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Cultura 17 de octubre de 2016

Con vos en el puente

Por Marilú Sánchez Martínez

(Del libro Poetas Profanos, colección El barco ebrio, Buenos Aires, 2015)

Querido Sergio:
Llamé varias veces a tu oficina, pero la secretaria me dijo que estabas en una reunión que no podía ser interrumpida. Te imagino resoplando mientras leés estas líneas, pensando en lo pesada que me pongo. Pero necesitaba decirte algo importante, créeme.

No te llamé porque quería vigilarte ni para andar averiguando por dónde andás o qué hacés, como me dijiste tantas veces. Mi intención no es perseguirte ni cargosearte. A veces te llamo porque quiero escuchar tu voz, otras porque necesito sentirte.

Ahora que lo estoy escribiendo pienso que quizás tengas razón: mis motivos para llamarte son un poco infantiles. En fin, la cuestión es que no sé cómo suena tu voz por el teléfono porque nunca pudiste atenderme. Ya sé que sos un hombre muy ocupado, yo te comprendo, por eso me pareció una buena idea escribirte una carta.

Es la primera vez que lo hago. No. Perdoná, me había olvidado: le escribí una vez a mis primos que viven en el sur. Por favor, no quiero que pienses que intentaba mentirte, sabiendo lo que te molestan las mentiras.

¿Te acordás cómo te enojaste? Me avisaste que ese fin de semana tampoco podías venir porque tu mamá estaba enferma y tenías que viajar al pueblo para estar con ella. Te noté muy nervioso y me quedé preocupada, obvio, estaba segura de que el estado de salud de tu mamá era más delicado de lo que suponía y vos no querías decírmelo para no asustarme.

Sos tan considerado. Pero yo te hubiese acompañado feliz; no feliz porque tu mamá estuviera enferma, se entiende, sino por poder acompañarte en un momento difícil, porque hubiese sido el primer viaje juntos. Disculpá, soy una egoísta, nuevamente tenés razón.

Haber pensado en un viaje juntos en ese momento fue una desubicación de mi parte, pero como nunca fuimos a ningún lado, ni a dar una vuelta por el parque, ni a pasear en bote por el lago, ni a cruzar el río por el puente, ¡cómo me hubiese gustado subir al puente viejo! Los dos, tomados de la mano, riéndonos mientras la estructura tiembla y se lamenta por el paso de los autos.

Desde arriba hubiésemos mirado el río, las barcazas, las casitas, las fábricas, el cielo, y hasta podríamos habernos abrazado allá arriba, en el puente. Ya me fui por las ramas, como me dijiste varias veces, siempre termino enredando todo. ¡Es que tenía tantas ganas de ir al puente! Pero vuelvo a lo de tu mamá.

Yo no tenía nada que hacer ese fin de semana, como todos los fines de semana que lo único importante que hacía era esperarte. Nunca viniste pero yo igual seguía esperando porque vos me prometías, cuando nos despedíamos, que ibas a hacer todo lo posible para venir y, tal vez, ir al cine.

Vos, que lo ves todo tan claro, me explicabas que era algo muy simple: yo debía esperarte y si venías, bien, y si no venías, no había problema alguno porque yo no tenía nada que hacer.

Ahora que lo pienso, aprendí mucho de vos. ¿Alguna vez te agradecí por todo lo que me enseñaste? Sí, muchas veces, aunque vos me respondías desconfiado, no estabas seguro de que yo hubiera entendido algo.

Tendrías que haber sido maestro, tan atento por enseñar, tan preocupado para que yo aprenda. ¡Hasta en penitencia me ponías! Cuando yo te preguntaba cuánto tiempo íbamos a seguir así, o cuando te decía que me lastimaba tu indiferencia o… Dejabas de venir por un tiempo.

Y yo me quedaba acá, sola en el departamento, sin recibir noticias tuyas, esperando, como los fines de semana pero día tras día durante todo una semana o dos. Después aparecías y, si yo corría a abrazarte, significaba que había aprendido la lección y me levantabas el castigo.

Retomo el asunto de tu mamá. Yo no quería dejarte solo en un momento duro pero tampoco quería que te enojaras conmigo si insistía en ir a acompañarte, así que vos te fuiste y yo me quedé pensando. Era un viaje de dos horas en micro, en el pueblo nadie me conocía, así que podía ir sin que te enteraras y, en caso que me necesitaras, ¡sorpresa!

Yo estaría con vos, sosteniéndote. Así fue que llegué al pueblo, pregunté por varias familias excepto la tuya, alguna inventada y otras que saqué de la guía local. ¿De quién pude aprender todo esto? De vos, por supuesto.

Así fue que encontré la casa de donde salió una señora elegante y sonriente, caminando erguida y rápido como para tener graves problemas de salud. Me acerqué a unas vecinas, como las que vos siempre criticabas y las llamabas aves de rapiña charlatanas.

Debo reconocer que nuevamente tenés razón. Las vecinas de tu mamá sabían y hablaban de todo y de todos. Por eso me confirmaron con total certeza que el hijo de la señora vivía en la ciudad y venía una vez al mes con toda su familia a pasar el fin de semana, para que la abuela pudiera estar con los nietos; que era un abogado destacado, que había salido al padre, trabajador, de mano firme y salud de hierro. Pero de tanto cabalgar zainos, alazanes y yeguas, el hierro se le ablandó. Por las risas de las señoras, me pareció que no se referían sólo a los caballos.

Ya no tenía sentido que me quedara, así que volví a casa tranquila por saber que tu mamá se encontraba muy bien de salud. Cuando apareciste, te pregunté por ella y me contaste que estaba haciendo el esfuerzo por reponerse.

Como me dijiste varias veces, cuando sin querer ensucié tu camisa o pregunté si hablabas de mí con alguien, yo soy tan torpe que te conté todo lo que hice y lo que escuché. Nunca antes te había visto así, y eso que muchas veces te pusiste furioso por pequeñeces. Pero esa vez fue terrible.

Te entiendo: es un golpe muy duro reconocer que la persona en la que confiamos nos engañó. ¿Cómo podría seguir creyendo en mí? ¡Yo te había mentido! Te había dicho que iba a quedarme en casa, y no lo hice. ¡Cómo pude mentirte tan descaradamente! Ni yo puedo entenderlo.

Tal vez, cuando salgas de la reunión y la secretaria te pase mi mensaje, llames para sancionarme. Es probable que nadie responda. No te preocupes, no voy a salir a girar como una loca por la calle, ya sé que no te gusta. Voy a estar acá, en el departamento, esperándote como siempre.

Pero creo que no voy a poder responder; ¡cómo me gustaría escuchar tu voz por el teléfono! Entonces, quizás decidas venir para censurarme, pero creo que no voy a poder abrir la puerta; ¡cómo me gustaría haber paseado con vos por el puente viejo!

No sé quién encontrará esta carta, por eso dejo en el sobre bien claros todos tus datos, para que nadie tenga duda del destinatario. Por favor, no pienses que esto es algún tipo de venganza de mi parte; simplemente comprendí todo el daño que te hice, el dolor que debes sentir por mi crueldad, mi arrogancia, mi indiferencia, mi abuso, mi mentira; por eso me despido con estas pocas y torpes líneas.
Adiós, mi amor.

Elena



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