“Todas las olas de enero”, una novela sobre el mar escrita por un ex guardavidas
Lleva la firma de Marcelo Montiel, ex guardavidas. Leé un fragmento.
La tapa de la novela.
LA CAPITAL publica un fragmento de la primera parte de la novela de Marcelo Montiel, “Todas las olas de enero”.
Es la historia de Andrés, o El Gaita, un guardavidas que, separado de su compañera, decide mudarse a la casilla en la que trabaja.
“Quizás me haya retirado de la playa de manera anticipada, lo cual me llevó a extrañar demasiado el oficio y a mis antiguos amigos y camaradas. Todo ese proceso me llevó también a ponerme a escribir. A modo de catarsis empecé una oración, continúe con una página, y la cosa concluyó en una historia de 280 páginas“, contó Montiel que, tal como su protagonista, también se dedicó al oficio de guardavidas en la costa bonaerense.
Esta historia está situada en Médano Verde, un espacio ficticio del perímetro costero.
I
Llegan desde el océano, incansables, las olas. Envueltas en su espuma, chocan contra la orilla, abrazan la canaleta, la superan y empujan la arena del fondo, para después rebotar entre ellas, cuando retroceden y se retuercen furiosas. Entonces, perseverantes, se reagrupan para volver a encarar, para poder robarse algo de la costa, para dejar de aquello solo un recuerdo.
Las olas del mar.
La gente las enfrenta y les pone el pecho sonriente, pero a ellas, eso no las conmueve. Y es que el mar no sabe de empatías, porque lo viene arriando aquel imán blanco y redondo que gira alrededor de la tierra. Sube la marea.
—Vengan. Vengan a jugar con nosotras —parecieran murmurar las olas—, no somos tan malas como nos pintan, pero tampoco tan buenas.
Allá arriba, como dibujada, cuelga una estrella poderosa, que llena de calor las cosas y que propaga la vida. Sobre la orilla, en una suerte de casitas apostadas frente al agua que algunos llaman mangrullos, los guardavidas acomodan sus puestos para arrancar la jornada. Para cuidar a la gente.
II
Sábado 21 de enero.
Llegaron esquivando los charcos que la lluvia había dejado, pero la arena estaba húmeda y se les pegaba en el calzado. Zapatearon en la puerta del almacén para limpiar la suela de sus zapatillas, acomodaron sus mochilas y después se secaron la transpiración de la cara. Antes de bajar a la playa, el padre y su hijo, se habían detenido para comprar salchichas, huevos y pan para un desayuno de media mañana. El padre se llamaba Andrés y era guardavidas. El hijo Emanuel, pero le decían Manu.
-¿Cuánto es?
-Ciento sesenta.
-Pasame ciento sesenta pesos, Manu —dijo el bañero dándole la espalda.
El chico se paró en puntas de pie, sacó la billetera de la mochila de su padre y la abrió. Tenían algunos billetes de cien, muchos de diez, y varios de cincuenta pesos. Él contó los necesarios, dobló los billetes y se los alcanzó. Andrés agarró el dinero, lo desplegó en la palma de su mano y lo volvió a contar, lo dobló otra vez y se los dio al almacenero. El comerciante le extendió la bolsa con la mercadería.
-Pá, ¿me comprás figuritas?
-Agarrá las que quieras.
El hijo agarró dos paquetes, uno del fútbol argentino y otro del europeo y sonrió. “Van de regalo”, dijo el comerciante, “por cuidar a mis nietos”. Andrés se llevó una mano a la visera y sonrió avergonzado. “Gracias”, murmuró. “Gracias”, repitió el niño. El hombre los vio partir.
-Ya sé contar- dijo Manu.
-¿Qué?
-Que ya sé contar, no hacía falta que lo contaras de nuevo. Tengo diez años. El 22 de abril cumplo once.
El Gaita, como le decían al padre, giró sobre sí mismo, lo miró y se volvió otra vez hacia delante.
-Entiendo- dijo-. No lo vuelvo a hacer.
