Porque cuando uno piensa en la palabra cruce, lo primero que se le viene a la cabeza es la forma cordial de indicarle a alguien que lo haga, que atraviese el umbral de las cuatro esquinas, que quiebre al menos un lateral de una intersección; luego el presente subjuntivo en primera y tercera persona y, finalmente, el imperativo. Esa forma que tanto les cuesta verbalizar a los tibios. Pero ¡hágalo! Cruce la idiotez y los qué dirán.
El miedo murió en la intersección que acaba de cruzar, solo queda usted mismo, —o peor— solo quedas tú, —o peor— solo quedás vos. Desnudo como quisieras dirigirte hacia los que te molestan. Pero hay que tranquilizarse. El cruce es también poner dos cosas en forma de cruz o mezclar especies, o si hablamos de piernas: cruzarlas.
O incluso unir dos especies de animales para llegar a una tercera. Cruce. Solo puedo imaginar una carretera de tierra (porque sin esta palabra, la imaginación nunca se encontraría con “el cruce”) con nada hacia sus extremos, o quizá un bosque sobre dos cuartos del paisaje, pero nada más que follaje y tierra. Eso por un momento, hasta que alguien llega en bicicleta a preguntarse si para un lado o el otro y sacar conjeturas sobre las direcciones o la intuición.
Pero el cruce, mi cruce, no tendría ningún valor sin la acción de ser cruzado, por lo que no sería un cruce hasta que el ciclista lo cruzara, por lo que antes de la acción misma no podría nombrarlo como tal. Y si así fuera, debería estar ahí para comprobarlo, puesto que no hablaré jamás con ese ciclista, y mi imaginación tampoco tendría ningún sentido.
Cuando fui a ver la inauguración del “cruce”, no hubo ciclista. Encontré un paisaje similar, con tierra pero sin follaje. Unos caballos salvajes andaban por ahí y no pasó nada. No hubo cruce. Tuve que hacerlo yo mismo. Ahora sólo era parte de mi decisión pensar en ese cruce cuando oyera la palabra. Pero para Martita el cruce tenía que ver con interponerse.
Como molestar en algo, obstruir, y eso era realmente molesto, porque cada vez que hablábamos ninguno de los dos podía salir de la imagen mental de la palabra cruce, por lo que siempre que eso sucedía, ambos acontecimientos tenían lugar: en un gran lugar llamado nada había un cruce al que llegaba un ciclista que por algún motivo no podía cruzar al otro lado.
Quizá por alguna extraña fuerza sobrenatural inexplicable, o quizá por la explicable y triste imposibilidad de tomar una decisión, esa sensación de que todo continúa su curso excepto su cobarde avance que lo envuelve en una rotonda de imprevistos que se interponen a su deseo de cruzar y continuar.
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