La crisis de confianza de los valores democráticos desde la ciudad infeliz
En los últimos 40 años la democracia fue puesta a prueba en más de una ocasión. Infortunios políticos, acecho militar, desatinos económicos fueron algunos de los males. Y en Mar del Plata los valores democráticos se debilitaron, como todo el país, pero terminaron fortalecidos con la gente en la calle.
El presidente Fernando de la Rúa camina solitario sobre la pasarela de un buque amarrado en la Base Naval de Mar del Plata, el 18 de mayo de 2001.
Por Fernando del Rio
Es 19 de diciembre de 2001. Hay hambre y angustia, pero por sobre todas las cosas hay hambre. Mar del Plata es esa ciudad desbalanceada de siempre que espera el verano para disimularlo, aunque ahora casi nadie puede siquiera pensar en la temporada porque hay una clase baja con hambre, una clase media con miedo y una clase alta con preocupación. El anunciado fin del mundo para el año 2000 solo parece haberse retrasado y ahora sí que está por llegar.
Mar del Plata tiene destrozada su estructura socioeconómica, con la mayor tasa de desempleo de todo el país. Un 23% de su población económicamente activa no tiene trabajo y más del 30% se mueve, errante, sin destino, por debajo de la línea de la pobreza. La gente hace trueques de sus productos manufacturados en sus casas o extraídos de un viejo ropero y lo hace con tanta voracidad que transforma a la ciudad en el tercer centro urbano con más “trabajadores del trueque”, solo superado por el Gran Buenos Aires y por la provincia de Mendoza. La prosperidad aspirada es apenas la supervivencia. La comida no llega a los merenderos de los barrios conflictuados y aquella esperanza en el cambio prometido por el gobierno de Fernando De la Rúa, esa promesa de dejar atrás al menemismo y su caída libre, ya no convence a nadie.
En el país entero se escucha el rumor en las calles que pide que alguien haga algo. Algunos huelen sangre y como tiburones se preparan para el acecho. Saben que con apenas incitar ciertos ánimos la crisis tendrá su estallido, sin revelar, eso sí, que las esquirlas siempre alcanzan a los mismos. Saben que el rumor es la antesala del clamor y éste, si los políticos no ponen el oído, de la violencia. Lo hacen igual. Se aprovechan del hambre para acelerar una reacción que, de cualquier modo, se va a dar. La gente pobre no da más y va para adelante. Ahora cuenta con la compañía de una clase media resentida y con sus ahorros cautivos por lo que ocurrentemente alguien llamó “corralito”. Sin poder ni capacidad de responder de otra forma, el Presidente decreta un estado de sitio que, como a él, nadie respeta. Y las calles del país se pueblan de cacerolas, de sonidos metálicos, de gritos, de dos pedidos: que alguien haga algo y si no pueden, que se vayan todos.
Los valores que la democracia propuso en los últimos 18 años entran en crisis de confianza y después del discurso de De la Rúa a las 19 de este 19, los marplatenses replican lo que sucede en todo el territorio nacional: salen a la calle para que no les roben más sus ya despojadas vidas. Miles de personas cortan las avenidas Colón y Luro. Se apoya la reacción desde los balcones a golpe de cacerola y sartén. Hay banderas argentinas, no hay banderas políticas. Nadie se anima a mostrarse simpatizante de aquellos que han provocado el descalabro: ni los peronistas con su último gobierno de Menem, ni los radicales con su actual de De la Rúa.
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Es 7 de noviembre de 2001. Un país busca respuestas urgentes ante una emergencia que combina deflación del -1.6%, desempleo de más del 20% y pobreza de casi 17 millones de habitantes. Es la apertura del Coloquio de Idea en Mar del Plata y el presidente de la Nación, Fernando de la Rúa, se para frente al atril. Un periodista le pregunta si se siente con fuerzas para adoptar las medidas necesarias y sostenerlas en el tiempo. De la Rúa mira hacia abajo, tamborilea sobre la madera con su mano derecha y con su alicaído tono de voz dice que sí. “Absolutamente -ratifica con dudoso énfasis-, soy el presidente de la República con el voto popular, así que tengo la plena legitimidad y sé que la dirigencia de todo el país tiene sentido de la responsabilidad para actuar frente a estos momentos difíciles del país”.
