La gente anda leyendo: Un hombre bueno
Los fantasmas marplatenses merodean a un hombre que no se resigna a la incredulidad.
Por Dante Galdona
“Nadie duda de los fantasmas marplatenses. Los vemos en muchos lugares emblemáticos. En el Torreón del Monje y en el asilo Unzué, en Villa Victoria y el museo Castagnino, en galerías y plazas. Mar del Plata es una ciudad de fantasmas”, me dice un amigo marplatense con cierta predisposición energética a lo paranormal.
Ante mi racionalismo extremo, se exalta cuando intento derribar sus teorías a través de explicaciones simples.
Si pudiera mostrarlo con una imagen, sería la de un desquiciado en posición fetal y tapándose las orejas en un rincón del cuarto. Le teme más a la comprobación de la inexistencia de fantasmas que los propios espectros. De hecho, a ellos no les teme.
“¿A vos no te gusta ‘El fantasma de Canterville’, el libro del inglés ese? Fijate que a los yanquis no les parece nada raro”, me dice y agrega: “En la Villa Victoria y el Castagnino se sienten los pasos”, remata como si fuera la estocada final de un discurso destinado a dejarme mudo.
Él me cree teóricamente moribundo cuando, desde el piso de nuestra discusión, le compruebo que la dilatación de la madera, los cambios de temperatura e incluso el viento provocan sonidos similares a los pasos y que nuestro propio mundo interior completa la fantasía.
Desorbitado, al borde del brote psicótico y de agarrarme del cuello, intenta un último razonamiento: “¿Y los llantos y los gritos?”.
Me guardo las mil razones para contestarle, quedo en silencio. Es mi amigo y no lo quiero mandar al manicomio a ver fantasmas encerrado, lugar en el que sí es probable su existencia.
Por el contrario, lo invito a leer juntos el libro de Oscar Wilde con la secreta esperanza de poder explicarle que el autor utiliza la figura del fantasma para reírse de muchas cosas, entre ellas, el modo de vida norteamericano.
Pero mientras mi amigo insiste en la ventaja que encierra no temer a los fantasmas y que cuando dejemos de temerles ellos vendrán a salvarnos de la diosa razón, empiezo a pensar en serio en dos posibilidades: encontrar un fantasma y salvarlo de mi racionalismo o llevarlo al psiquiatra y salvarlo de sí mismo.
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