¿Quién mató al millonario dueño de la estancia La Caldera?
El 17 de enero de 1923 apareció muerto de un tiro en la cabeza José Izaguirre, dueño de la estancia La Caldera, en el límite del partido de General Pueyrredon. Su hijo fue detenido, pese a decir que se trataba de un suicidio. Los indicios iniciales lo complicaban, pero entonces contrató los costosos servicios de un influyente abogado. PARTE FINAL
A la izquierda del portón apareció el cuerpo sin vida de José Izaguirre.
por Fernando del Rio
@ferdelrio22
Para tener una idea aproximada de la trascendencia del episodio y de la fortuna que estaba en juego, la defensa del joven Izaguirre la asumió nada menos que Horacio Oyhanarte, el ilustre radical que llegaría a ser uno de los mayores depositarios de confianza de Hipólito Yrigoyen e incluso pretendido por Juan Domingo Perón como vicepresidente en el ‘44.
Cuando le ofrecieron el caso, Oyhanarte tenía 38 años y una vida ligada al poder: había sido diputado, había intentado batirse a duelo con Alfredo Palacios y había escrito el libro “El Hombre”, al que muchos consideran decisivo para que Yrigoyen ganara las elecciones del ‘16.
Acaso puede estar oculta allí, en semejante caudal de influencias, la clave de la resolución del caso. Porque por estos años, aún con la historia reconstruida con los jirones del recuerdo y poco más, no existen, claro, dudas de que la gravitante presencia del doctor Oyhanarte -en años en los que gobernaba el partido radical con absoluto poder- decidió la suerte de Izaguirre.
El informe médico de la segunda autopsia sostuvo que Izaguirre padecía una nefritis crónica, mal que en aquellos tiempos se creía originaba perturbaciones psíquicas. En los riñones fueron halladas concavidades producidas por las piedras y las meninges estaban irritadas. El dolor renal, como se sabe, puede ser insoportable, aunque llegar al extremo de pensar que alguien podría quitarse la vida por ello es algo arriesgado.
De esa autopsia participaron el doctor Antonio Mir (personaje importante en la reconstrucción final de los hechos), los policías Ramón Ugarteche, Jorge Ower, P. Colombo, y Juan Carlos Barla, y algunos periodistas.
El eje central de la segunda operación, ya con el cuerpo embalsamado, fueron las lesiones que tenía Izaguirre de rasguños, raspaduras y escoriaciones en la cara y las muñecas. Según el informe forense, renovado respecto al primero, Izaguirre se las había autoprovocado en medio de un ataque de dolor o locura. Y que las uñas estaban quebradas con restos de piel y sangre. “Queda, pues, establecido, con pruebas científicas, no con meras y fáciles sospechas, que el señor Izaguirre se ha quebrado las uñas de sus propias manos, en su propia piel, en la angustia y torcedores de su ataque nefrítico”, dice el acta de los peritos forenses.
El dolor renal, como se sabe, puede ser insoportable, aunque llegar al extremo de pensar que alguien podría quitarse la vida por ello es algo arriesgado.
La estrategia de la defensa fue cimentar la construcción hipotética del suicidio con las nuevas autopsias, pero también con algunos testimonios y circunstancias sospechosamente a favor del hijo. Primero, el peón Zurita y su esposa Pilar Novales eran sordos en distintos grados, el vecino Blas Caldararo dijo sufrir también problemas renales esa noche y que por eso no intervino pese a escuchar el tiro. Un nieto de Caldararo tiene hoy 82 años y agregó estos días: “Es altamente probable que mi abuelo no supiera ni leer ni escribir. Así que pudo haber firmado cualquier declaración aunque hubiera dicho lo contrario”.
En ese frenesí de testimonios en beneficio del imputado, hasta la policía se inculpó de detener “arbitrariamente” al joven Izaguirre por falta de pruebas antes de que el juez Medina de Dolores fallara.
Pero lo más llamativo fue el relato del doctor Antonio Mir, médico interno del Hospital Mar del Plata, que por aquellos años funcionaba donde hoy es el Materno Infantil. Mir dijo en la causa que el 17 de enero vio el cadáver de José Francisco Izaguirre en la morgue. “Como me habían llegado versiones distintas acerca de la muerte del señor Izaguirre, unas que se trataba de un homicidio, y otras de un suicidio, a título de curiosidad y de información profesional me entretuve en examinar con alguna detención las heridas y pequeñas lesiones que presentaba, correlacionándolas en la forma más verosímil en que pudiera haberse producido, por ejemplo, lo más fundamental, el orificio de entrada de la bala perfectamente al alcance de la mano derecha, gatillando con el dedo pulgar”.
