Crónicas marplatenses: “La casa”
El casino tal vez sea el último lugar de encuentro. No hay miradas juzgadoras, la mayoría está enfocado en su juego, hay una individualidad que casi conforta. Es una casa y tal vez un hogar, refugio, sistema.
Foto: archivo.
Por Ana Luz Arrieta (*)
Hay una señora: su mano derecha con dedos abiertos se mueven sin dirección alguna. Por momentos hacia la izquierda, en otros hacia la derecha, acercándose y alejándose, son movimientos lentos. Los ojos cerrados, el resto del cuerpo está sentado en una silla contenedora. Los movimientos de la mano derecha no cesan. La máquina con sus hileras de frutas, siguen inmóviles, esperan que alguien pulse el botón pero la señora continúa con su mano. Después, abandona los movimientos, abre sus ojos y se dispone a jugar.
Estamos en diciembre. No hay turistas en la sala, parecen ser locales. Hay una alfombra roja que abarca todo el espacio. Si se la mira de cerca, no parece notarse que es pisada por cientos de personas durante todo el día. Mayormente suelen deslizarse por ella, casi arrastrarse, diferentes suelas de zapatos, pero la entereza de la tela permite la duda: ¿cómo se mantiene?
El edificio no pasa desapercibido. Con luces verdes el gran cartel: Casino central. Debajo en letras negras que apenas alcanzan la visibilidad del transeúnte “Casinos de la Provincia”. Está ubicado sobre la calle avenida Peralta Ramos, en la rambla Bristol.
Afuera del edificio hay personas en la puerta vendiendo algún pañuelo, otras con su tarrito, madres con sus hijos recostados en el suelo, esperando la salida del afortunado, aquel que entró con la billetera y sale enérgico por su victoria. Pocos se detienen, la mayoría avanza hasta tomar un taxi, buscar su auto o simplemente caminan con las manos en los bolsillos.
Sin embargo, cuando uno ingresa, su fachada exterior no condice con lo que ve al pisar dentro: una escalera de grandes dimensiones divididas por cinco apoyamanos color bronce y en su columna derecha reza el cartel “Prohibido la entrada a menores de edad”.
Si continuamos caminando por los pasillos de las máquinas, las luces en las columnas y techos, luces led que permiten no ver nuestras sombras, juegan con la temporalidad porque no hay relojes. No hay ventanas. No hay música. No hay plantas.
El que no haya sombras es lo impactante. Se entra en una especie de intervalo sin tiempo. Ausencia de sombras es ausencia de tiempo, pero eso no importa para los que están acá.
En la entrada, si giramos hacia la izquierda, nos encontramos con los juegos de mesa: ruleta, black jack, punto y banca, dados. Están ellos, los locales con mirada fija en las mesas, posturas erguidas, no hay relajo en el cuerpo.
En una de las mesas de black jack, hay un hombre de 40 años con campera de cuero, pelo largo con rulos, jeans color claro con borcegos negros. A su lado, mujer de 65 años, pelo castaño atado con una cola, no demasiado tirante. Por encima de sus hombros un chal blanco y debajo un vestido que le llega a los pies. A su lado izquierdo, un joven de 27 años, vestido con un buzo adidas, por encima una bandolera amarilla. Su pelo corto cerca de las orejas y arriba una leve cresta.
En esa mesa no hay cooperación ni competencia. Están en el mismo lugar al mismo tiempo. Alguna vez leí que las plazas eran el lugar de encuentro, antes del country, barrio privado, antes que se alejen de la zona céntrica la clase alta, se compartía los adoquines de la plaza. El casino tal vez sea el último lugar de encuentro, apolítico, encerrados acá sin distinción, no hay miradas juzgadoras, la mayoría está enfocado en su juego, hay una individualidad que casi conforta.
Quienes los atienden están vestidos con trajes; si es mujer, su pelo tirante en el rodete; si es hombre, el brillo del gel resalta. Hay barras con diferentes tragos, y a veces pasan algunas mozas para que no se levanten de las mesas porque la finalidad es siempre la misma: jugá.
Jugá haciendo reiki, jugá con los nervios que obligan a tu cuerpo mantenerse tenso, jugá para perder la noción del tiempo, jugá ahora que el casino abre las puertas a todos, jugá. Lo importante en este espacio es siempre lo mismo: jugar.
En ese sentido, el casino es una casa y tal vez un hogar, refugio, sistema. Una casa que les da lo que quiere. Cubre sus necesidades. Entran y salen por la misma puerta, pero depende cómo les fue en las instalaciones de la casa, su universo cambió, pecho erguido o cabeza gacha. Se encuentran cara a cara con la suerte, es un baile con ella. Esperan que los toque. Sin embargo, lo peor que les puede pasar no es que no tengan suerte, sino no haber podido ir, no haber podido entrar a su casa.
La casa central es de todos. Abre sus puertas a todos.
(*) Ana Luz Arrieta nació en Los Toldos, provincia de Buenos Aires. Estudió en Junín el profesorado de Lengua y Literatura. En el año 2019 se mudó a Mar del Plata para desempeñarse como docente en escuelas secundarias. Actualmente, se encuentra escribiendo su primera novela. Facebook: Ana Luz Arrieta / Instagram: @analuzarrieta_