De la Rúa mira hacia las mesas repletas de empresarios y no parece hallar devolución. Había llegado unas horas antes al aeropuerto local -por entonces llamado Brigadier De La Colina- y al atravesar la ciudad en una Mercedes Benz Vito había percibido en el aire esa misma tensión por disimular el respeto hacia su investidura. Había empezado a notar falta de voluntades para revertir una soledad cada vez más acechante. Como en su anterior visita a la ciudad el 18 de mayo, en la Base Naval, cuando quedó retratado en una icónica fotografía atravesando la rampa de uno de los buques. Ese día, mientras la banda militar ejecutaba el Himno Nacional, los gritos y cánticos de protesta se entrometían molestamente y provocaban que De la Rúa pidiera respeto por los símbolos patrios.
Ahora, en el Coloquio de Idea, la burbuja de protección lo resguarda de cualquier quejoso sonido exterior, pero la discordia está bajo techo. Basta con las miradas de la patria empresarial para sentir la hostilidad. “Les pido comprensión” y “precisamos de su apoyo” son dos frases que lanza hacia las mesas donde la mayoría de los asistentes mira hacia abajo. Solo una mesa asoma protocolarmente atenta y es en la que se ubican los ministros Jaunarena, Rodríguez, Giavarini, el director del Banco Nación, Enrique Olivera, y el intendente Elio Aprile. De la Rúa no sabe que esta es su última vez en Mar del Plata como presidente.
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Es 29 de diciembre de 2001. Solo 52 días después, Mar del Plata recibe una vez más al Presidente de la Nación, pero ya no es el radical De la Rúa sino el peronista Adolfo Rodríguez Saá que se va directo a Chapadmalal para reunirse la jornada siguiente con todos los gobernadores partidarios, lejos de los cacerolazos que siguen tronando en todo el país. Luego de anunciar en su asunción unos pocos días antes que Argentina entraba en default y que no iba a pagar sus deudas, Rodríguez Saá necesita el respaldo político para consolidar un gabinete y completar el mandato en diciembre de 2003. Lo único que le dan los gobernadores es la espalda. Al otro día solo seis provincias mandarán a sus representantes y en la de(s)preciada reunión por la tarde se producirá un misterioso corte de luz. Afuera, en el portón de madera, decenas de marplatenses empezarán a reunirse. Estarán munidos de cacerolas que deforman a golpes contra una barrera metálica. El rumor llegará a la residencia y Rodríguez Saá entenderá definitivamente el mensaje. Pedirá que preparen el avión para regresar a San Luis desde donde horas después leerá su mensaje de renuncia por cadena nacional. Se dará cuenta de que a él también le cabe el que “Se vayan todos” que empezó a sonar hace más de una semana atrás.
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Es 20 de diciembre de 2001. “Oh, que se vayan todos, que no quede ni uno solo” lleva la melodía robada de “Meu amigo Charlie Brown” y es un hit que golpea con fuerza al salir expulsado de la boca de viejos, no tan viejos y futuros viejos. Los cacerolazos se mantienen durante la madrugada y las organizaciones sociales, en estado de alerta para contrarrestar el estado de sitio, coordinan salir a las calles con la llegada del sol. La Corriente Clasista Combativa (CCC) con Chacho Berrozpe como referencia junto al Polo Obrero y el Movimiento Atahualpa forman una sólida columna en la avenida Luro, frente al Banco Provincia, a la altura de la calle San Juan. Allí es donde reciben subsidios para sobrevivir y es donde ahora hacen notar su tolerancia agotada.