Bajaron a la playa y caminaron bordeando el mar, adonde el sol de la mañana moldeaba formas redondeadas de luz. El niño avanzaba a duras penas, las mariposas lo escoltaban, y las gaviotas que comían en la orilla no levantaban vuelo a su paso tranquilo. Iba tarareando una antigua canción infantil, algo que le había enseñado su abuela. Cruzaron entre la gente que ya disfrutaba del mar de ese pueblo costero. Turistas y locales en aquel sábado luminoso. Como cada verano, se los podía ver recorriendo la playa, levantando asombrados pequeños caracoles que el agua depositaba en la arena. Efluvios de sal, olor a peces y a camarones se mezclaban con la humedad cargada en el aire de la mañana. En el suelo, cada grano de arena que recibía la presión de sus pisadas se encendía como filamento de luz brillando en la orilla, como si al recibir el peso de sus pies descalzos se activara un reflejo, alguna alarma o parte de una antigua sabiduría. Aquellos seres de luz parpadeaban como fantasmitas en el agua cenicienta. Manu caminaba dos pasos atrás jugando a saltar sobre las huellas de su padre. Sus brazos colgaban en jarra desde sus dedos encajados sobre la tira de la mochila. Iba haciendo equilibrio sobre un solo pie, mientras susurraba aquella canción antigua. Pasaron bajo los pilotes del muelle, sintieron el fresco de la sombra, y bajo los recovecos húmedos del armazón, ahí, adonde el sonido del agua parecía rebotar y llegar desde arriba, Manu se detuvo un momento: se quedó mirando, asombrado, esa especie de bóveda agrietada. Estaba llena de faltantes, y sus clavos asomaban deformados en el hormigón gris. Se impresionó y apuró el paso, pero se detuvo para arrimarse una vez más, rozando fascinado uno de los pilotes con sus dedos de niño. Palpó con cuidado los filosos berberechos enquistados al cemento, tenía la barbilla pegada al pecho y los brazos colgando a los costados. Se detuvo frente a los moluscos. No dijo nada. En lo alto de aquella estructura, la carpintería de hierro estaba teñida de marrón por la herrumbre. Los remaches asomaban desde las vigas de acero, y las formas del encofrado surgían del hormigón roído por las olas. Las cañerías de las instalaciones sanitarias, desnudas, chorreando hacia la arena, y los perfiles de acero sosteniéndolo todo. El niño miró el muelle en toda su extensión y vio unas cañas de pescar que brillaban al sol. Eran como varitas mágicas que caían y se elevaban. Después miró el subir y bajar de los mediomundos. Alguien, sobre la punta del muelle, dejó caer las cenizas de un pariente fallecido desde una urna laqueada en roble. El niño observó extrañado. El recipiente tenía una cruz dorada pegada en la tapa. Sobre una placa llevaba escrito el nombre del finado con sus fechas vividas. Un fino polvo gris cruzó la distancia entre el agua y el morro y se deslizó en el mar con cierta elegancia. Atrás cayeron unas flores. Algunos pescadores se persignaron.
A la derecha del muelle, dibujada en la sombra que proyectaba el sol, la correntada marcaba la deriva, que era de norte a sur, y que dibujaba reflejos oscuros que se adaptaban al agua en su movimiento. Litros y litros de mar, trasvasando aquella sombra y pasando de largo. Sobre el palio líquido del océano, el perfil de aquella estructura esbozada como el cuadro de un pintor antiguo.
El hombre levantó una mano, se dio vuelta y le gritó al chico “¡No te retrases!”, y se volvió para seguir la marcha nuevamente. Tenía un silbato enorme colgando del cuello, una visera roja con una cruz blanca cocida en el frente. El sol limpio del verano invadía todo. La sombra escasa, demasiado escasa, y la playa, como un templo de Herodes en el que los mercaderes vendían refugio de la intemperie a precio vil. Ellos se dirigen hacia las playas del norte.
