Verdad y leyenda sobre la muerte de un millonario
Era la Mar del Plata de 1923, con sus zonas rurales ocupadas por millonarios terratenientes de familias de abolengo. También había inmigrantes poderosos, como José Izaguirre. Por unos días todos quisieron ser investigadores para desentrañar la muerte de Izaguirre, dueño de la estancia La Caldera, de un disparo en la cabeza.
por Fernando del Rio
@ferdelrio22
En esa madrugada, única como pocas pueden serlo en cualquier estancia, los golpes sobre la ventana del cuarto de Teodoro Zurita fueron el eco del estruendo anterior. De no haber sido sordo del oído izquierdo, el peón de “La Caldera” se habría sobresaltado ante el repiqueteo de los puños urgentes. Por eso tardó unos segundos más en preguntar desde la cama que quién andaba por ahí. Los gritos -ahora con la somnolencia huyendo- sí los escuchó y supo que era Juan Antonio Francisco Izaguirre, el joven hijo del patrón. Cuando, restregándose los párpados, abrió la puerta lo que chocó sus ojos ya abiertos no fue tanto la imagen sino el sonido, esa frase.
“¡Venga, que papá se ha pega’o un tiro!”
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Don José Izaguirre era dueño de todas las tierras que uno podía ver si se paraba en la calle de acceso a La Caldera y miraba hacia el norte. Tenía fortuna y tenía también 68 años esa madrugada de enero de 1923 cuando la segunda bala disparada por el Smith & Wesson lo quitó de este mundo. La primera no había querido salir a través del caño calibre 38 y solo le había dejado una aureola amarronada en el medio de su frente. Así lo habría de encontrar la policía en el piso de su estancia horas después: rodeado de un charco de sangre y con la parte superior de su cabeza destrozada por un tiro.
De físico imponente, fornido, y firme en sus esfuerzos, Izaguirre había hecho una riqueza que le permitió comprar en 1918 a la familia De la Llosa las tierras próximas a Cobo, lindantes con lo que hoy es Colonia Barragán. Llegó a tener 828 hectáreas delimitadas por el arroyo Los Cueros y por otros vecinos importantes como los hermanos Barragán, Bouchez de Lértora y Juana Robson de Aulho. Probablemente se haya enfocado en sacarle más provecho aún a sus campos en los años por venir, cuando sus fuerzas menguaran, y por hispánica tradición había mantenido a su hijo Juan Antonio Francisco Izaguirre -o tan solo Francisco, como lo llamaban- estudiando en España.
Recién en 1921 Francisco, el joven Izaguirre, había aceptado de su padre la oferta de incorporarse a los negocios y había viajado a la Argentina como pocos: con muchas ventajas. Constituido en el único heredero de la fortuna, se acopló al trabajo en el campo situado a siete leguas del centro de la ciudad de Mar del Plata.
Poco se sabe de la familia Izaguirre -la esposa, la madre, hermanos- y casi nada de la relación entre padre e hijo, aunque algunos registros dicen que era normal. Tampoco se puede aspirar a conocer mucho de los Izaguirre porque después de aquella tragedia La Caldera cambió de dueños. Sin embargo quedará en una de las actas judiciales la referencia de que don Izaguirre era un hombre trabajador, incansable y que para su hijo los negocios no le representaban una incomodidad.
El mayor problema que don Izaguirre tenía en aquellos años eran sus dolores renales, que sufría cada tanto y lo ponían, naturalmente, de mal humor. Algunas noches su hijo Francisco escuchaba las quejas provenientes del cuarto contiguo, donde su padre dormía porque la casa principal tenía una distribución propia de las edificaciones de aquellos años: las habitaciones interconectadas entre sí.
A excepción de los trastornos por sus riñones, que eran ciertos pero no le impedían trabajar, don Izaguirre, con fama de vasco duro y resistente a los embates de los años, vivía una vida de fortuna.
En su presunto suicidio, el acaudalado dueño de La Caldera se había dado dos tiros, el primero sin que saliera más que una deflagración de vapores y el segundo, mortal, con el revólver de su hijo.
Eran cerca de las 4 de la mañana cuando sucedió el hecho criminal considerado en los años ‘20 uno de los más impactantes de la púber historia de Mar del Plata. Después llegaría otra familia acaudalada, los Pereyra Iraola, para hacerse del trono de los Izaguirre en cuestiones de sangre y crimen. Pero aquella madrugada, la del 17 de enero de 1923, se perpetró una muerte de la que queda una verdad judicial y un mito.
Cuando Francisco Izaguirre golpeó la puerta del peón Zurita para decirle que su padre se había pegado un tiro vestía calzas de montar, también conocidas entre la paisanada como “briy” -por el vocablo inglés “breech”- y una camiseta. Estaba descalzo y gritaba pidiendo socorro. En verdad lo que quería era que lo ayudaran a enfrentar la situación de ver a su padre muerto en el piso de la estancia, a solo 15 pasos de la habitación.
Ya junto al cuerpo ensangrentado de don Izaguirre, su hijo constató que la vida era cosa del pasado y pretendió revisarlo, tocarlo.
–No haga eso y vaya a buscar a la policía -dijo más o menos con esas palabras Zurita, quien recordaba de su juventud en España que nadie debía tocar un cadáver sin permiso.
El hijo de Izaguirre lo que primero salió a buscar fue una sábana, cubrió el cuerpo y tras lavarse las manos en una pileta se subió a su automóvil y partió rumbo a la comisaría primera de Mar del Plata.
