Desde que vivo mi retiro relativo en Valeria del Mar, la siesta se ha incorporado a mi agnosticismo como una excepción: es un acto casi religioso, de práctica cotidiana raramente violada.
El lunes no fue la excepción: a las tres de la tarde, cama. Duró poco: insistentes sirenas de bomberos, patrulleros, ambulancias. Cuando esto sucede en una villa dominada por el bosque de pinos, no hay siesta que valga. Así, me vestí, apresté mi cámara fotográfica y salí a ver qué pasaba.
Confieso que sentí temor: el humo espesaba un cielo celeste que oscurecía por lo denso. Caminé hasta la avenida Espora, a dos cuadras de mi casa, y noté cómo crecía la adrenalina en mi sangre y –suponía- en la de cada uno los cientos de personas que, como yo, iban en busca del centro de las llamas. Los bomberos ya estaban allí, atacando focos grandes y medianos que se negaban a rendirse, y un viento inquietante daba velocidad de vértigo al fuego que se ampliaba hacia el norte, hasta copar con una enorme fogata la rotonda de acceso a Valeria sobre la Ruta 11. La policía contuvo al vecindario y desalojó la estación de servicio YPF, a veinte metros, cuyas marquesinas comenzaban a derretirse por el calor. El riesgo de un avance sobre el lugar (es una estación dual, para combustibles líquidos y GNC) era creciente. De pronto, algo cambió: el viento viró de manera extraña, disminuyó su intensidad y desplazó el fuego hacia el oeste, allende la ruta, rumbo a los campos llanos.
A unos 300 metros, los bomberos habían franqueado un acceso desde la avenida Espora (la principal de la villa) a La Reserva, un espacio de unas treinta o cuarenta hectáreas no urbanizadas, de arboleda agreste y variada, propiedad de un empresario inmobiliario. Allí estaba el alma del incendio y desde la avenida se veía lo que el fuego había hecho ya: centenares de pinos con 35 años de vida y copas imponentes mostraban sus troncos ennegrecidos, desnudos; el piso, de arena, estaba cubierto por un manto gris, casi blanco, de ceniza humeante. Dos máquinas abrieron un camino hacia el interior del incendio, y por ese sendero comenzaron a entrar voluntarios, cientos de voluntarios, vecinos de toda condición llegados de Pinamar, Valeria, Ostende, Cariló. Se armó un pasamanos de unos cuatrocientos metros hasta uno de los focos menores, y viajaban así los baldes, tachos, botellones, todo tipo de recipientes con agua en una cadena emocionante. Dejé de sacar fotos y me prendí al trabajo.
Así estuve hasta las siete de la tarde, cuando los focos eran ya pequeños aunque peligrosos y los bomberos estimaban dominado el incendio. Volví a mi casa sin luz, agotado y con el humo en los ojos. Ahora que lo recuerdo mejor, no era humo lo que me hacía lagrimear. Era otra cosa: el dolor por la pérdida de tanta naturaleza viva, la muestra de solidaridad colectiva en la que nadie era especial y todos compartíamos la misma angustia y la misma convicción: ayudar, simplemente.
Ayer a la mañana, cuando amanecí en martes 13 y no hice cuernos, el cielo estaba limpio, del humo quedaban apenas algunos olores y los bomberos trabajaban en acabar con los fueguitos menores. A mediodía cayó una lluvia torrencial justo sobre el lugar. Al norte, Pinamar mostraba un cielo limpio. Al sur, Villa Gesell presagiaba tormenta. La lluvia duró poco. Cuando escribo estas líneas, el sol brilla.
A las tres, en punto, tendré mi siesta
* Periodista (con destacadas trayectorias en las editoriales La Capital y Perfil)
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