————
Antes de que anocheciera, fueron a controlar el trasmallo. El padre levantaba la red y metía, en un balde que el chico sostenía, pieza por pieza lo arrancado al mar: una corvina y dos pescadillas ya muertas, otra corvina que todavía vivía y que batallaba entre los cadáveres de los desgraciados peces y las paredes del balde, un chucho pequeño que también respiraba y que soltaron de inmediato, muchas aguavivas y bolsas de plástico que también habían quedado enganchadas. Eso había sido todo. Cuatro piezas comestibles y bastante basura. Retiraron la red anclada en la canaleta y la limpiaron. La enrollaron y la apoyaron abajo del puesto. Andrés separó la corvina que se arqueaba dentro el balde y se la quedó observando. El chico miraba atento los movimientos de su padre, pero también miraba congraciado al pez con el rabillo del ojo. Las mandíbulas se cerraban compulsivamente buscando aire y mordiendo la nada. El cuerpo plano y alargado convulsionaba y golpeaba el fondo del balde con la cola y la cabeza. Cuando el chico se distrajo, el bañero le golpeó el reluciente cráneo con el borde de una madera. El animal se estremeció y después se quedó quieto. El niño se volvió y quiso preguntar qué había pasado. Pero el padre lo mandó a buscar un trapo y todo el asunto fue rápidamente olvidado. Andrés palpó el estuche buscando el cuchillo. Lo sacó y probó el filo en el pulgar, pero se levantó y fue a la casilla, y regresó con una navaja grande. Estiró la mano hasta el fondo del balde y sacó una corvina enganchándola por su mandíbula inferior. El pez trepidó un poco y arqueó la cola. Lo dio vuelta y le hundió la punta de la navaja en el gollete. Le abrió la panza con un corte limpio que despidió las vísceras vivas sobre su antebrazo en medio de un chorro de sangre oscura. “¡Mierda!”, dijo. Agarró las tripas, las arrancó del pez y las tiró al agua de la orilla. Una masa jugosa, que resplandeció al sol, y que se hundió en el agua revuelta, apagándose casi al instante. Las gaviotas chillaban de placer a pocos metros de sus cabezas. Le quitó las escamas con el filo de la navaja y dejó el pescado limpio a un lado, y luego agarró otro. Su hijo miraba distante sin decir palabra. Los destripó a todos en pocos minutos. Los lavó en el mar y los alineó en la orilla. Después se enjuagó las manos de sangre y secreciones. Limpió la hoja de la navaja hundiéndola en la arena y agua de mar, la guardó, así como estaba, envuelta en un trapo viejo. Enjuagó nuevamente los pescados, los metió en el balde y regresaron a la casilla. Las gaviotas merodearon los restos que flotaban en el agua con sus chirridos agresivos. Por momentos, quedaban suspendidas en el cielo mortecino como lámparas blancas. Pero de golpe descendían y tomaban los restos con el pico. Después volvían a elevarse abriendo sus alas, embolsando el aire del este. Otras gaviotas las perseguían pretendiendo robarle lo capturado. Así todo el tiempo, entre estridencias y volteretas. Una ostrerita se elevó con un pedazo de intestino en su pico. Dos veces se le soltó. Pero las dos veces, con una pirueta en descenso, volvió a agarrarla antes de que cayera en el agua.
Una vez en el puesto, se lavaron las manos con agua dulce. Se refregaron con arena para quitarse la grasa pegada, pero esto no funcionó. Entonces Andrés agarró un bidón de agua de veinte litros que estaba debajo de la casilla. Lo enjuagó en la orilla y después hundió la punta serrada de su cuchillo por la mitad y empezó a cortarlo. En veinte segundos lo convirtió en una gran palangana. Su hijo lo miraba expectante. Lo llenaron con agua de mar y subieron al puesto. Se encerraron en el mangrullo y el padre volcó el agua en una olla grande y la puso a calentar en la hornalla. Cuando el agua estuvo muy tibia, vertió la olla en la improvisada palangana y le dio un baño rápido a su hijo. El chico se paró dentro del tacho, se lavó la cara, el pelo y el cuerpo con agua caliente y un pan de jabón blanco. Temblaba de frío, pero el padre lo secó. Lo abrigó con ropa seca y lo acostó en el catre. Él se lavó la cara, las manos y el pelo con aquella misma agua. Se secó, y se puso un jogging nuevo y un buzo con capucha muy abrigado.
