La batalla de la justicia y el instrumento del indulto
Por Jorge Raventos
La chance de que un indulto decidido por Alberto Fernández pueda blanquear la situación judicial de Cristina de Kirchner en la causa donde la fiscalía pide para ella una condena de prisión es una quimera. No es decisivo, en ese sentido, que ella declare resistirse a esa medida (la vigencia del indulto no depende de la aceptación del beneficiario); tampoco es importante que el propio presidente confiese antipatía por la medida (“Yo particularmente siempre he dicho lo mismo. El indulto es una rémora que ha quedado en la Constitución Nacional. Es una rémora de la monarquía”). La carrera de Fernández, para bien o para mal, exhibe la marcada plasticidad de sus opiniones.
Pero el centro del asunto no es ese: en el contexto de la grieta política, sólo una autoridad vigorosa, sostenida por una amplia base, que fuera expresión de equilibrio, de balance de fuerzas y de ponderación podría decretar un indulto (eventualmente, dos) sin el riesgo de una gran contestación social.
La rémora monárquica y el indulto de Mitre
Así como hoy un considerable número de argentinos se pronuncia o se moviliza contra el pedido de prisión de la vicepresidenta formulado por la fiscalía por considerarlo producto de una parcialidad interesada, un indulto de CFK suscripto por Fernández correría una suerte análoga y sería impugnado por grandes contingentes del otro lado de la grieta, que no admitirían que el presidente use el instrumento excepcional del perdón para absolver a alguien de su propio bando.
En la lógica de la división nacional cada episodio escala la dinámica del enfrentamiento.
La opinión del presidente sobre el indulto, objetándolo como “rémora de la monarquía”, se basa en una preferencia ideológica (Fernández se enrola aquí, en ese sentido, en el bando republicano), y relega la función de esa medida como herramienta de apaciguamiento tras etapas de hostilidad y enfrentamiento que una sociedad necesita superar.
El presidente Nicolás Avellaneda indultó a un expresidente. Pero no se trataba de alguien de su partido sino precisamente de un rival que había confrontado con él en las elecciones de 1874 y había sido derrotado. En esos comicios Bartolomé Mitre, después de perder en las urnas, aplicó una tecnología por la que en nuestros días se cuestiona a Donald Trump (y que, según observadores, prepara Jair Bolsonaro para su eventual y, según las encuestas, altamente probable derrota en las presidenciales brasileras de octubre). Mitre alegó que lo habían vencido fraudulentamente y se dedicó a preparar un levantamiento para impedir la asunción del presidente electo.
Las fuerzas legalistas derrotaron a los insurrectos en distintos escenarios (Mitre fue vencido en la batalla de la estancia La Verde, donde perdió mil hombres ante fuerzas numéricamente menores). Apresado, Mitre fue condenado a prisión militar que cumplía en Luján, pero Avellaneda, conciente de la necesidad de cerrar enfrentamientos, lo indultó y, además, convocó a miembros de su partido a incorporarse a su gabinete.
Avellaneda contaba con legitimidad política, había demostrado su poder venciendo a sus rivales también en el campo de batalla y usaba la “rémora monárquica” para cerrar las luchas perdonando al más notorio de sus adversarios. ¿Quién puede negar la trascendencia (y la utilidad) de un indulto de esa naturaleza?
Justicia, paz y guerra
La batalla de la Justicia que se libra en estos días es una manifestación dramática de una pugna amplificada por la disgregación del sistema político preexistente, que se sobrevive merced a la colonización de las grandes coaliciones por los sectores más extremos e intolerantes de cada una de ellas.
Enfrentados en todo, esos grupos intransigentes coinciden sin embargo en un punto: la única paz posible reside en la eliminación, la erradicación del otro sector: “el neoliberalismo” para unos, el “kirchnerismo” (eufemismo que remite, en rigor, a la herencia cultural que dejó el movimiento creado por Juan Perón). En última instancia, la lógica que los mueve es una lógica de guerra civil, aunque ellos mismos no se atrevan a mencionarla.
Esa lógica va a contramano de los problemas reales que afronta el país, que necesita encontrar su rumbo asentado en una estrategia de unidad nacional e integración en el escenario mundial, donde Argentina cuenta -si supera los obstáculos que emergen de la confrontación estéreil- con un horizonte más que prometedor.
En medio del fragor de la batalla, se observan movimientos en la dirección adecuada: los productores rurales empiezan a escuchar propuestas razonables para liquidar los granos que atesoran y nutrir así las escuálidas reservas. El gobierno se aproxima a una solución sobre el tema retenciones. El ministro de Economía prepara su viaje a Estados Unidos (encuentros políticos, reuniones con el FMI, con inversores, con grandes jugadores del mundo de la energía en Houston).
En paralelo, mientras algunas líneas oficialistas calientan la atmósfera repitiendo consignas anacrónicas y algunas de la oposición juegan a la intransigencia y formulan pueriles e inconducentes pedidos de juicio político, otros jugadores toman distancia y por debajo del radar tejen alternativas posibles a las insensatas pulsiones de enfrentamiento.
El acuerdo es la vía razonable para saldar una larga etapa de choques y decadencia. El acuerdo necesita más coraje que el fanatismo.
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