Cuatro ficciones sobre Rodolfo Walsh
Dos marplatenses especialistas en la obra de Rodolfo Walsh juegan en estos microtextos a ficcionar sobre cuatro momentos determinantes en la vida del periodista y escritor.
Por Mariano Taborda y Emilio Teno
1938
Sabe que, de un momento a otro, las luces del día le permitirán ver las cabezas de la segunda hilera de cuchetas pero aún sin nitidez como el contorno sombrío de un cordón montañoso.
Empezará desde una claridad aguachenta, casi imperceptible, a ganar la colcha que cubre los pies de Dashwood, el sueño nervioso de Murphy, una marea creciente que dividirá la barraca en dos hemisferios, casi perfectos, de luz y de sombra. Más tarde, alumbrará el torso inmóvil de Kelly, el perfil anguloso del Gato. Cuando la luz llegue hasta ahí, él no estará en su cama.
Después, verá, en la misa, las caras pecosas de Mulligan y Scally, un poco hinchadas todavía por el sueño. Se detendrá, un instante, en los dedos, en las uñas sucias de Lynch y en los ojos legañosos de Dolan.
El sol irá cubriendo, con la escasa fuerza de junio, el ala oeste de la capilla. Todavía, en el campo poceado que va hasta la leñera, el pasto crujirá de escarcha. Y, más allá del campo y de los álamos, un tren sin nadie cruzará la mañana. Sólo se oirá el gorjeo de los pájaros, el grito lejano de un gallo. Pero, dentro de la capilla, el pueblo escuchará la voz grave del padre Fagan y dará paso a un mascullado amén casi al unísono. Entre todas las voces, no se oirá la suya.
Frente a la pizarra, alguien balbuceará una lección mal aprendida mirando alternativamente al suelo, a la punta de los botines Patria. Otro rebuscará en su bolsillo descosido. La mano nerviosa tropezará con las payanas, tres bolitas, un pucho de cigarro.
Por fin, hallará media tiza. Dos acompañarán con carcajadas. Hasta que todo se cubra de silencio, hasta que, por venganza o codicia, aparezca la delación y la regla afilada de Miss Jennie caiga sobre los nudillos con sabañones de los pecadores mientras su mano grácil y su sonrisa de niña tonta alientan al delator con las promesas del Reino. Pero entre sus palomas de papel, faltará una.
Habrá una tarde feliz y cierta. Quizá la única de todos esos años. Tendidos sobre el pasto, los guardapolvos grises, más arratonados bajo el sol deslumbrante, los dientes de su hermano, el hambre de su padre, cortando un salame sobre un papel de diario, hablando de Labruna, Pedernera, de Justo, de Uriburu y la sonrisa del pan junto a los hijos. Querrá que ese domingo no se acabe nunca. Querrá volver al Sur, a la orilla del río, al sudor agrio de los caballos, al crepitar del fuego de una casa con madre. Y, sin embargo, las campanas tocarán a rebato para que el pueblo vuelva, con la mirada gacha, a su ritual de Ángelus y de café con leche.
No importará ya la sonrisa de Collins dibujando en el aire las dimensiones titánicas del querido tío Malcom. Las banderas, la espera, el susurro de ese nombre como un santo y seña, el libra contra libra que fuimos barajando entre Nuestro Salvador y el celador Gielty. Ni siquiera importará, y esto es lo terrible, la lección de esa tarde epifánica en la que el pueblo aprendió que estaba solo.
No importará tampoco haberse negado a delatar, a olvidar, a traicionar, a comer, haber ganado la batalla contra la sémola cotidiana, porque ese será un triunfo solitario que el pueblo no entenderá. Y entonces, la sopa raída, la papa flotando en el centro del zinc, no será el símbolo de la rebeldía, de la resistencia, porque ese plato no estará en la mesa.
1956
Mueven las blancas. Siempre es así. Peón d4. Del otro lado, lo esperable: peón d5. De forma maquinal, merced a un plan establecido, la mano que guía las blancas ubica ahora el caballo en f3. El oponente imita con caballo f6. Antes del próximo movimiento prefigurado, el de las blancas enciende un cigarrillo rubio. Escupe la primera bocanada, en dirección al techo, sin quitárselo de la boca.