-Recuperá el calor del cuerpo- le dijo.
-¿Me pasás la Condorito?
-Dale. Quedate acá que voy a prender el fuego.
El chico no contestó. Había oscurecido y encendieron unas velas.
Un escarabajo marrón chocó varias veces contra la ventana. El niño lo miró. Después cayó en la tarima externa donde quedó zumbando panza arriba un rato. Se incorporó desplegando sus alas y, dando un giro sobre sí mismo, voló, pero chocó de nuevo y cayó en la arena. Sobre el estante dos bichos bolitas caminaban ignorándolo. Manu tocó uno con el dedo y el insecto se enrolló sobre sí mismo de inmediato. Con la luz de las velas encendidas, decenas de polillas de playa habían entrado al puesto atraídas por el brillo de la luz del cebo. Reclamantes de luz. El hijo se levantó del catre y se puso a estudiar la variedad de insectos que rebotaban contra el cristal. Se había acodado sobre su antepecho y apoyaba el mentón sobre el dorso de la mano. Una de ellas tenía manchados de polvo los filos de las alas y el cerdoso vientre blanco. Ojos negros, triangulares. Rostro peludo y abatido, no muy diferente del de un búho. Dos antenas largas, que el chico sacudía soplándolas con sus labios. Se inclinó para verla mejor.
-¿Cómo te llamás? Te voy a contar un secreto: mis papás se separaron, y cuando yo sea grande me voy a venir a vivir al puesto con mi papá. No se lo digas a nadie.
Agarró la polilla tomándola de las alas, que se deshicieron entre sus dedos. Entonces la soltó confundido. El insecto cayó al suelo agitando su cuerpo, intentando un vuelo que nunca más se repetiría. Ahora giraba en redondo en el piso sucio. Se apagaba. Comenzaba a estrangularse bajo el peso de los minutos de vida que le quedaban. Aun así, con su agonía a cuestas, todavía era parte del mundo. El chico la levantó con una cuchara y la tiró dentro del tacho de basura. Se acostó y se puso a leer.
—————-
El laboratorio iba atravesando Las Híades, que estaban a 153 años luz de distancia y parecían una flecha que apuntaba al norte. Aldebarán, la súper gigante, simulaba ser el ojo en la cara del toro en el signo de Tauro. El Gaita se arrebujó en su manta. Más allá del fuego estaba fresco. En la playa no había nadie más.
-Me pregunto si habrá otros mundos como este o si este es el único- dijo Andrés.
El viejo, rascándose la frente, expuso:
-Hay cien mil millones de estrellas solamente en nuestra galaxia, y cien mil millones de galaxias. Multiplicá eso, muchacho. ¿Sabés multiplicar?
-Más o menos ?contestó el hijo.
-Si cada estrella tiene un planeta mínimo, que en realidad podrían ser cuatro en promedio o más, con sus lunas, sacá la cuenta.
Después se dirigió al padre:
-Mire, muchacho, lo que sabemos del universo es apenas una lágrima vertida por un niño. En cambio, lo que ignoramos es el llanto de todas las personas del planeta a lo largo de toda su historia. Y nos dicen que no hay vida extraterrestre, ¡já! ¿Sabe cómo dicen los científicos que tendrían que ser las categorías de las civilizaciones en el universo?
-No.
-Eso no te lo enseñan en la escuela -afirmó-. Eso se lo guardan…
Se limpió la boca, bebió un sorbo de vino y dijo:
-Pues debería haber tres tipos de civilización: la del tipo “uno”, que es la planetaria, sería una civilización que podría controlar el clima de un planeta, los volcanes o los temblores. Hacia ahí vamos nosotros si no nos destruimos antes. La del tipo “dos”, que sería la estelar, podría usar el poder de una estrella, alimentarse de su energía, colonizar varios planetas y controlar un sol. Y después estaría la “tres”, que sería la galáctica, y que podría dirigir galaxias, viajar entre ellas y hasta en el tiempo.
