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Policiales 1 de mayo de 2023

Un marplatense suelto en el barrio de los muertos vivos de Filadelfia

Tiene 33 años y la crisis de 2001 eyectó a toda su familia de la Argentina. Su nueva vida, siendo un niño, se forjó en las duras calles de Filadelfia. Drogas, delitos, prisión y hoy una vida dedicada al trabajo. Un marplatense testigo directo de la gran epidemia del fentanilo en Estados Unidos.

Las calles de Kensington están repletas de "zombies" a causa del fentanilo.

Por Fernando del Rio

Ni nombre, ni foto, ni ninguna referencia que pueda descubrir su identidad. Ese es el pacto. Ni siquiera una imagen de sus tatuajes, aunque paradójicamente haya sido gracias a uno de ellos que me enteré de su existencia. El acuerdo para la publicación de su historia se negocia, eso sí, con algún detalle que revele su condición de marplatense y que sea inconfundible.

—¿Te va que me ponga el buzo de Alva? —me dice AR, tal como ingresó a mis contactos después de que una mezcla de inquietud, curiosidad y altruismo periodístico lo pusieran al alcance de un mensaje de Whatsapp.

—Dale, nada mejor que eso. En toda la nota vas a ser AR y voy a poner algo así como “un marplatense suelto entre los zombies” para que la gente tenga una idea.

—La gente no va a tener una idea jamás si no lo ve con sus propios ojos a esto.

La foto con la campera de Alvarado nunca llega acaso porque la nueva vida de AR, una vida de trabajo y de familia son ahora prioridad. O simplemente porque, tal como él dice, no tenemos ni idea de lo que es “esto” y de todo lo que implica.

“Esto” es el barrio de Kensington, un sector central de la ciudad estadounidense de Philadelphia que pasó a ser conocido mundialmente desde hace un par de años por sus “zombies”. Adictos al fentanilo que parecen muertos vivos y que recrean escenas extraídas de alguna exagerada película o serie. Sus cuerpos aletargados, catatónicos y consumidos se confunden entre la basura acumulada de la avenida Kensington y las carpas forman campamentos sobre las veredas a la espera de la aparición puntual, rutinaria y salvadora de los dealers. Porque los “zombies”, gente de todas las edades que llegan a Philadelphia para entregarse a un trance infernal y autodestructivo, salvan su existencia, no sus vidas, solo si consiguen una nueva dosis.

 

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Las calles de Kensington están repletas de “zombies” a causa del fentanilo.

—El que entra, no sale más. Antes era crack, cocaína, pero desde que llegó el fentanil esto es tremendo.

“Fenchaná” pronuncia AR en un rasgo del inglés urbano, callejero, que es prácticamente su idioma de sustitución al castellano que trajo de cuna, de su vida en Mar del Plata hasta los 10 años, cuando su familia decidió mudarse a Estados Unidos. Hoy AR es un tipo de 33 años al que se lo respeta en las esquinas de Kensington porque él mismo supo merodearlas.

-Yo tuve muchos problemas, ahora estoy en otra. Pero a mí acá me respetan.

Hay alguien que puede corroborarlo y es quien me hizo descubrir esta historia.

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Mauro Albarracín es un youtuber, un generador de contenidos de los de ahora, que se animó a viajar para retratar a comienzos de año el problema en Kensignton. Viajó con su productor y realizó un video que ya tiene 1,7 millones de reproducciones.

En un pasaje del documental de casi 20 minutos, Mauro, conocido como Lesa, muestra algo disruptivo que le sucedió. Una camioneta imponente, negra, se les acercó. Tuvo algo de temor porque no sabía si era correcto estar grabando videos allí. De pronto, un hombre de mediana edad descendió y le preguntó al productor de Mauro si ese era el pibe que hace video en los barrios de Buenos Aires. A partir de ahí todo cambió. Como Mauro lo dice en el video: “no me pregunten por qué, pero el chabón tenía toda la cabida ahí, se movía como pez en el agua en Kensington. Se movía como ninguno”.

Ese hombre era AR quien ocultó su rostro y solo mostró tatuajes acreditando su procedencia argenta: había un escudo de la AFA, el Sol de Mayo y un toro azul con otro escudo, el de Alvarado de Mar del Plata. Y esto último hizo efecto en mí mientras miraba el video, algo así como sentir un pinchazo, un clímax, pero de curiosidad. ¿Un marplatense animándose a meter en los rincones más turbios de Philadelphia era posible? ¿Qué ni los dealers, ni los consumidores dejaran de saludarlo? Si esto era así, debía comprobarlo.

Bastó cruzar mensajes con Lesa, para llegar a AR y agregarlo a mi lista de contactos telefónicos.

AR tiene en su foto de perfil de Whatsapp una camiseta y una campera de Alvarado. No olvida su sentimiento a pesar de haber vuelto solo un par de veces a Mar del Plata en los últimos 23 años.

-Mi viejo me hizo fanático cuando era chiquito. Me llevaba a la cancha hasta que nos tuvimos que venir acá —comenta.

La crisis del año 2001 arrasó con la familia de AR en el barrio López de Gómara y su padre no pudo más. Se levantaba a la mañana para hacer changas, iba hasta el puerto y en la banquina pescadores que bajaban de sus lanchas (seguramente hinchas de Aldosivi) le regalaban pescado que él luego canjeaba en un almacén, en una panadería, en una verdulería.

Al llegar a Estados Unidos las cosas fueron duras y AR creció como cualquier niño latino.

—En la calle —recuerda.

