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Cultura 10 de octubre de 2016

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Por Marilú Sánchez Martínez (*)

Camina por la vereda sin saber a dónde va: desea andar y sentir el viento frío en la cara. Cruza una calle de piedras irregulares y se para en la esquina. En la feria de artesanos de la plaza, las personas pasean entre los puestos y miran lo que ofrecen: collares, mantas, bolsos. Prefiere seguir por la calle solitaria que desciende hasta el puente viejo.

De niños nos encontrábamos en la plaza. No importaba si estábamos los dos solos o con nuestros amigos. Siempre éramos nosotros los que decidíamos la formación de los equipos, elegíamos los juegos o seleccionábamos los personajes; los demás obedecían alegres, despreocupados porque las responsabilidades eran nuestras, ellos sólo tenían que divertirse.

No recuerdo si yo era demasiado autoritaria o vos muy persuasivo. Es curioso que apenas tenga algunas imágenes en la memoria, como fotografías de nuestra niñez que nunca fueron tomadas. Será porque cada uno iba a su escuela y en las vacaciones, durante el verano, vos desaparecías todo el mes de enero.

Compartimos las tardes de nuestra infancia en la plaza del barrio donde nacimos, el mismo año apenas con una diferencia de días, yo en un hospital público y vos en un sanatorio privado. Nuestros llantos fueron los primeros que resonaron en los edificios distanciados apenas por tres calles uno de otro. En el departamento de un ambiente tuve que aprender a estar sola y a defender mi territorio cuando llegaron mis hermanos.

Supongo que en el piso con balcones hacia la avenida podías jugar con tus hermanos sin molestar a tus padres ni a la mucama. Podría contarte muchas anécdotas de aquella época, todas esas cosas que vos desconocés. Momentos de juegos en los que representábamos que yo era una princesa prisionera en el castillo de los ogros y vos llegabas con una espada de palo en la mano, gritando y batiéndote con los monstruos para liberarme. Nos prometimos estar siempre juntos.

No sé cuándo fue que nos dio vergüenza jugar juntos en la plaza. Eso lo dejábamos para nuestros hermanitos. Lo varones por un lado, las chicas por otro. Sólo nos juntábamos para algún juego como “el quemado”, en el que nos arrojábamos la pelota con más fuerza que la necesaria. Sin embargo, solíamos desaparecer sin que lo percibieran nuestros compañeros, para encontrarnos detrás del ombú de la plaza lindera.

Caminábamos en silencio, uno al lado del otro. Nos tomábamos de la mano y nos soltábamos enseguida. Cuando veíamos que alguna de nuestras madres se levantaba para acomodar al bebé en el cochecito mirando alrededor, sabíamos que era la hora de la despedida. Entonces discutíamos, para que la separación no doliera tanto.

Después llegó el primer verano que no nos vimos: me dediqué a preparar sola el examen de ingreso al secundario. Entramos en la misma escuela. Se terminaron los juegos en la plaza, que comencé a ver con cierta nostalgia desde el colectivo, cada mañana temprano cuando iba al colegio.

Nos distanciamos. O nacieron en nosotros nuevas inquietudes, diferentes para cada uno. Yo sentía que de pronto se abría un espacio inmenso pero, al mismo tiempo, al tener tanto aire presentía que pronto iba a escasear y quería respirarlo todo de una vez.

En su vagabundeo ve las formas de las nubes, los dibujos que hacen las sombras, las hojas caídas, el agua estancada bajo el cordón de la vereda. Husmea en las paredes con manchas de humedad, en las puertas cerradas. Busca una historia.

No tengo certeza qué es lo que me quemó primero: mi curiosidad y mi naciente compromiso social que me empujaron a la participación en las reuniones políticas, o la aparición de Ariel. Tan seguro, tan convincente en su discurso, tan firme en su ideología, tan alegre en las conversaciones comunes. Mis compañeros, vos, todos eran niños. El era un hombre a sus veinte años. Un estudiante universitario con ideología, con sueños y con fuerza para realizarlos.

Días o meses o años, nunca aprendí a medir los tiempos. Digamos que fueron momentos intensos, con mucha luz y con más oscuridad. Juntos, descubrimos más sentidos de los que conocíamos, más placeres de los que podíamos contener y más dolores de los que podíamos soportar. Corrimos y bailamos, cantamos y gritamos en las calles.