Puede escribir durante horas con el pucho apretado; deja apenas separados los labios para liberar el humo. Fuma con la tranquilidad que le conceden un premio literario y la distancia de las tareas hogareñas.
La atmósfera es agobiante. El sol se fue pero el calor aún permanece. Diciembre presagia un verano irreal. El sopor dificulta los movimientos y los pensamientos del hombre. Evalúa si tomar un colectivo o un taxi, la caminata puede ser una catástrofe. Tiene una dirección, un nombre y una descripción física.
Tal vez sea conveniente evitar nombrarlo. Sabe que lo encontrará. Qué otra cosa se puede hacer, en una noche asfixiante, que tomar cerveza y esperar que la madrugada traiga el alivio en forma de brisa fresca. Se decide por el colectivo. Tal vez con la ventanilla abierta el viaje sea soportable. Piensa en cómo decirle eso que no parece real.
Blancas peón e3 y las negras peón c6. Hay que controlar el centro del tablero, desarrollar las piezas y enrocar. Ya sabe cuál será el próximo movimiento, lo dilata. No está activado el reloj. Hay que estirar la partida, en la casa debe estar imposible.
Le hace una seña muda al mozo, elevando el vaso. Lo apoya a un costado del tablero, sonríe y mueve alfil d3. Hasta la mitad de la partida los movimientos serán predecibles: peón de alfil, el caballo restante y enroque. Si logra llegar al final con el mismo material es difícil que la pierda.
Baja del colectivo. El viaje se hizo infinito. Ahora camina la última cuadra a los saltos. Si no está ahí dentro, si no lo encuentra esta noche, buscará a otro. No importa quién, se tiene que saber. Le hablaron de él.
Seca la transpiración de la frente. Enfoca, en la vereda de enfrente, el lugar. La opacidad de una nube gris, sobre las cabezas, lo distrae. Hay quince hombres, parecen todos iguales. Enfoca a uno: está con una pieza en la mano a punto de moverla. Se acerca al de la barra y le pregunta con una voz apenas audible, ronca por las horas de silencio:
–¿Aquél es el escritor?
Sin esperar la respuesta, avanza. Ve la nuca cada vez más grande. Ya siente el perfume, ya ve la transpiración en el cuello. Le apoya una mano en el hombro y le habla al oído.
1960
Masetti le dice que da con el tipo. Que los años de formación religiosa y esa cara de gringo harán el resto. Será por los ojos claros, miopes, detrás de los anteojos. Será por la calvicie con algo de tonsura y mechones pajizos de un rubio casi pálido. Lo de irlandés se lo pasa por alto. Lo dice mientras se ríe y mira a Gabo. Gabo asiente.
Un pastor protestante. Un vendedor de biblias en la selva guatemalteca.
Hay que infiltrarse, insiste Masetti. Entrar vía Panamá, ir a Nicaragua y pasar, de ahí, a Guatemala. El traje negro, el cuello blanco sobre la piel curtida de sol, anaranjada; el idioma inglés correcto, literario. Buscar la hacienda: un cafetal perdido entre montañas verdes.
Hablar con la gente, escucharla; ofrecerles el libro, la salvación. Hacerse amigo de algún recluta, beber con él. Miran otra vez los papeles. Las marcas en lápiz rojo, azul, negro. La letra apretada en los márgenes, minuciosa. Un nombre: Retalhuleu.
Hay que pensar mucho en Dios, dice García Lupo.
Se ríen todos.
Toda esta locura comenzó hace unas cuantas noches mientras la teletipo no dejaba de escupir pavadas. Él fumaba, aburrido, con la ventana abierta y los rollos de papel se iban acumulando en el suelo de la oficina.
El mecánico decía que la teletipo estaba estropeada y por eso reproducía esos sinsentidos como una catarata idiota de letras y de números. Eran mensajes de la Tropical Cable y enlazaban un supuesto tráfico comercial entre Guatemala y Washington.
Los cortó y dispuso sobre el vidrio de la mesa. Los apisonó con el cenicero para que el aire de la noche no los dispersara. Examinó los rollos y fue encerrando en círculos de lápiz negro algunos patrones que se repetían.
Entonces, recordó un librito de criptografía básica, sobre una pila de revistas que Pupé amontonaba en la habitación del edificio Focsa. Recordó, también, a Daniel Hernández, un corrector de pruebas de imprenta de la editorial Corsario, aficionado a la resolución de enigmas y, luego, sonrió.