Las calles de Philadelphia siempre fueron peligrosas. Es la sexta ciudad más grande de Estados Unidos y tiene sus vecindarios conflictivos como Strawberry Mansion, Fairhill o Harrowgate que la llevaron a tener la mayor tasa de homicidios de Estados Unidos en 2021. Y en 2022, los números se agravaron aún más. Sin embargo, nada se compara con lo que sucede en el área de Kensington, ni siquiera el Skid Road de Los Ángeles o el Tenderloin de San Francisco.

—Le dicen zombies, sí, pero yo los veo distintos. Ellos no pueden salir, vienen con sus autos a probar y no se vuelven más a sus ciudades, a sus familias. Porque los zombies fueron padres, hijos, hermanos. Imaginate que acá llega un padre de familia, porque le pinta, se pincha y chau —grafica AR.

—Se ve a esa parte de la ciudad como apocalíptica, como de película, con esas carpas…

La avenida Kensington, el principal sitio en donde se observa lo que se conoce como una epidemia.

La avenida Kensington, el principal sitio en donde se observa lo que se conoce como una epidemia.

—¿Sabés que pasa? Que ellos acampan ahí porque no tienen donde vivir, no tienen donde ir y necesitan estar a dos pasos del transa.

—¿Y cómo se financian? ¿De dónde sacan plata para la droga? —quiero saber con indiscreta y obvia inquietud

—Mirá, hoy se está pagando 10 dólares la bolsa y ellos pueden consumir hasta 8 bolsas por día. La plata la sacan de las stampas de comida que les da el Gobierno. Son algo así como 600 dólares y ellos las venden a 300.

La ecuación matemática acaba en un número que no va más allá del cuarto o quinto día. Entonces AR dice que los adictos trabajan de basureros, recolectores y que su necesidad de droga los potencia. “No sabés lo laburadores que son. Levantan metales, cartones, todo lo que se pueda reciclar y hay quienes hacen 200 dólares por día. Después están los otros que también roban”, admite AR.

Un maligno en la sangre

Si los demonios existen y son como las fábulas los definen, no es en un infierno en donde moran sino en los laboratorios de drogas sintéticas de cuyas cocinas surge el “Tranq”, última variante de la mezcla que hizo estragos durante años. La versión anterior tenía muchos nombres como “China Girl”, “Apache” o “Jackpot” y dos compuestos como el fentanilo y la heroína, dos opioides que combinados detonaban por dentro a los adictos. Pero eso no es nada en comparación con el “Tranq” o “Zombie Drug”.

“Es tremendo como quiebran ahora. Antes era el crack, la cocaína, después llegó el fentanilo y ahora esto”, reconoce AR .

Antes la gente deambulando por las calles de Kensington era una imagen marginal. Ahora desde que apareció “Tranq” en 2021, el paisaje es distópico. Apocalíptico. Los adictos quedan detenidos en su propio tiempo y espacio y por eso se los puede ver como estatuas de carne y hueso. El efecto lo causa “xilacina”, un potente sedante de uso veterinario que suele aplicarse en grandes animales como las vacas o los caballos. Cuando el coctel llega a las venas de los adictos en Filadelfia les produce primero la reacción del heroinómano, el subidón. La euforia, la “oleada de sensaciones placenteras” llegan y poco después se inicia un acelerado proceso descendente en el que la xilacina entra en acción de forma directa. Entonces los adictos experimentan una sedación y permanecen en ese estado semi catatónico que les da la apariencia de muertos vivos, de zombies.

Pero hay dos agravantes más en el Tranq. El primero de ellos es que sus efectos no se contrarrestan con la naloxona o narcan, un antídoto que servía para el fentanilo con heroína. En el caso en que una persona entra en crisis por una sobredosis se le aplica naloxona y se la puede revertir. De hecho, están equipados los policías y las guardias hospitalarias con esa droga. Pero con el Tranq no funciona.

La otra contra del Tranq es que donde se “pica”, la piel sufre una necrosis y la llaga se convierte en una úlcera purulenta y de olor nauseabundo que no cicatriza. El consumo prolongado deriva indefectiblemente en la muerte. En los últimos 2 años en todo Estados Unidos se reportaron más de 100 mil muertos por el consumo de opioides combinados y los sistemas de salud ya lo califican de epidemia.

La comunidad argentina en Filadelfia es pequeña y está absorbida por los portorriqueños, por lejos la más popular. Luego los siguen mexicanos, dominicanos, colombianos y salvadoreños, entre otros. También hay comunidades significativas de cubanos, venezolanos, peruanos, hondureños y guatemaltecos. Siempre están los argentinos, pero no siempre hay buena relación. “Con los de Puerto Rico está todo bien; con los que tenemos algunos problemas son con los rosarinos. Igual, yo ahora me alejé de todo esto. Vivo a algunas millas de aquí”, dice mientras me habla desde Kensington.

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AR estuvo en Mar del Plata hace unos pocos meses y tal vez regrese este mismo año. Él pudo salir de la dinámica de la droga y hoy puede colaborar como un observador para mostrar la realidad. Como lo dice sin orgullo, pero también sin vergüenza, “yo antes fui otra persona, ahora soy una persona activa, tengo familia, cambié mi vida, Dios me cambió la vida… No tengo sed de lastimar a las personas”.

Por lo que se puede ver en los innumerables videos de You Tube, en Kensington lastimar personas es un deporte, es un modo de vida, incluso de supervivencia. Lastimarse a uno mismo y lastimar a terceros. Por eso, en el barrio de los “zombies” que parecen detenidos en el tiempo, es conveniente mantenerse en movimiento. Como bien lo dice el grafitti sobre un chapón que cubre el faltante de una puerta de un edificio abandonado: “This is not a chill spot. Keep it moving!!!”.