorrido —inútil— lo llevó a volver a abrir el bajo mesada.
Hincó la rodilla sobre el piso de azulejos haciendo un esfuerzo. Quitó el aceite y el aceto balsámico del medio; después una juguera que llevaba años rota y unos tuppers que habían quedado sin tapa. Sacó una caja de cartón con ollas, sartenes y cacharros viejísimos y oxidados. La rodilla comenzaba a molestarle, al igual que el ciático. Se paró largando un quejido, como una rama a punto de quebrarse. Sintió que la cadera se le endurecía, como un engranaje roto. Al fin logró erguirse.
—¡Irene! ¡Por Dios! Necesito tu ayuda —gritó, y sintió que la voz se le quebraba.
Carraspeó.
Murmuró una puteada sin convencimiento.
Creyó escuchar un ruido arriba y pensó que Irene iba a bajar, que iba a venir ella misma a buscar el sacacorchos por el simple hecho de volver a humillarlo. Pudo prever sus labios finos haciendo un gesto de suficiencia y las pequeñas arruguitas que lo rodeaban cuando se fruncen. Sintió bronca.
—¿Sabés qué? Dejá —dijo, casi para sí mismo.
Volvió a agacharse puteando. Apoyó una rodilla, luego la otra. Terminó con la cabeza debajo de la bacha. Sintió otra vez el aire fresco, esa respiración que venía desde la oscuridad. Vio una bolsa de tela con lo que parecían partes de una licuadora; más atrás se encontró con decenas de frascos de mermelada vacíos, una sartén sin mango, asaderas agujereadas, tablas enmohecidas y un cuchillo eléctrico con el cable cortado. Sacó todo y volvió a meterse, sorprendido de la profundidad del bajo mesada.
Detrás de otros cachivaches amontonados se sintió como si estuviera frente a un precipicio. Quiso hacerse para atrás, pero su pulóver se enganchó en un tornillo de la bacha. Pensó que se iba a deshilachar y que Irene iba a tener que arreglárselo. Puteó otra vez mientras intentaba desengancharse, estirando el brazo derecho todo lo que podía y aguantando todo su peso con el izquierdo. Sintió que se le acalambraba el omóplato. No lograba que sus dedos encuentren la forma de desenganchar el embrollo, ni tampoco cortar la lana deshilachada. No podía ver más que una leve penumbra detrás suyo, y sintió que algo se arrastraba por su mano izquierda. La brisa se había comenzado a transformar en un viento fuerte, inexplicable. Gritó el nombre de Irene varias veces, sin esperanzas, y por primera vez en muchos años el llanto pareció empezar a colarse como un espasmo.
Entonces escuchó una voz, un murmullo que avanzaba hacia él como un pequeño arroyo entre las piedras y lo invitaba a avanzar.
Su brazo derecho se relajó y avanzó gateando hasta que el pulóver se desenganchó solo.
La voz murmuraba algo inentendible y él quería entender.
Entonces cayó.
Gritó primero, aterrado, presa de la adrenalina. Poco a poco se fue calmando. Sentía que era abrazado por el viento, fresco y potente, mientras caía hacia la negritud de un pozo sin fondo. Comprendió que la voz que murmuraba era la suya, que se lamentaba por caer, incluso desde antes de estar cayendo. Alrededor suyo, de pronto, una explosión de luces y colores alumbró un universo entero: estrellas y galaxias se desenrollaron en filamentos como neuronas; explosiones amarillas, violetas y azules se dispararon por aquí y por allá. Y Horacio vio la vida y vio la muerte de todas las cosas, como un fractal infinito e increíble; sintió el olor del Taunus que compró su padre en el ’72 y la primera vez que pasó a buscar a Irene por la casa de sus padres en San Fernando; vio cómo, en una cena que no recordaba, los ojos como dos charcos celestes de Irene se opacaban cuando su propia madre hablaba de hijos y nietos, del deber y la maternidad; y luego vio colores y objetos, olores que le recordaban experiencias brumosas, la textura de la tierra en las manos, la suavidad de un vidrio, el tormento de un grito; vio una hormiga levantando una inmensa hoja y presintió, en un espacio oculto, quizás inexistente, al resto de las hormigas del mundo; vio un amanecer en Río de Janeiro en el ’86 y sintió los dedos de Irene rozarle el cuello con una caricia; escuchó todas las palabras que dijo en su vida por un lado y sintió sus significados por el otro, y luego las observó unirse como una fusión arbitraria y caótica; oyó la primera historia jamás contada, y luego un chiste larguísimo y absurdo que le contó a Irene para verla sonreír entre tanta desgracia, mientras caminaban por la costanera; vio el Aleph y se sintió tan asombrado como inútil por no haber visto lo que estaba buscando.
Entonces una voz detrás suyo lo hizo volver. Gateando salió hacia atrás, entre las cajas y las bolsas de cachivaches, entre los tuppers sin tapa y los frascos vacíos, salió hacia el calorcito de la cocina y una vez fuera sus ojos se encandilaron con la luz amarillenta de su casa.
—¿A vos te parece que va a estar ahí abajo? —dijo Irene, sosteniendo el sacacorchos en la mano— Tomá.
Horacio la miró como una aparición divina, percibiendo los rayos de la lámpara de tungsteno como una corona alrededor de su cabeza.
Se paró, estremeciéndose por el dolor de cadera, y la abrazó.
Biografía
Franco Dall’Oste nació en Mar del Plata y creció en Coronel Vidal. Es Licenciado en Comunicación Social y docente adjunto en la cátedra Laboratorio Creativo de Escritura I, de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. En el año 2015 publicó su primera novela, “La Huevósfera” a través de Club Hem Editorxs. También ha publicado relatos, trabajos académicos y crónicas en distintos medios, tanto impresos como digitales.