-Vida extraterrestre -repitió el chico, mirando fascinado al anciano. De su cabeza, se desprendía ese halo de luz que provenía del fulgor de las llamas, era como una aureola de religiosidad en una pintura antigua.
-El universo, es como un engranaje de relojería -continúo el viejo-, no es un dios ni un ser viviente. Es un gran mecanismo, atraído por movimientos de una fuerza magnética que todavía no conocemos bien, pero que percibimos. Sí, muchacho, el universo es un reloj muy sofisticado y preciso. ¿Quieren que les cuente algo increíble? ¿no van a tener miedo?
-No sé, eso depende, pero dele, por favor, cuente -contestó el bañero.
El viejo contempló las llamas finas repasando su historia. Su cara resplandeció y se tensó en una mueca. Se alumbró, como si lo que fuera a contar fuese parte de una revelación en alguna escritura antigua. Ellos callaron, un embeleso los invadió. El padre y el hijo se sentaron muy juntos. El anciano había empezado a hamacarse de un modo suave, casi imperceptible, la expresión de su cara se transformó en un gesto sabio. Como un antiguo sacerdote, paladeando una verdad privilegiada, se quedó quieto, los miró y comenzó:
-Cuando yo era muy joven y todavía vivía con mi primera mujer, manejaba un camión. Era un trabajo de verano, empezaba en noviembre y en marzo se terminaba. Trasladábamos verduras y frutas, y las repartíamos en distintos lugares. Llegábamos a todos los pueblitos costeros por la ruta 74: desde Madariaga hacia Pinamar, tocábamos Cariló, Gesell y por último Médano Verde. Con lo que juntaba en esa changa me pagaba los gastos de la facultad en La Plata. Yo era un estudiante de Física en esos tiempos. Una madrugada, iba con el muchacho que me ayudaba a cargar y descargar. Su nombre era Diego, creo, era muy joven y no llegaba a los dieciocho años… bueno, no importa. Era primavera, casi verano, y la noche era fresca pero agradable -bebió un poco más de vino, se limpió con la manga y continuó-. Todo comenzó cuando pasamos a la altura de la entrada de la laguna Los Horcones. Si vos mirás desde la entrada que está en la ruta hasta la laguna, hay quince kilómetros de tierra de un camino que se hace intransitable con lluvia. Y esa vez había llovido, y mucho. O sea, era raro que alguien viniera desde la laguna, a menos que fuera un tractor o una pick up. La cuestión es que de refilón vimos venir lo que parecía ser un vehículo desde el fondo. Cuando pasamos por la entrada, ese vehículo parecía venir lejos, muy lejos. Detrás nuestro, en la ruta, no venía nadie. Pero no pasaron ni treinta segundos desde que dejamos la entrada que ya lo teníamos atrás. Nos quedamos helados, algo nos sobrepasó, ¡así, de la nada! Era como una pelota de básquet muy luminosa. Nos acompañó un momento de costado, pero después pasó por encima de nosotros de derecha a izquierda y se quedó ahí, a la par, como flotando unos treinta segundos. El muchacho, mi ayudante, empezó a gritar, estaba como loco. La cosa es que nos volvió a pasar por encima de izquierda a derecha y después se nos adelantó para seguir adelante nuestro. Su luz parecía latir y no hacía ni un solo ruido, pero de golpe se levantó delante de nosotros y desapareció. Fueron segundos, salió como disparada, como si una raqueta gigante la hubiera empalmado desde abajo. Apenas la pudimos seguir. El rastrojero en el que íbamos no pasaba los 80 kilómetros por hora. El pibe que iba conmigo se asomó primero, después nos asomamos los dos. Arriba, no pudimos ver nada, había desaparecido.
-¿No se detuvieron? -preguntó Andrés sonriendo nervioso. Su hijo se acomodó más entre sus brazos.