Durante mucho tiempo la imagen se repitió en mi mente: lo llevaban entre varios, arrastrándolo, ensangrentado, moviendo los labios diciendo “perdoname” sin dejar de mirarme. ¿Por qué? Supongo que estaba convencido de que había fallado al no poder protegerme como me lo había prometido, como se lo había prometido. Esta fue la última vez que lo vi.

Si pienso en aquellos tiempos sin días ni noches, me envuelven en un revoloteo siniestro los cuervos que huyen de la pintura de Van Gogh. Lo único que deseaba era olvidar. ¿Pensaba en vos? Al principio te imaginaba en la escuela riendo, en los recitales con los amigos, con tu banda tocando rock nacional. Pero era peor porque parecía confirmar que te habías alejado porque yo era una mala compañía. No, mala no. Peligrosa.

Uno debe estar ya en el borde, no sé en qué borde ni en el borde de qué, como para desear no sentir, como para desear no vivir. Sin embargo, ese anhelo de que todo terminara no debió haber sido tan fuerte, tan sincero. Sobreviví.

Comienza a oscurecer. El viento sopla más fuerte pero ella sigue andando: le gusta sentir el frío en la cara y pensar que encontrará un bar donde descansar, tomar algo caliente, buscar entre los parroquianos una mirada que narre, un gesto que relate.

Reaparecí en un mundo desconocido. Evito detalles y tomo atajos para llegar a nuestro encuentro, al final de la secundaria. Te quedaste mirándome, sin saludarme siquiera. Demasiadas ojeras, demasiados huesos. ¿Sabías qué había ocurrido? ¿O cantabas tan fuerte con tu banda que no podías escuchar los gritos? No importa. Yo también te miré. Yo tampoco te saludé. Y cada uno siguió su vida: diferentes carreras, distintos planes.

Como aborigen saliendo de la espesura de la selva, apareció un nuevo compañero para recorrer otro camino. Y yo que había logrado dejar de sentir, busqué de todas las maneras para volver a hacerlo. Se trataba de probar, y una vez probado de querer más. Tiago y yo sólo teníamos presente. Viajamos para estudiar costumbres tribales, y para experimentarlas nosotros mismos.

Con conocimiento y con conciencia, sin excusas, nos arrojamos al mar en plena tormenta, pero no nos ahogamos. Entonces fuimos por más. Hasta que un latido que no era el mío me despertó. Me abracé para protegernos. Me impuse distancia, limpieza y buena alimentación. La esperanza duró muy poco: se fue de mí sin saber lo que era llorar.

Se detiene. Las luces amarillas que iluminan la calle, los adoquines, las hojas arrastradas por el viento, los arabescos de hierro en puertas y balcones, todo la hace sentir en otro tiempo, en otro lugar. Sonríe: sabe que está aquí y ahora.

Volvimos a encontrarnos. Nos enteramos que ambos desarrollamos nuestras profesiones, que teníamos gustos marcados hacia la literatura y la música, que manteníamos algún contacto esporádico con amigos en común. Pasaron muchas cosas que no nos contamos, que no supimos. Y nuevamente cara a cara nos saludamos, como dos viejos amigos que sin embargo se conocen poco.

Así se han ido repitiendo nuestros encuentros y desencuentros. Mientras tanto, recorrimos diferentes paisajes, dormimos en distintas camas, comimos de variados platos, tuvimos muchos amantes y algunos amores. Hiciste muchos cálculos, tocaste un tango y un blues. Di muchas clases, escribí un poema y un cuento. Toda una vida de intentos, de búsquedas.

Entra en un viejo bar y el vapor la envuelve. Afuera hace frío. Elige una mesita en el centro del local, nublado por el calor de la cocina y por el humo de los cigarrillos. Se observa en el espejo empañado mientras que se quita los guantes, el abrigo y la bufanda. La distrae el mozo, que se interpone entre su reflejo y ella. Pide un café.

Desparrama en la mesa papeles y lápices porque está convencida de que va escribir. Levanta la vista y se ve, al lado del suyo, el reflejo de otra mesa y otra persona: un hombre con canas, como ella; con el rostro marcado, igual que ella; con un brillo infantil en los ojos arrugados, así como ella. A través del espejo le sonríe un hombre desconocido que conoce de toda la vida.

(*) Cuento aparecido en la antología “Poetas profanos”, en el que también pariticipan Marisel Pissaco, Luis Formaiano y Héctor Alvarez Castillo.