La elección de Donald Trump como nuevo presidente de Estados Unidos, tal como ocurriera en junio pasado con el Brexit, ha confirmado que la crisis económica internacional iniciada en 2007 no está cerrada y que su profundidad está minando las bases de los regímenes políticos no sólo en los países periféricos sino también en los centros de poder mundial.
Al igual que en el caso del Brexit, el voto a Trump ha sido el resultado de una miríada de sectores sociales que, por razones diversas y hasta contradictorias, han optado por una propuesta de “cambio” completamente difusa, imprecisa y compuesta de eslóganes e ideas que no guardan coherencia interna.
En el caso de Gran Bretaña, esta característica se puso de relieve de manera casi inmediata con la práctica disolución del UKIP, partido de extrema derecha adalid de la salida de la Unión Europea (UE), y poco después en la falta de un programa concreto de abandono, hasta llegar al actual conflicto en el que la Corte Suprema ha derivado la decisión final de la ruptura con Bruselas en Westminster.
Trump ganó la elección no sólo como un ‘outsider’ dentro de su partido Republicano y del sistema político bipartidista de Estados Unidos: lo ha hecho como un real dinamitero de su propia formación y contra la decisión del ‘establishment’ de respaldar mayoritariamente la candidatura de Hillary Clinton a la presidencia.
Más allá de su demagogia neofascista contra las minorías raciales e inmigrantes y su misoginia declarada, Trump conquistó el voto de la clase obrera desocupada y ocupada, así como de los sectores comerciales, rurales y hasta de una parte de la inmigración latina, merced al énfasis puesto en el “empleo”, la recuperación de la economía y su perorata electoral contra Wall Street y los monopolios.
En este sentido, el millonario “antisistema” se benefició de los cinco millones de puestos de trabajo perdidos en la industria entre 2000 y 2015 ó de los 7,2 millones desaparecidos desde 1979 hasta 2015.
También de la pérdida de un 27,8% del poder adquisitivo de los salarios en los últimos 40 años, de la precarización del empleo, de los jóvenes sin expectativas y con trabajos descalificados, así como de una franja de trabajadores adultos mayores de 40 años condenados a no recuperar sus puestos de trabajo calificados por la migración de la industria a México, China y otros países del Lejano Oriente.
Es por ello que lo que podríamos denominar el “programa económico de Trump”, compuesto de ideas inconexas de su campaña, se basa de una tendencia claramente proteccionista destinada a reactivar el mercado interno y a incrementar el empleo.
Las líneas generales con las que Trump llegará a la Casa Blanca el próximo 20 de enero implican un fenomenal incremento del gasto público para impulsar infraestructura y gastos militares; la imposición de barreras arancelarias y para-arancelarias a China; la revisión e incluso el abandono de los tratados de libre comercio como el NAFTA y la reducción de impuestos a las empresas del 40% al 15%.
Con esta última medida, de corte reaganiano, Trump y sus asesores persiguen el objetivo de que las empresas estadounidenses ingresen al país alrededor de dos billones de dólares que mantienen en el extranjero.
Pero, en el caso de que la mayoría republicana en ambas Cámaras apruebe ese programa que desfinanciaría al fisco, no está claro si las empresas, en caso de entrar a Estados Unidos, destinarían esos capitales a inversiones en infraestructura e industrias o simplemente a recomprar sus propias acciones.
En lo que hace a los planteos proteccionistas, Trump chocará inevitablemente con las grandes corporaciones que tienen grandes inversiones en China, donde producen bienes que les reportan ventas anuales por 300.000 millones de dólares, y también con la cadena de importaciones que abaratan los insumos industriales, como las autopartes provenientes de México y muchos otros productos chinos.
Y, en cualquier caso, la pregunta sin respuesta es ¿por qué las empresas estadounidenses volverían a Estados Unidos cuando sus costos en China y otros puntos del planeta son muchos menores, particularmente en el rubro salarios?
Aunque Trump no lo ha dicho, la única manera de atraerlos que tendría pasa por una reducción de los salarios nominales de los potenciales empleados de esas firmas y, por esta vía, recrear el empleo norteamericano pero no “haciendo grande de nuevo a América”, sino transformándola, desde el punto de vista social, en un país que no se parecererá en nada a la otrora potencia con un mercado interno pujante.
La amenaza de romper el NAFTA y el Tratado del Pacífico, por otra parte, es muy difícil de llevar a cabo por las mismas razones apuntadas y por muchas otras, por lo que esta bravuconada electoral de Trump se parece más a una extorsión para renegociar las relaciones comerciales de Estados Unidos que a una real guerra comercial con China e incluso con Europa.
El viraje hacia una política de déficit fiscal totalmente contraria a la que los republicanos vienen predicando desde siempre, no contará con una fácil aprobación del Congreso. Menos aún cuando la rebaja de impuestos patrocinada por Trump duplicaría la deuda de Estados Unidos, actualmente en 7 billones de dólares, durante la próxima década.
Finalmente, todo indica que la política monetaria de Trump buscaría elevar la tasa de interés de la Reserva Federal ya que en su campaña ha criticado las tasas de interés bajas o negativas, a las que ha culpado de de ser la causa de la “burbuja especulativa” de Wall Street.
La idea de liquidar el seguro de salud universal creado por el presidente saliente Barack Obama, y conocido como “Obacamare”, será otro duro escollo para esta mezcla de completa libertad de mercado para algunas cosas e intervencionismo proteccionista para otras que propugna Trump.
Todo indica que el desorden ha llegado a Washington y que está golpeando las puertas de la Casa Blanca. Es el desorden de un orden económico mundial cuestionado y en crisis.
Sin embargo, el “populista” Trump tiene como principal consejero financiero de campaña a Steve Mnuchin, alto ejecutivo de Goldman Sachs durante 17 años y que ahora suena como nuevo secretario del Tesoro, una noticia que podría explicar la tranquilidad de Wall Street tras la elección.
El cerebro de su plan fiscal es Steve Moore, de la conservadora Heritage Foundation, mientras que Lawrence Kudlow, es ex asesor de Ronald Reagan y ex economista de Bear Stearns.
Otro hombre de confianza de Trump es Jack Welch, ex presidente de General Electric, un “monopolio” por antonomasia, y Carl Icahn, otro gran inversor de Wall Street es un estrecho colaborador del magnate presidente.
El discurso “antisistema” y proteccionista de Trump pasará ahora por el filtro de su futuro gabinete ortodoxo y cercano a Wall Street que, a no dudarlo, buscará ponerle un coto a la amenaza de desorden.
Télam.
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