Ya casi está amaneciendo, apura el resto de whisky en el fondo del vaso. La Habana, capital de una revolución recién nacida, piensa. Patria o muerte, piensa que leyó en una pared descascarada, mientras mira a Diomara vestirse frente al espejo. Es una negra pobre y fabulosa, de piernas infinitas que conoció en el Music-Box.
Larga, pobre, negra, fabulosa. Una isla que balbucea, gatea, aprende a pararse entre los últimos traqueteos de metralla. Ahora fuma, piensa en que no va a ser fácil, piensa en el laberinto de piedras, los balcones, las cocinas humeantes de malanga frita, las tejas de la Catedral, los pasillos del Hotel Nacional, el mar golpeando el Malecón. Finalmente, piensa en ese hombre, en Madrid, del otro lado del mar, que quizá, ahora, piense en Buenos Aires.
1975
-¡Hay que apuntarle al enemigo, querida! Si no afinás la puntería nos vas a liquidar a nosotros.
Se ríe. Sabe que a su hija no le hará gracia pero no puede evitarlo. Da un trago largo al vaso de ginebra, lo apoya en la mesa y una leve sonoridad, producto del placer, completa el ritual. Tiene una camisa de manga corta, abierta, pegajosa, sobre un cuerpo fibroso que no acusa la edad.
-¡Callate, viejo! Al menos no soy cobarde.
Es una respuesta esperada. Lo dice y los hoyuelos de las mejillas se profundizan. La vincha blanca despeja el pelo de la frente y lo deja caer a los costados. Las cejas finas enmarcan una mirada astuta.
-Dejá de joderla, querés. ¿Cómo fue?
-Estábamos en la práctica de tiro. Saqué el 22 y, antes de levantarlo, salió el disparo. No entendía nada, sentí una picadura como de abeja. O de dos o tres abejas juntas.
-¿Te duele?
-Molesta. No lo puedo apoyar y a la noche siento que se hincha. Pero la verdad, un poco me alivia. Ya le perdí el miedo a recibir un balazo.
Al padre se le desdibuja la sonrisa. Hay silencio. El sol rojo asoma entre los árboles, ya sin fuerza. El mantel cuadriculado, sobre la mesa, sostiene cigarrillos, fósforos, una botella de vino blanco y otra de tinto. Lilia enciende un cigarrillo, por reflejo, y corta el silencio con un silbido estruendoso.
Victoria se mira el pie que descansa, envuelto en vendas blancas, sobre una silla de mimbre. A unos metros, Emiliano parece haber domado el fuego. Entre los dedos oscuros de carbón, asoma, fulgurante, la alianza dorada.
-Preparen la ensalada que en un rato sale.
La voz de Emiliano suena débil. Luego, se sacude y putea a los mosquitos.
Una lámpara a kerosene ilumina las caras amarillas. La pesadez de la comida y la bebida vuelven aletargados los movimientos y las palabras. Victoria convida a Lilia a fumar un cigarrillo, a solas, en el muelle.
–¿Cómo está papá?
-Más o menos. No le gusta estar todo el tiempo acá. A veces se pone unos sombreros y se hace el viejo para ir hasta la ciudad. Está muy contento porque viniste.
-Lo noté algo raro hoy.
-Está preocupado por vos. Nunca te lo diría, a mí tampoco. Pero me doy cuenta, siempre te nombra cuando habla del peligro. Que si vos te animás, él también tiene que hacerlo.
El otro día, buscando unos papeles, encontró una foto que está con ustedes dos, de chiquitas. Se quedó mirándola y no dijo nada. A la madrugada, noté que no estaba en la cama y vi la luz del baño encendida. Me acerqué para ver si le pasaba algo y lo escuché que lloraba.
Vuelven hacia el farol que ilumina la mesa. Lilia sigue camino hasta la casa, se lo ve a Emiliano desarmar las valijas y tal vez necesite ayuda. Victoria se acerca a la mesa y ve a su padre entredormido que respira fuerte.
La luz le da de lleno en la cara; ahí está: la cabeza cuelga sobre el pecho, las manos sobre las piernas. Diáfano, hermoso. Le besa la frente y sigue camino hasta la casa.