Hay que notar y depositar atención en el celo profesional del doctor Mir pese a tratarse de, apenas, una cuestión de “curiosidad”. Luego sigue con la maniobra de reconstrucción. “Habiendo tomado el brazo derecho del cadáver y levantándole sin alterar la posición del cuerpo, si bien con alguna dificultad, dada la rigidez cadavérica, pude ponerlo en posición tal que su mano alcanzaba perfectamente a herirse en la cabeza a la altura en que se encontró ubicada la herida que produjo el deceso. Observé igualmente lesiones en el tercio inferior del antebrazo derecho y muñeca del mismo lado, más o menos borde radial que podía habérsela producido el propio Izaguirre, pues tomando la mano izquierda con ligera flexión de los dedos llevados sobre la lesión de la mano derecha, las uñas y las lesiones coincidían en forma que era posible que esas pequeñas heridas o rasguños se las hubiera producido la propia víctima”. Luego Mir fue invitado a la segunda autopsia, donde, naturalmente, ratificó su espíritu curioso.
El doctor Oyhanarte, pieza clave en la resolución del caso.
El 20 de febrero Izaguirre fue sobreseído con la “declaración expresa que este proceso no afecta su buen nombre y honor”, firmó el juez Medina, tal lo pedido días antes por el propio imputado en una entrevista con LA CAPITAL.
Nunca se investigó la extraña contratación de parte del hijo de Izaguirre de un peón el día anterior, peón que, tras el crimen, se esfumó como un ánima.
Para la Justicia el caso estaba clarísimo: don Izaguirre, previendo que le fuera a dar un ataque de angustia incontenible durante la madrugada, se coló a hurtadillas a la habitación de su hijo y tomó el revólver ajeno, despreciando en la lucidez su propia arma. Luego durmió algunas horas y cerca de las cuatro de la madrugada se despertó destrozado de dolor. Se rasguñó ambas muñecas y también la cara. Obvio. Ya en la ceguera de la crisis, en lugar de usar su propia arma recordó que para ese caso había robado la de su hijo. Entonces apoyó el caño en la frente y gatilló, pero no salieron más que gases. La noche estrellada de verano era mejor para morir que el alto techo con tirantes de madera de su pieza. Que el cielo sea la cúpula celestial. Salió al patio, caminó 15 pasos, y una vez más, en lugar de la boca o la sien como cualquier suicida con voluntad de autoeliminarse, se puso el arma de forma vertical sobre el cráneo y disparó.
La verdad judicial sobreseyó al joven Izaguirre que luego vendió “La Caldera” y no se supo más de él. Quien adquirió las tierras fue Pedro Ricci y sus descendientes la dividieron hasta que Pedro Viders, hijo de Angélica Ricci, vendió el casco y casi 300 hectáreas a Ubaldi en 1996. Ese día, 73 años después del conmocionante hecho, el ex jugador de Independiente recibió una carta de Rodolfo De La Llosa, descendiente de quien, a su vez, le había vendido La Caldera a Izaguirre. La carta es un documento histórico de alto valor que fue confeccionada para “llegar a tener datos” del lugar.
“Se habla de influencias y repartijas y otras lindezas por el estilo. Tal vez estas cosas no estén en la imaginación de las gentes; pero el caso es, que se habla y se comenta en todos los tonos, hasta el punto de precisarse cifras”.
Y en uno de los últimos párrafos escritos a mano, salvando algunas imprecisiones, pero con una tinta que en esta historia ya es indeleble dice: “En 1918 se vende ‘La Caldera’ con todo lo adherido al suelo al señor Francisco Izaguirre, quien al poco tiempo (creo 3 años) aparece muerto en la cama, aparentemente producto de un suicidio, aunque comentarios posteriores decían que lo había muerto su hijo, esto no se confirmó”.
LA CAPITAL escribió en su artículo final sobre el caso: “Los comentarios que se hacen por los corrillos de los tribunales son realmente interesantes, y aunque sería difícil establecer la veracidad de los mismos, lo cierto es que se habla de influencias y repartijas y otras lindezas por el estilo. Tal vez estas cosas no estén en la imaginación de las gentes; pero el caso es, que se habla y se comenta en todos los tonos, hasta el punto de precisarse cifras”.
La verdad de los poderosos confrontada con la leyenda, que siempre es del pueblo, sobre uno de los hechos policiales más impactantes de los primeros años de vida de Mar del Plata.
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