Historias de Barrio: La monedita
Un recorrido por los vicios de Norita, una mujer que creía en eso de que “un hombre para ser un hombre, debe tener un vicio”.
Por Enriqueta Barrio (*)
A Norita en una época se le dio por “la monedita”.
Así le decía, cariñosamente, a esa cosa infernal que son las máquinas tragamonedas que pueblan bingos y casinos y que ejercen, por razones algunas desconocidas y otras no tanto, gran adhesión entre las viejas.
Quizá habría que hacer previamente una revisión sobre Norita y sus vicios, para comprender este que le agarró a la vejez viruela.
Mujer irracional y apasionada, se aferraba a la frase que le había dicho Don Nicola en su juventud: “Un hombre para ser un hombre, debe tener un vicio” y la enarbolaba cuando la cosa se le iba de las manos y se armaba la podrida en casa. Por esos años, la palabra “hombre” aunaba hombres y mujeres y nadie se fijaba en ello. Y aunque la frase no pareciera demasiado genial, ni Don Nicola hubiese sido un éxito en la vida como para usarlo como cita de autoridad, Norita la decía con tal convicción que parecía bíblica.
Entonces, adquiría vicios por segmentos de tiempo. Se volcaba a ellos con ahínco, pero al tiempo se ve que se aburría y los abandonaba por completo, olvidándolos, como si nunca los hubiera conocido.
Así pasaron los chicles Adams de cajita sabor mentol (a los que sacudíamos emulando la propaganda), siempre masticándolos de a dos, rompiéndoles la cobertura confitada primero para exprimirles el sabor después. El aliento de madre que me acompañó en mi primera infancia, fue el de estas gomas de mascar, como le decían en las películas.
Le siguió el vino Ponte Vecchio, tinto, tres cuartos; andá a saber por qué, ya que nunca fue amiga del alcohol. Decía que le gustaba la imagen de la etiqueta, a la que recuerdo bien: blanca, con el famoso puente dibujado a lápiz, difuminándose en los extremos. Ninguna maravilla, honestamente.
A las once de la mañana ya nos mandaba al almacén de Mauricio, en la misma cuadra de casa, a comprar la primera botella. Ahora pienso qué diría la madre del almacenero, una tana chusma a más no poder, que seguramente se habría encargado de desparramar por el barrio la cuestión. Pero a Norita nunca le importó el qué dirán y así íbamos y veníamos varias veces al día con el Ponte Vecchio envuelto en discreto papel encerado que se arrugaba enroscándose al pico, anunciado a los gritos que llevábamos una botella de vino. A pesar de todo, la verdad es que no recuerdo haberla visto borracha, pero quizá a esa edad no me daba cuenta.
Más tarde llegaron los Mentoliptus.
Para este momento ya estaba trabajando de maestra (por suerte no fue así en tiempos del tinto), y llevaba los paquetes alargados en el bolsillo del guardapolvo. Los envoltorios de celofán aparecían en todos los lugares de la casa y los caramelos duros se llevaron varios de sus dientes.
Tiempo después, el tarot.
No me preguntes de donde sacó un mazo profesional, de cartas alargadas, que guardaba cuidadosamente en una lata de no sé que de Havanna, en la que también ponía un pequeño folletito explicativo de cada una, con una letra tan pequeña que a veces debía ayudarse con una lupa para descifrarlo.
Día y noche estaba con el tarot. Y, como siempre, su energía expansiva arrastraba al entorno, particularmente a mí, que era la más vulnerable a sus caprichos. Así aprendí sobre la Rueda de la Fortuna, el Ermitaño, la Torre y el resto de los arcanos. Me sometí a infinidad de tiradas sobre el amor, el trabajo, las amigas que me envidian, los hijos que iba a tener y cosas por el estilo.
Forzaba los resultados a piacere y una cosa de por sí bastante, digamos, subjetiva, se transformaba en sus manos en un disparate predictivo acorde a sus deseos. “Dicen las cartas que tenés que volver a estudiar Derecho”, me decía sin que se le moviera un pelo.
