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Cultura 2 de abril de 2023

Natacha Mell: un feminismo genuino, fuerte

Reseña del libro "Ese instante infinito del amor".

Por Sebastián Jorgi

Dedicatoria de nuestra estimada autora, “Al amor de mi vida”. Momento crucial ante la partida del ser amado. Frase generadora de una gramática tan íntima como implosiva, disparadora de esquirlas reservadas en esa granada-corazón que traduce una muchacha sentimental. Nacida en Avellaneda, Natacha Mell, docente, periodista, investigadora y cineasta, sorprende con este poemario, “Ese instante infinito del amor”, intenso, desenfadado, confesional. Y me voy acercando a la poeta: “Ese viaje que lleva a los territorios medulares, glandulares, hormonales…” -golpea y golpea- “partícula, montura”. Y sigue golpeando en esa primera página, “sumergida en mareas de palabras”, en una suerte de arte poética. El poemario está estructurado en las cuatro estaciones (Primavera; Verano; Otoño; Invierno), el sentimiento del “nosotros” va y viene, por momentos se hace añicos y me vino a la memoria “El amor líquido” de Zigmunt Bauman, el tema de la fragilidad de los vínculos humanos. Pero acá el asunto es el amor y la poeta se mantiene estoica ante las “sombras oscuras” e “inclementes zozobras”. En ese intenso viajar, trata de cruzar la frontera existencial más vallada: la imposibilidad del amor carnal y la no-correspondencia. La más mínima comprensión del otro lado de la red. Claro, no es el tú y yo romántico de Paul Geraldy, es un duro juego tenístico desplegado, en tensos sets-poemas transitados con furia por Natacha Mell.

Y sí, “migajas de amor no quiero”, como diciendo aquí estoy yo, mujer, en este mundo de hoy confrontado en discordias globalizadas y en diferencias de intimidades, donde “desahuciada / languidezco / me esfumo”. Se rebela contra cierto status quo conyugal o a establecidas normas burguesas, arriesgo en mi aproximación. Es una poesía que surge validada, contra lo convencional, exige incondicionalmente amor.

A modo de intentar un acercamiento de lectura con cierto condimento crítico, me atrapó la serie de siete miniaturas poéticas: “Y fuimos uno / esa mañana” (Encuentro); “Marinero, pies de nubes / ¿Sabes lo que necesito?” (Dudas); “Este amor hecho de besos / alborotando primaveras” (Amor); “Fui bailarina fugaz / pájaro manso / ambrosía sagrada” (Olvidos); “Soy tuya / con la fuerza de un ciclón embravecido” (Soy); “Una sonrisa tuya / embellece la vida” (Ternura); “Sueños locos / de ditirambos azules” (Ensoñación).

Y el fraseo no da tregua, los reveses se tornan rápidos, como raquetazos con furia, “besar a un desconocido”, “me jugué / salté al abismo”, “no necesito papeles para amarte”. Natacha construye una ideología de la intimidad, con calma, cool, nada de delicadezas, en ese bordado estilístico que la acerca a Ingeborg Bachman, la gran poeta austríaca. Y estoy diciendo bastante. Lo que ha escrito tiene una fuerza incontenible.

“Es muy difícil hablar de la propia vida”, dice Castoriadis pero Natacha Mell se ha instalado en su geografía para reconstruirse. “Aprehenderse-aprenderse-entretejerse”, así nos confiesa, apela a un tú-amor esquivo y a un tú-lector expectante. Y en esa geografía tropiezo con el Bar Sarandí, una prosa poética que describe un encuentro, un síndrome metafísico que acaece en la esquina de Salta y avenida Mitre, a pasos del Viaducto. Un lugar al que yo solía ir en bicicleta desde mi casa de Lanús, Salta y Pringles, un boliche de mesas viejas, que hoy subsiste remodelado.

Y el epistolario no tiene pausa, la poeta no da respiro y ella misma se rompe, “tal vez no te des cuenta / de lo que sufro”; “Si pudiera decirte que no”; “nada duele tanto/como la certeza de lo imposible”. De manera que los cuadros, pensando en su quehacer como cineasta, se van tornando patéticos y cada secuencia conforma situaciones límites, caras a un existencialismo estoico, con una resignación o resiliencia valiente. “Prefiero ausencias / de azules témpanos / a madrugadas de indiferencia”.

Entonces el intento de reconstruirse es un espejismo, “el espejo resume ausencia”. Sin embargo, la poeta lucha contra el mundo, imbuida de ese yo y su situación, para esbozar en su perímetro de Sarandí, una postura orteguiana: el amor será la sufrida perfomance, donde el lenguaje se fusiona con la circunstancia. Bien lo dice en el prólogo Darcy Tortonese, “se amalgaman poemas, prosas poéticas y estructura novelística”, marcando la experimentación. Se intenta una mixtura de géneros, mediante una textura económica, contundente, abarcadora, con la poeta en medio de la tormenta, soportando “oleadas de vientos” que “azotan mi mundo a la deriva”.

El sufrido agón de vencer o resistir su propio deambular caótico. Desgrana un feminismo genuino, sin pancartas ni bombos, ni delikatessen.

Metaforizado fuerte almanaque poético el de Natacha Mell.