-Ni locos, muchacho. No sabíamos qué hacer, seguimos solos un par de kilómetros. Aquello, a pesar de que había sido increíble, era demasiado. Empezamos a fumar de los nervios. Yo había dejado el pucho hacía más de un año, pero en ese momento lo retomé. Una recaída justificada, ¿no le parece? Entonces, desde atrás, se nos fue arrimando un auto, un Volkswagen 1500. Eso nos tranquilizó, pero…
El viejo sacó otro pucho, lo encendió en las brasas y tomó más vino del pico. El chico se removió inquieto, el padre le acarició el pelo y lo envolvió con su campera.
-… pero -repitió-, cuando quisimos acordarnos, el motor del rastrojero empezó a fallar, a corcovear, cosa rara en él porque estaba recién hecho. El motor se fue muriendo de a poco, y el del auto que venía atrás se ve que también, porque a pesar de que por el impulso nos pasó unos cincuenta metros, ahí nomás se detuvo. Fue cuando toda la ruta quedó a oscuras, el sistema eléctrico de los autos murió. Había una linterna, que podíamos ver en el auto de adelante, una luz que después también se apagó -el anciano suspendió el relato, tomó un poco más de vino-. Me gusta tomar un trago que otro. Y no soy ningún borracho -Andrés lo miró inquieto-. Se apareció desde el costado. Desde el lado de la laguna, era una maquinaria hermosa, toda una estructura gris acerada con luces que salían de atrás de ella. Muchas luces, como vehículos más pequeños que la acompañaban o que la custodiaban, iban y volvían, aparecían y desaparecían. Aquel aparato era tan grande como una media cuadra. Tenía forma de hexágono. Del espanto que nos dio, no nos dimos cuenta y ya la teníamos encima. Entonces, la ruta entera se iluminó como si fuese de día. Al muchacho este, al Diego, le agarró un ataque de nervios, cerró la ventanilla y comenzó a los gritos. Me pedía que arrancara mientras me zamarreaba el hombro.
El viejo besó la botella de vino y tragó. Estaba haciendo una pausa, trataba de recordar, o tal vez de olvidar:
-“¡Arranque, Julio, arranque! ¡Dios mío!”, gritaba, y me sacudía. Y ahí sí, había un zumbido que se oía, como un murmullo de serpientes de cascabel. Metálico. Algo desagradable. Yo estaba confundido y espantado. Al pobre muchacho le tuve que dar un cachetazo con el revés de la mano para que se calmara. Es que yo le daba al arranque, pero el burro ni siquiera giraba, nada, no había una chispa de energía, estaba muerto. El auto de adelante, lo mismo. Veíamos a la mujer moverse adentro desesperada, mirar hacia atrás y espiar por la ventana hacia arriba. Ella nos miraba a nosotros como pidiendo ayuda, iluminada por aquella cosa.
-¿De verdad puede acordarse de todo con tantos detalles?
-¡Já! No podría olvidar esos detalles ni aunque quisiera. ¿Pero sabe qué, muchacho? Da igual. La gente piensa que los detalles son importantes, que cada detalle es significativo para recordar, pero nuestra mente no funciona así. Recordamos con los sentimientos, y el sentimiento de terror es muy difícil de olvidar. Queda enquistado. Esa luz era una luz que lo abarcaba todo, tanto adentro como afuera. Se nos veían claritos los cordones de los zapatos. Nosotros por lo menos éramos dos; aquella mujer, pobre, estaba sola. Entonces, esa cosa, esa nave o como se llame, así como pasó, siguió, nunca se detuvo. Fuimos simples testigos de su paso.
El viejo decoró sus palabras con un gesto de la mano que abarcó los médanos, las nubes oscuras que relampagueaban en el cielo, al hombre y a su hijo, que lo observaban con los ojos bien abiertos y la boca redonda. Andrés levantó las cejas. Se dio vuelta y escudriñó la noche detrás suyo, tuvo un presentimiento, pero detrás suyo no había nada.
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