Las insólitas peleas de los malhumorados cocheros
En 1914, un año antes de la huelga que paralizó el transporte en Mar del Plata, muchos cocheros de los carros a caballo se mostraban iracundos y se resistían incluso a la policía. Y de allí, de esos comportamientos, aparecían algunos hechos que terminaban con los "chauffeurs " tras las rejas.
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Por Fernando del Rio
Corre aun en estos tiempos una bien difundida presunción que coloca a los choferes de vehículos de alquiler en el rango más elevado de la escala de la intolerancia callejera. Se les atribuye a ellos, taxistas o colectiveros, una prepotencia nacida en la autopercepción de ser los dominantes de las esquinas, los que por andar trabajando tienen más derechos que otros conductores. Y esa leyenda fue construida en base a sucesos como los que, por ejemplo, ocurrieron en el ya languideciente verano de 1914.
Los carros a caballo, por esos años el medio de transporte más elemental y que convivían con el sistema de tranway también de tracción a sangre, eran conocidos como coches de plaza porque solían tener sus paradas allí o, como en el caso de Mar del Plata, en ciertos puntos estratégicos del sector costero o de hoteles. Hacían el recorrido a la Rambla y también a la estación Norte de trenes, donde la escena por momentos era de un farwest urbano: los caballos de los “vis a vis” descansaban a la espera del nuevo pasajero mientras se olfateaban mutuamente con otro animal de la policía montada.
A las generalidades las definen también sus excepciones y por eso no es un exceso simplificar diciendo que los choferes eran mal llevados. Probablemente no todos, pero muchos. Se decía por entonces que los aurigas cuidaban más a sus caballos que a sus clientes y nacían momentos beligerantes con frecuencia. En especial con aquellos que los usaban de paseo, de entretenimiento. Los aurigas eran hombres que lidiaban con el “charme” ajeno lo que por momentos los hacía poseedores de poseía cierta necesidad de dejar las riendas y cambiar de roles.
El domingo 15 de marzo de 1914 algunos cocheros aguardaban frente al Hotel Colón de la calle Irigoyen al 1100 a que se asomara por las ornamentadas puertas algún huésped adinerado que quisiera dar una recorrida por la ciudad. Dos de los aurigas habían forjado una amistad o algo así y tiraban en yunta como sus propios animales. Eran Atanasio Leoz y Rafael Fuertes, a quienes esa tarde no se les venían dando los viajes y acumulaban ya varios rechazos.
—¿Y qué tal si intentamos de otra manera?
—¿Qué manera, compadre?
Leoz y Fuertes se divirtieron imaginando qué tal sería una postura más firme en el ofrecimiento de sus servicios.
En ese momento acertó a salir del hotel un hombre solitario pero que, a juzgar por su aspecto, podía adivinarse de fortuna. Con pulcro traje recto, bigotillos levantados a cera y unos zapatos que relumbraban el huésped despertó en los aurigas el instinto de caza y se pusieron al acecho.
-Coche, señor, un cochecito… —dijo uno de ellos.
El hombre rechazó la oferta por una sencilla razón: no era ni huésped ni mucho menos adinerado. Era tan solo un empleado del hotel llamado Rogelio García que se había puesto elegante para aprovechar las horas finales del domingo después de haber trabajado toda la jornada y mucho más.
Leoz y Fuertes le insistieron destacando, en su confusión, la estirpe, la alcurnia y el abolengo que parecían brotar de esa figura tan engalanada.
—Pero caballero, que no se diga que todo un señor como usted con tanta parada…
Rogelio García hizo un gesto con la mano para ratificar su negativa y a cambio de eso recibió el primer acto de maltrato de los aurigas. Fueron unos insultos que frenaron en seco al hombre, más por asombro que por otra cosa. Y ahí nomás Leoz y Fuertes, que estaban de pie junto al pescante de sus carros, la emprendieron a latigazos.
Fue afortunado García, si al cese de un castigo se le puede decir fortuna, porque quien se decidió a intervenir a su favor fue nada menos que Pedro Partarrié, secretario del juez de Dolores. Partarrié como muchos otros prominentes de la zona estaba en Mar del Plata de paseo y justo pasaba por allí cuando vio la paliza que los dos aurigas le estaban dando al pobre hombre. Acaso un sentido acostumbrado de Justicia lo hizo ponerse espalda con espalda con el pobre Rogelio García y no solo logró detener las agresiones. También pudo detener a Leoz. Fuertes quiso escapar con su carro, pero a las pocas cuadras un par de agentes de policía lo interceptaron y los mandaron a ambos al calabozo de la comisaría primera.
Repuesto de lo vivido, García dio su parecer sobre la conducta de los cocheros: “Soy un lavaplatos, pero en mi tierra he sido todo un correcto caballero, solo que diferencias de familia me arrojaron a estas playas, en donde por falta de medios paso desapercibido, pero no tanto para que esos chocheros se dieran cuenta que yo era una persona “chic” que acostumbraba a pasear en coche”, dijo entre algún que otro quejido por el ardor en la espalda que testimoniaba el paso por ahí de los látigos.
No se habían acallado los ecos del acto criminal de Leoz y Fuertes cuando la locura volvió a desatarse. Solo un par de días más tarde, el 17 de marzo, la víctima fue el doctor Antonio Ramallón, aunque en circunstancias diferentes a la anterior. Resulta que el galeno se subió al carro conducido por el auriga Antonio Vignola y tras un paseo de dos horas le abonó 5 pesos. Sin embargo, esto no conformó al cochero que le exigió algo más, pero Ramallón se negó porque eso era lo que el entendía por justo.
En medio de amenazas e insultos, Vignola se alejó, pero a los pocos segundos regresó y sin darle tiempo al consagrado médico a defenderse le asestó un golpe en el lado izquierdo del rostro que produjo algo más que un enrojecimiento. La inflación se manifestó al mismo tiempo que llegaban policías a detener al impulsivo auriga.
Vignola fue trasladado preso de su conducta y de su propia frustración a la comisaría primera, donde se encontró con Andrés González, otro cochero detenido por desacato. González se había tomado a golpes de puño con el policía Simón de Santos quien había intentado infraccionarlo por su temeraria forma de conducir.
—Mal llevados estos choferes… -dijo un policía.
Y el otro le respondió:
—Más mal llevados van sus pasajeros.
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