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El lector que escribe un diario continúa con la Trilogía de la Espera de Antonio Di Benedetto y lee la última novela, Los Suicidas. La espera tiene que ver, entonces, con la de la única cosa que llegará con seguridad, por más que sean los suicidas los ansiosos, los que no pueden esperarla.
Como El Silenciero, también Los Suicidas es un relato en primera persona, la de un periodista que debe hacer una investigación a partir de las fotos de tres suicidas que tienen una extraña expresión.
El lector copia el comienzo de la novela que, por otra parte, resulta una muestra del estilo de Di Benedetto, donde la puntuación y la sintaxis revelan su importancia para darle a la prosa un ritmo propio, no de hermana pobre de la poesía sino particular y distintivo:
“Mi padre se quitó la vida un viernes por la tarde.
Tenía 35 años.
El cuarto viernes del mes próximo yo tendré la misma edad.”
A partir de allí, como lo plantea el epígrafe de Camus (“Todos los hombres serios han pensado en el suicidio alguna vez”), el tema será la muerte, con un toque -leve, muy leve- de investigación a lo género policial: después de todo, son periodistas tratando de saber por qué se suicidaron los sujetos de las fotos.
¿Qué es lo que resulta extraño en las fotos? La expresión de los muertos: “Están espantados, tienen el espanto en los ojos, y sin embargo en la boca se les ha formado una mueca de placer sombrío”. Espanto y placer, una mezcla difícil.
La investigación releva qué piensa de la gente de la muerte: dos mujeres le proporcionan al narrador datos “objetivos”. Bibi busca en el archivo cientos de datos históricos, pero Julia, la novia del narrador, maestra de primaria, les hace hacer a sus alumnos una composición sobre el tema. De los fragmentos, el del bebé suicida resulta inolvidable, piensa el lector que escribe un diario. A la maestra la echan de su trabajo, porque “el tema de la muerte es un tema prohibido por alguna falla cultural y que en el fondo se trata del miedo”.
Todos imaginamos a la muerte, piensa el lector que escribe un diario, y el narrador anota su fotografía mental: “Es una dama parecida a Mae West –quiero decir, un poco anticuada- gordita y sensual, de piernas cruzadas, que fuma trepada en el banco de un bar, junto al mostrador. Espera, es decir, nos está esperando”. Otra vez, placer. Como el que se nota en la boca de los suicidas. Placer prohibido. Otro tabú.
Espanto y atracción. Más allá de todas las pruebas que el narrador va acumulando, “la vida es tenaz” y es esa tenacidad inútil la que da la tensión primordial de la existencia, es decir, al relato. Si el narrador de El Silenciero podía decir en algún momento “realmente es el único escape en el que no he pensado: mi propia muerte”, Los Suicidas se rige por el lema de Camus: pensar en la propia muerte o en las muertes por mano propia de los demás, incluyendo un recién nacido o un perro es la constante.
Como el sueño de andar desnudo, recurrente en el narrador. Desnudo, como la retórica de Di Benedetto.
“Son las 11.
Tendré que avisar, lo cual será engorroso.
Debo vestirme porque estoy desnudo.
Completamente desnudo.
Así se nace”.
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