Historias de Barrio: Brisa de Mar
La misteriosa vida de una madre despierta habladurías, mientras cinco hermanitas se las ingenian para vivir y crecer.
Por Enriqueta Barrio (*)
A la vuelta de casa vivían cinco hermanas.
De edades escalonadas, iban desde los doce hasta los veinticinco años más o menos.
Morenas, bajitas y robustas, compartían los ojos chispeantes y la mirada despierta; los cabellos lacios y brillantes y unos dientes perfectos.
Eran hermanas de madre, pero todas hijas de un padre distinto que coincidían en una, digamos, fuerza genética bastante pobre, ya que eran muy parecidas entre ellas.
Se criaron las chicas mutuamente, porque la mamá aparecía muy de vez en cuando; “está de viaje” afirmaban ellas en la escuela cuando la maestras, más por chusmas que por preocupación pedagógica, inquirían sobre su paradero.
Así, la mayor se ocupaba de las decisiones de la casa y las otras se iban ayudando: se enseñaban a peinar, se ocupaban de que las más chicas siempre estuvieran limpias y con la ropa sana, se enseñaban y tomaban las tablas, iban a hacer los mandados… era un gusto verlas caminando agarraditas de la mano, seriecitas como señoras en miniatura.
Los vecinos las queríamos mucho, pero no así a la madre, que cuando aparecía recibía ostentosas caras de culo, sobre todo de las viejas que no podían entender cómo actuaba abandonando meses a sus hijas cosa “que ni los animales hacen”, decían frunciendo la boca con asco.
La madre fingía no advertir la hostilidad, y permanecía algunas semanas en la casa, con expresión aburrida. Las chicas la atendían solícitas, como si estuviese enferma. Le preparaban carne al horno con papas, le masajeaban los pies con aceite y le pasaban barras de azufre por la espalda, que se partían entre sus deditos.
“Tenés mucho aire” le decían y ella no abría los ojos, respirando acompasadamente boca abajo.
A los días la madre volvía a irse, y las chicas retomaban su rutina impasibles.
La Negra Vidal quería, por supuesto, saber en qué andaba esa mujer que no saludaba a nadie, y acorralaba a las chicas con preguntas, tratando de hacerlas pisar el palito y contar la verdad de la milanesa para correr a desparramarlo entre el vecindario, pero las jovencitas no soltaban prenda.
Lo máximo que dijeron fue que se iba “a las Termas” y ese pequeñísimo dato sirvió para tejer todo tipo de conjeturas. Que la habían visto trabajando en una whiskería de la ruta a Santiago del Estero, flaca y desgarbada, subida a unas plataformas de escándalo.
Que era doméstica del gobernador, y que allí limpiaba y hacía “otros servicios”, decían, y que “a buen entendedor, pocas palabras”. Que seguía a un motoquero que iba de fiesta regional en fiesta regional, vendiendo chucherías como anillos de calavera y llaveros de Harley Davidson.
Que trabajaba de cocinera en un hotel all inclusive de las Termas y que la explotaban de lo lindo, dejándola salir un poco entre temporada y temporada. Pero la verdad es que nadie nunca supo a ciencia cierta nada, pero dio que hablar de lo lindo.
Las chicas vivían austeramente pero no parecía faltarles nada: incluso en la época de la hiperinflación de Alfonsín, en la que más de uno del barrio quedó, como quien dice, culo al norte, ellas siguieron prolijas y alimentadas.
Cada tanto aparecía el padre de alguna, y era graciosa su diversidad. Uno era plomero y vivía en Berazategui, charlatán y ruidoso. Otro era medio hippie, llegaba en una bicicleta y les traía a todas collares de mostacillas. Un tercero era un señor bastante mayor, que llegaba en un Escort rojo y bajaba del baúl bolsas de ropa claramente usada.
Las hermanas recibían a todos cordialmente, pero ninguno se quedaban más que un par de horas, parece que era regla de la casa que así fuera.
Económicamente conjeturábamos que se mantenían con algo que mandara la madre y aportes espaciados y diversos de los padres.
A medida que iban creciendo y terminando la escuela las chicas encontraban trabajo, en los que iban ascendiendo (un poco, claro) gracias a que eran cumplidoras y esmeradas.
Así, la mayor entró en el Hospital de la Comunidad en limpieza y llegó a ser Jefa del sector.
La segunda, Brisa, mi preferida, trabajaba en el Sheraton, en la cocina.
Las demás todavía estaban en la escuela, pero se las rebuscaban con pequeños emprendimientos: una hacía manoplas de cocina para sacar las cosas del horno, apoya pavas y sombreritos para las teteras que estaban en todas las casas de la cuadra. Otra preparaba budines que vendía a la salida de misa los domingos.
Como ven, eran lo que se dice “buenas chicas”: no escabiaban, no iban a los boliches ni fumaban.
Ayer, después de más de diez años, me encontré con Brisa. Preciosa, morena y vivaz, conserva la mirada inteligente de cuando era jovencita.
La vi entrando con una mochila a un hotel tres estrellas por la zona de la terminal y por un momento me apené, pensando que no tenía donde vivir.
Al reconocerme desplegó una sonrisa amplia y sincera, y sentí la calidez de lo familiar, de esas cosas que conocimos antes de que el vendaval de la Vida se llevara puesto a nuestros padres, abuelos, barrio y vecinos.
Me contó que como el Sheraton cerró por la pandemia, debió buscar un nuevo trabajo, y que era una pena porque había ascendido en la cocina del hotel, pero que seguro van a volverlo a abrir porque esas empresas grandes no se funden nunca. “Seguro!” le dije yo mientras recordaba a Panam, Olivetti y tantos monstruos del capitalismo que habían caído estrepitosamente.
Le pregunté por qué estaba entrando a un hotel y se rió con una risa cantarina y fresca.
Estaba viviendo con su hermana mayor, que tenía dos críos y estaba separada, en la antigua casa y por momentos necesitaba aislarse y estar sola.
Entonces al menos una vez por mes, del sábado al domingo, ella rentaba una habitación de hotel y se hacía una auténtica festichola: llenaba la bañera con espuma, se compraba sandwiches de miga, una cerveza artesanal, chocolates, esmalte de uñas, y se encerraba a ver películas, depilarse, teñirse el pelo y dormir en una cama grande. “Y siempre me traigo un libro!”, me dijo, cómplice, sabiendo de mi afición por la lectura. Que ella era feliz estando dos días tranquila, que así podía pensar en sus cosas y organizar su cabeza: reconciliarse con las cosas que no le gustaban de su pasado y planear su futuro.
Me contaba estos placeres sencillos con tanto entusiasmo, con tanto gusto, que no pude menos que admirarla.
La vi subir con saltitos ágiles la escalera del hotel y saludarme alegre desde adentro con la manito con la que le pasaba azufre a la madre para “sacarle el aire”.
Simpleza, me dije mientras volvía para casa, nada más… y nada menos.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected], en Instagram @soylaqueta y en FM 104.5 “Noches de Barrio”.
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