A las 5.18, precisión horaria asentada en los registros de la dependencia policial, el joven Izaguirre llegó en su vehículo. El tiempo que demoró puede entenderse con un simple ejercicio: hoy lleva media hora hacer el mismo recorrido, con el favor de una autovía, vehículos más veloces y avenidas asfaltadas. En el año 1923 no existía la ruta 2.
La estancia La Caldera se ubica a la altura del kilómetro 383 de la Autovía, sobre el margen oeste, mano a Mar del Plata. Se debe atravesar las vías del tren, las vías que también tuvo que superar entonces Francisco Izaguirre. Luego, por camino de tierra, se recorre poco más de 3 kilómetros y se llega al ingreso a la estancia cuyo casco y casi 300 hectáreas pertenecen en la actualidad al ex futbolista Martín Ubaldi.
Ese trayecto de 35 kilómetros fue el que Francisco Izaguirre unió para contar en la comisaría primera que su padre yacía muerto en el patio, al parecer de un suicidio.
El comisario Anselmo Trejo, el subcomisario Conrado Ferrando y el médico de policía Benigno Bañuelos acompañaron al joven en el retorno al lugar y se encontraron con la escena descripta. El cadáver de José Izaguirre yacía cubierto con una sábana, espalda al piso, a 13 metros de la puerta de su habitación. Hoy aún se conservan casi intactas las dos piezas, la de padre e hijo, aunque la puerta que las unía -o que servía para separarlas al cerrarse- ha sido clausurada y hecha pared.
El hijo había intentado dar dinero a la policía para acelerar la investigación y cerrarla lo antes posible. El ofrecimiento se lo hizo al oficial Virgilio Torres: 20 mil pesos de entonces.
Izaguirre, vestido con un camisón y calzoncillos blancos, tenía el cráneo perforado en su parte superior, herida que le había causado una abundante hemorragia. El charco rodeaba el cuerpo del millonario. Una marca circular en la frente, como si antes alguien le hubiera apoyado el cañón y disparado, otra en compatibilidad con rasguños en el ojo derecho y equimosis similares en las manos completaban el cuadro de lesiones a atender.
A 40 centímetros más o menos, de izquierda a derecha, sobre el piso, el revólver con el caño mirando hacia la izquierda y el mango hacia la derecha. Tenía cuatro balas, tres intactas, una picada y la última, una cápsula vacía. El arma calibre 38 tenía la numeración 819, letra B… Era el arma del hijo de Izaguirre. En su presunto suicidio, el acaudalado dueño de La Caldera se había dado dos tiros, el primero sin que saliera más que una deflagración de vapores y el segundo, mortal, con el revólver de su hijo.
Mientras se inspeccionaba la escena del crimen, ya desvelados, observaban todo el peón Teodoro Zurita, el vecino Blas Caldararo (ver nota aparte) y otro hombre de las cercanías, Domingo Sempé.
Se tomaron medidas, anotaciones y se resolvió llevar el cuerpo a la morgue del Hospital Mar del Plata. Al retirarse, los investigadores dudaron de esa versión inicial del suicidio impulsada por el propio hijo de Izaguirre. En el alba del expediente los indicios apuntaron hacia algo muy distinto: un asesinato.
La vivienda de Izaguirre hoy es ocupada por el casero de la estancia La Caldera. Permanece casi sin modificaciones el lugar donde se produjo la muerte del millonario.
Queda claro que desde un principio se dudó de la hipótesis del suicidio y que se puso el foco en el descendiente, único heredero de la fortuna, por varias razones. Además del disparo, el cadáver mostraba signos de una presunta pelea, las manos estaban con escoriaciones, al igual que el rostro. Don Izaguirre no había dejado ninguna nota de suicidio, tampoco había utilizado su arma, sino la de su hijo. Su revólver enfundado estaba en el dormitorio del que había salido. Y principalmente, el hijo había intentado dar dinero a la policía para acelerar la investigación y cerrarla lo antes posible. El ofrecimiento se lo hizo al oficial Virgilio Torres: 20 mil pesos de entonces.
Luego se justificaría diciendo que no quería que trascendiera que su padre se había suicidado, pero en el momento fue motivo suficiente para convencer a los policías que debían detenerlo.
El primero en interrogar a Izaguirre fue el inspector Monte y tuvo unas conclusiones desfavorables, o mejor dicho, a favor de incriminarle la muerte del padre.
Las horas iniciales en la comisaría primera Izaguirre las pasó llorando, quejándose de la injusticia, a diferencia de la cocinera y el peón que, también demorados, se mostraron más tranquilos. Luego los dos empleados quedarían libres.
La primera autopsia estuvo a cargo de los doctores Juan Gregores y Benigno Bañuelos, quienes firmaron un informe sin demasiados misterios. Izaguirre presentaba la herida de bala, la deflagración en la frente y rasguños en la cara y las muñecas. Y apuntaron que las contusiones fueron cometidas en vida, probablemente al caer tras el disparo mortal.
Se dio un caso singular en aquel momento: el joven Izaguirre, preso e imputado del crimen, era el único con derecho a decidir sobre el destino del cuerpo de su padre. Entonces, propuso la taxidermia y el cadáver fue embalsamado. En el proceso de embalsamamiento, a excepción de retoques estéticos con productos de maquillaje removibles, la piel no sufre grandes alteraciones.
Así, el cuerpo quedó bajo custodia policial en la morgue y 19 días más tarde se le efectuó una llamativa segunda autopsia que no sería la última, ya que habría una tercera. Los dos nuevos informes fueron concluyentes para robustecer la hipótesis del suicidio, sin embargo a esa altura de las circunstancias el joven Izaguirre tenía un as de espadas en su mano: su defensor.