Unas cuadras más allá de la avenida Luro, en la puerta de la Municipalidad, se citan otros necesitados bajo el ala y el impulso de ATE y la CTA. Son 200 manifestantes reunidos para esperar la entrega de alimentos y exigir que el Estado no los desampare. Empiezan las tensiones. El jefe de la Policía, Carmelo Impari, se esfuerza por no entender el contexto. Los hombres a su mando acaban de detener a los dirigentes sindicales Daniel Barragán, Luis Canavessio y Daniel Cesario en medio de una brutal represión frente al palacio comunal. Con la automatización propia del subordinado, Impari no piensa ni es sensible a los reclamos. Al contrario, justifica el accionar de la policía y hasta se atreve a decir a los concejales Gustavo Pulti y Claudia Fernández Puente que “esto no es una expresión de carencia”. Los invita a ir a ver detrás del monumento a San Martín, como si allí se ocultaran mercenarios de una sedición en lugar de familias.
El 20 de diciembre de 2001 fue el día de mayor tensión en el país y en Mar del Plata la represión policial dejó heridos y tres dirigentes gremiales detenidos.
La represión policial también se despliega en la zona de la estación de trenes donde un cuerpo de robotizados agentes de Infantería avanza con paso castrense. Una larguísima bandera argentina es atravesada en la avenida Luro por los manifestantes a modo de valla y los policías tienen la única deferencia del día: no la pisan. Pero la saltan y después del saltito para evitar que los borceguíes queden marcados en la tela celeste y blanca, empiezan los gases lacrimógenos y las corridas. “¡En el barrio la gente se muere de hambre… La policía está igual que nosotros!”, grita una mujer con los ojos llorosos.
En uno de esos barrios habrá un supermercado invadido y saqueado. El sismo con epicentro en Buenos Aires y el Conurbano tiene réplicas por todo el país, con mayoría de muertos en ciudades del interior. En Mar del Plata no hay fallecidos, pero sí una represión policial que busca, paradójicamente, algo de paz desde la más profunda violencia institucional.
Recién por la noche llega algo de calma tras la caída de De la Rúa, en esa imagen que se hará mensaje de advertencia para el futuro: el helicóptero partiendo de los techos de la Casa Rosada.
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Es 19 de abril de 2003. El país intenta reordenarse y hay elecciones en una semana. Aunque no es verano, la escena ocurre en una playa, en el restaurante de una exclusiva playa del sur de Mar del Plata. Rodríguez Saá está allí, a unos pocos kilómetros de la Residencia Presidencial de Chapadmalal, la que dejó apurado hace poco menos de dos años. Con su dentífrica sonrisa asegura que volverá a ser presidente, que el Movimiento Nacional y Popular se impondrá a Carrió, a Menem y que Kirchner no pasará del cuarto lugar. A su lado está Aldo Rico, con pretensiones de ser gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Es el mismo militar que se volcó a la política años atrás con su partido Modin (Movimiento por la Dignidad y la Independencia) después de condicionar a la democracia en los sucesos de Semana Santa de 1987, en la sublevación que obligó al presidente Raúl Alfonsín a negociar la ley de Obediencia Debida. Esos días en Mar del Plata, al igual que en todo el país, la democracia se hizo fuerte, con peronistas y radicales reunidos en un mismo acto para oponerse a las acciones de Rico y su gente. Ese mismo hombre ahora habla desde una playa de Mar del Plata y reivindica por primera vez los alzamientos: “Estoy orgulloso de mis antecedentes”. Los votos le habrán de dar la espalda a Rodríguez Saá en ocho días y unos meses después a Rico.
Unidos, radicales y peronistas se reúnen en la plaza San Martín para consolidar la democracia tras el alzamiento carapintada.
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Apenas fechas sueltas, hojas de calendario que caen por el peso del tiempo y que retratan días de incertidumbre. Como volvería a suceder el 8 de diciembre de 2013 con el acuartelamiento de la policía y los 77 locales saqueados en la ciudad. Fechas, momentos de una época en la que el contrato social pudo disolverse pero que terminó fortalecido por la misma autorregulación de un sistema como el democrático que, en definitiva, es el menos dañino de los sistemas.
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