“Imposible, las cartas no dicen esas cosas”, le respondía yo, inquieta.
“Sí, lo dicen. El ojo de la buena tarotista es fundamental al momento de interpretar”, aseguraba de lo más calmada.
“Eso es lo que querés vos, las cartas las estás usando para decir tu voluntad, ninguna carta dice que nadie vuelva a estudiar nada”, le gritaba ya perdiendo los estribos.
“Te falta aceptación”, aseguraba incólume. Mientras más presión levantaba yo, más se calmaba ella, era increíble.
Le tiró las cartas a todas sus amigas, vecinas y parientas, mientras fumaba sin tregua.
A los meses se aburrió, y las cartas quedaron exhaustas dentro de la latita para siempre.
Podría contarles decenas de adicciones más (“Enriqueta haceme un té” lo escuchaba mil veces por día y a veces de noche), pero quiero caer en la que creo fue la peor y la convocante en esta historia: la monedita.
La primera vez fue invitada por una compañera docente, Élida.
Volvió a casa muy divertida, burlándose de las viejas que se enfrascaban en las máquinas sin advertir que “eso está todo programado por computadora para que no gane nadie”. Como le pareció tan interesante desde la observación sociológica, decidió acompañar a Élida un par de veces más, asegurando que “era un plato”.
Otro día la invitó a Carmencita, una prima soltera que tenía pocos compromisos sociales, convenciéndola de la gran oferta de candidatos que había en la sala de juego.
Carmencita la acompañó un par de veces, pero se aburrió de esperar ver aparecer un James Bond confundido y se excusó argumentando algún malestar.
A partir de ese momento, Norita se animó a ir sola.
La llamábamos al departamento (ya vivía sola para ese entonces) y no estaba nunca, las horas se le pasaban volando en ese lugar tóxico. Las máquinas hacían ruido permanentemente, las monedas golpeaban sobre las chapas al caer, las luces de colores pretendían darle animación al salón, el humo de los cigarrillos enrarecía el aire… en fin, una vez la acompañé: a la media hora ya estaba aturdida y salí anhelando el aire fresco de la costa.
Se ausentaba de las reuniones familiares y llegaba tarde a todos lados, con los ojos brillosos por las pantallas y los dedos ennegrecidos por el metal de las monedas.
Se escondía para que no la retásemos y estoy segura de que más de una jubilación se fue tras las cerezas de las maquinolas.
El problema fue que este vicio no se le pasaba según esperábamos y su salud se deterioraba evidentemente. Nos empezamos a inquietar.
Una vez la vi casualmente desde mi auto, pasando frente al casino. Se la veía confusa y titubeante en la vereda; frené para observarla hasta que me venció la pena y le toqué bocina. Al verme cambió completamente la expresión, enderezándose y sonriendo. “¡¡¡Hola, ché!!! ¿Que hacés por acá? Vine a caminar un rato por la costa…”
Hice como que le creía y le abrí la puerta del auto para que subiera.
Le di un beso y la abracé fuerte, ignorando los bocinazos de los que esperaban atrás.
“Pensé que podías ir a Córdoba a visitar a tus primas y te compré los pasajes”, mentí ahora yo.
Se puso contenta como una nena y ni bien llegamos a su departamento llamó para avisar que iba de visita unas semanas.
La acompañé días después a la terminal y la saludé desde el andén, deseando que el aire serrano que le había curado el asma a los diez años se llevara también a las tragamonedas de la vida de mi vieja.
Y tuve suerte: a los dos meses volvió y sus ojos habían recuperado su brillo natural.
Una tarde de domingo, paseando en el auto por la costa, miró la entrada del casino y percibí su ansiedad.
La vi apretar los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Miró hacia delante con altivez y me preguntó con voz segura: “¿Vamos a Santa Clara?”
Aceleré y observé por el espejo retrovisor al orondo edificio del casino: otro vicio, esta vez el último, había quedado atrás.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected], en Instagram @soylaqueta y en FM 104.5 “Noches de Barrio”.
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