Una foto que conmovió al país. Efraín recibe el diploma por haber terminado la primera, junto a su abuelo y su maestro.
Para muestra, bien vale un botón. El reciente conflicto del Conicet sobre el valor de las investigaciones en ciencias sociales y humanidades, con el que cerramos un duro 2016 en Argentina, es -a mi criterio- precisamente eso: una muestra de cómo estamos, pero también de hacia dónde podemos ir como sociedad.
Me quedaron algunos interrogantes: ¿qué interés real tenemos los ciudadanos argentinos por la educación? ¿Qué valor le damos? ¿Vemos la conexión que la educación tiene con nuestra calidad de vida? ¿Percibimos lo que implica para la deuda social de pobreza y exclusión que pesa sobre todos los argentinos?
El 2016, al menos para mí, quedará en la memoria como el año en el que se nos hizo patente la cifra de nuestro fracaso como pueblo y sociedad: uno de cada tres argentinos vive en la pobreza. A este dato se le suman las cifras del desempleo, tanto las que ofrece el Observatorio de la UCA como el mismo Indec.
Parece existir un consenso bastante amplio de que una de las claves para salir del pozo es la cuestión del trabajo y el empleo. Pueden diferir los acentos -íbienvenidos a la sociedad plural!- entre quienes apuestan por una presencia más activa del Estado, a quienes promueven el valor de la iniciativa privada.
Centralidad del trabajo digno
Desde el punto de vista católico, no podemos estar en desacuerdo. Desde sus inicios, el humanismo de la doctrina social de la Iglesia ha destacado la centralidad del trabajo digno, como un eje fundamental de la cuestión social.
Una cosa es tener pan para comer en casa y otra es llevarlo a casa como fruto del trabajo. Y esto es lo que confiere dignidad. Cuando pedimos trabajo estamos pidiendo poder sentir dignidad; y en esta celebración de San Cayetano pedimos esa dignidad que nos confiere el trabajo; poder llevar el pan a casa”, escribía el Papa Francisco el pasado 7 de agosto.Me detengo en esta frase: “Cuando pedimos trabajo estamos pidiendo poder sentir dignidad”.
Que una persona -un adolescente que está terminando el secundario, por ejemplo- sienta que su dignidad se expresa cuando el pan que lleva a su casa (o el celular o las zapatillas que se compra) son el fruto de su esfuerzo (y no de una dádiva o de una avivada), es un logro humano que no se da por el solo hecho de ofrecer una suma de dinero, sino que tiene detrás un complejo y decisivo proceso educativo. Proceso que no puede improvisarse ni darse por descontado para siempre.
Vale la pena recordar aquí que la palabra “educación” quiere decir: saca a la luz lo que hay dentro. En este caso, el proceso educativo tiene como meta ayudar a una persona a sacar a la luz sus potencialidades más hondas. Para eso se le ofrecen saberes, valores y experiencias. Educar es enseñar a vivir.
Vuelvo al lenguaje de Bergoglio: buena parte de esos argentinos pobres son, hoy por hoy, descartados y excluidos, fuertemente condicionados para sumarse al exigente mundo laboral de la sociedad del conocimiento. La mera multiplicación de subsidios o la facilitación de recursos tecnológicos nos produce, por sí mismas, el desarrollo humano integral al que se supone todos aspiramos.
Aprender a vivir y a humanizarse
¿Qué hacer entonces para que un chico argentino sienta que en el trabajo perseverante y bien hecho se juega su dignidad, y su futuro como ser humano?
Bueno, un camino es ayudarle a comprender que, antes de que llegue el tiempo de incorporarse al mundo del trabajo, su dignidad se juega en el modo cómo asuma su propia educación. La educación es al niño y al adolescente, lo que el trabajo es al adulto: la palestra donde aprende a vivir y a humanizarse.
Si miramos bien, este interrogante vale no solo para los sectores descartados. Todos estamos incluidos en este desafío. Este fin de año 2016 nos ofreció también una imagen de lo que implica este camino de dignidad: la foto de Efraín, el chico qom, con su abuelo y el maestro, unidos por la emoción de haber logrado un objetivo, aparentemente simple, pero de alto impacto: Efraín terminaba la primaria, sacando a la luz lo mejor de la condición humana. Ese aprendizaje es para la vida.
En esa foto aparece también otro factor clave y, hoy por hoy, poco políticamente correcto: el valor de la familia que es el espacio vincular en el que se acompaña a los que se abren a la vida. Abuelo y nieto caminaron por años varios kilómetros: ¿cuánto aprendieron en ese sacrificio compartido? ¿Qué les ha quedado a ambos para la vida? Ni se puede poner en palabra y, menos aún, contabilizarlo en números. ¿Se reconoce todavía que la familia es una realidad previa y superior al Estado y que merece una atención prioritaria, pues en ella se está jugando realmente el futuro?
Ojalá este “electoral año 2017” no nos distraiga de las cosas que son verdaderamente importantes para el futuro de nuestro país. Ojalá todos podamos recorrer el camino de Efraín.
(*) Obispo de San Francisco (Córdoba)
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