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El lector que escribe un diario lee “Manual para mujeres de la limpieza” de Lucía Berlin. Cuarenta y cuatro cuentos que se leen como una unidad, no como si fueran una novela, sino como si fueran las cuarenta y cuatro ventanas de un mismo edificio.
Los relatos, piensa el lector que escribe un diario, tienen la marca de la tradición de short stories estadounidenses: breves historias de “gente común” y, mejor aún, de común para abajo. Enfermeras, maestras suplentes, niñas hostigadas por sus compañeras de colegio, ancianos, asistentes de consultorios, adictos en recuperación, indios viejos. Y mujeres de la limpieza, claro.
Un mundo que tiene la virtud de estar ahí: leer los cuentos es sentir que se puede tocar con la mano cualquiera de las cosas que se nombran, aunque esté claro que no por eso va a cambiar el orden del universo. Porque nárrese lo que se narre, hay en todos los relatos una unidad que, piensa el lector que escribe un diario, podría llamarse “unidad de humor”.
Es que hay un sentido del humor que impone una manera diferente de mirar las cosas, aún las más negras o las más duras. Todos los seres de estos relatos sufren y algunos sufren mucho. Pero en todos ellos hay una distancia con respecto al dolor que no implica insensibilidad sino todo lo contrario: una especie de conciencia fatalista que no se canaliza en el lamento sino en el dinamismo, el movimiento.
El cuento que da título al volumen sabe de eso: la protagonista es viuda de un marido alcohólico y madre de cuatro hijos y debe trabajar como empleada de la limpieza aunque, por ser “instruida” le sea más difícil conseguir trabajo. El relato está pautado por las direcciones de las casas en que trabaja y los trayectos en colectivo para llegar a ellas.
Entre paréntesis, a cada paso, van las recomendaciones para las mujeres de la limpieza, del tipo “aceptad todo lo que la señora os dé. Siempre podéis dejarlo en el asiento del ómnibus” y las acotaciones del tipo “mi solución es añadir siempre unos peniques” al consejo que se dan entre sí las patronas de dejar algo de dinero en los ceniceros para comprobar si las mucamas roban. Pero muy de vez en cuando, por aquí y por allá, aparece el dolor.
“Echo de menos a Ter y fumo. Los trenes no se oyen de día”: la segunda frase suena a algo así como un sacudir la cabeza para evitar llorar y seguir adelante, porque no hay posibilidad de darse el lujo de sufrir.
Los cuentos de Berlín proponen básicamente una mirada desde otro lugar, miran desde otros ojos porque “las mujeres de la limpieza lo saben todo”. Así mira la niña protestante que va al colegio católico y termina viendo que las monjas no son peladas cuando a una se le sale la toca: claro que los demás ven que fue ella la que la tiró al piso y no ha sido así. Así mira la maestra que ve a El Tim.
Así mira la nena que, en castigo por su expulsión del colegio la ponen a ayudar a su abuelo dentista al que todos odian -“salvo Mamie y yo”- porque “era cruel, intolerante y despótico”. Así se da cuenta de que debería haber mirado la protagonista de “Amigos”, la joven que hace casi un deber el ir a conversar con un matrimonio anciano todos los domingos.
En el primer cuento, piensa el lector que escribe un diario, hay una clave de lectura, esos guiños que suelen hacer los autores para indicar de qué va la cosa con sus libros. En la lavandería, la narradora se encuentra habitualmente con un viejo apache alcohólico. Un día le hace un chiste sobre su condición de cacique y la actividad de lavar la ropa: “No sé por qué lo dije. Fue un comentario de muy mal gusto. A lo mejor pensé que se reiría. Y se rió, de hecho”.
Algo de eso hay en todo el libro: un reírse de algo que podría ser un comentario de mal gusto, pero que en realidad es algo tangible, concreto, real, algo de lo que posiblemente lo único que te ayuda es el humor. Algo del aguanta-el-sufrimiento católico, pero con una risa que tal vez no llegue a carcajada pero acompaña, apuntala, hace soportable el tener que seguir.
Todo esto es cuestión de punto de vista y el cuento que así se llama explica de qué se trata. Hablando del cuento “Tristeza” de Chejov dice que el hecho de que esté contado en tercera persona “imbuye a ese hombre (por el protagonista) de dignidad”. La tercera persona permite absorber “la compasión del autor por él, y nos conmueve en lo más hondo”. La explicación que encuentra Berlin es porque “en el fondo somos inseguros”.
Prácticamente todos los cuentos del libro están en primera persona, una manera de jugar en contra del precepto chejoviano que la autora ha postulado. La elección de la primera persona, la puesta en escena de una mirada desde otro lugar y, básicamente, el sentido del humor le permite mostrar cuánto tiene de inseguro el mundo que habitamos, pero que en última no nos queda otro remedio que habitar.
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